CONSTELACIONES
Manuel Merino
En la noche, las paredes parecen volverse de papel porque los oigo aunque no quiera. Si me esfuerzo, podría verlos sentados en su cama, desvelados como yo, mientras escupen insultos muy agrios al tiempo que las luces de los coches entran en la habitación como ideas y recuerdos que llegaran sin permiso. Como un puñetazo que todo lo quebranta.
Afuera, el tráfico es muy poco, pero cuando pasa algún viajero extraviado, las ráfagas de sus focos entran y arañan la pared, iluminan el estante de los libros infantiles convertido en minúsculo altar con las medallas y premios deportivos de los chicos y los pósters de sus efímeros dioses del rock, hasta duplicar su presencia en el espejo del armario que estalla con un intenso fogonazo contra el techo de la habitación. Cuando regresa la oscuridad, dejándome todavía más confuso y desorientado, reaparecen los miedos y otras cosas peores y tengo que levantarme. Pero no me acostumbro a dormir con la persiana baja. Sería como hacerlo en un ataúd. Tampoco puedo vencer la incomodidad de pensar en mirarlos a la cara mañana, sabiendo que han discutido por mi culpa con palabras iguales a la sacudida que provoca el roce de una medusa.
—¿Hasta cuándo piensa quedarse?
En otro tiempo me salvaba contemplar las estrellas. La fantasía de que alguna de las que todavía me alumbraba estuviese apagada aunque siguiera recibiendo su luz. O antes, cuando en la cima de la pubertad, después de refugiarme en un alivio inmediato y culpable, la vida seguía. Pero nadie nos dijo nunca qué hacer cuando se acaba la supervivencia, ni cómo recuperar aquella inocencia, tanta blancura. Por eso me disuelvo en recuerdos. Tampoco puedo asegurar que las cosas sucedieran así, pero son mi verdad y revisarlas, la única forma que tengo de salvarme. La cabeza es caprichosa y hay situaciones vividas e incluso actos que nunca cumplí que se niegan a desaparecer e imponen con firme tozudez su poca importancia sobre otros más esenciales, hasta cegarlos. Por ejemplo, ahora mismo, una simple postal en blanco y negro que deja ver una costa todavía inmaculada sobre la que transita un sendero de tierra sombreado de olivos. Y al momento imagino el ruido de las pisadas, chicharras, brisa temprana, susurros agostados entre gestos muy lentos. Estoy allí.
Hay dos hombres también, una pensión barata frente a la playa en un pueblo cercano, una habitación simple pintada de añil con dos camas, un armario cerrado, un lavabo con su espejo pequeño entre dos ventanas volcadas sobre una plaza chica y una motocicleta que se aleja por el paseo del mar, mientras una mano labra en silencio un cabello ondulado que simula dormir. Como dos fugitivos, compartirán la suave penumbra de la última siesta, sintiendo inevitable la feroz indolencia de los cuerpos saciados hasta el rechazo. En un momento regresará, otro año más, la tristeza habitual al pensar que el verano termina y también que vivirían así de ser posible. Después, vencida ya la tarde, la ropa inmaculada y el paseo cotidiano hasta la ermita de la virgen donde exponer sus dudas, sus deseos, la silenciosa penitencia que no contempla enmienda o duelo y la misma orgullosa necesidad que despliegan en sus rezos como una sabana nupcial tendida al sol. Luego vendrá enfrentarse a la ceremonia cotidiana de responder con desgana la carta de la novia y adornarla con proyectos de boda, de familia que quizá les otorgue otro tipo de felicidad semejante a la de estas pocas semanas, su reino propio un mes al año. Tal vez podrían, piensan a veces, pero no pueden elegir, o quizá ya lo han hecho aunque sienten que solo cumplen con su obligación, lo que se espera de ellos, el deseo de otros, esa invulnerable voluntad ante la que solo es posible rendirse. No hablan mientras preparan sus maletas. Se dan la espalda para no mirarse. Alguno recuerda haber dicho un momento antes su última verdad, de un modo triste, vencido, sin tan siquiera esperar una respuesta que tampoco hubo.
—Somos demasiado cobardes.
Nena, salgo mañana. No tengo nada nuevo que contarte, salvo que el tiempo está mejor y da gusto bañarse, pero por lo demás la vida pasa muy tranquila, sinceramente, si te tuviera a mi lado no me marcharía tan pronto. Y nuevamente la brusca sacudida del dolor, la luz casi vencida de la tarde, la mariposa blanca que sobrevuela la arena y se posa en su brazo, para alejarse un segundo después hacia los campos agostados y el camino de aquellos olivos tan viejos que olvidaron su edad, y que ahora garabatea sobre la cala solitaria entre orgullosas pitas en flor y chumberas goteantes de frutos, y el bosquete cerrado de pinos tan fragantes donde es fácil hundirse hasta desaparecer una última vez en una sola sombra.
Sorprende ver cómo la memoria se arma también con recuerdos ajenos que pesan mucho más que los propios. En cualquier caso, hace mucho que la vida pasó.
[...]
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