Botonera

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3.12.24

XV. "DESPEDIRSE. FORMAS DE DECIR ADIÓS", Revista Shangrila 46-47, Jesús Rodrigo y Mariel Manrique (coords.), Valencia: Shangrila, 2024



ADIÓS, HASTA MAÑANA*
UNA TARDE EN LA RESIDENCIA DE ESTUDIANTES CON FLORENCE DELAY,
MANUEL ARROYO-STEPHENS Y ADO ARRIETA
(no fue al azar, fue el azar)
Manuel Arranz


Florence Delay, Manuel Arroyo, Aldo Arrieta, Manuel Arranz, Carmen y Lorenza Escardó,
estas últimas productoras del documental Las artes del vuelo. Florence Delay.
Encuentro con Florence Delay, Residencia de Estudiantes,
18 de octubre de 2017



* El título original de este texto era (y lo sigue siendo) Página 77. Al comunicarme el editor que el lema de la revista iba a ser en esta ocasión: Despedirse. Formas de decir adiós, no dudé en cambiar el título e incluir en la dedicatoria a un amigo y ejemplar editor con vocación de fantasma: Jesús Rodrigo. No fue al azar, fue el azar. 


a la memoria de Manuel Arroyo-Stephens 
  a la “inmortal” Florence Delay
y a Jesús Rodrigo


Es asombroso cómo cambian las cosas 
cuando se vive lo suficiente.

James Salter
En otros lugares, p.151.



Uno siempre puede desdecirse de lo que ha dicho”, continuó. “Lo que no es posible es deshacer lo que se ha hecho”. (1) Una sola vez estuve con Manuel Arroyo. Aunque estrictamente hablando ni siquiera puede decirse que estuviese con él, o él conmigo, pues no siempre coincide esta circunstancia. Digamos que tuvimos un azaroso encuentro. Quiero decir que aquel día asistíamos los dos, por motivos diferentes, a un homenaje a la hispanista francesa, novelista, actriz, traductora y académica, es decir a la “inmortal” Florence Delay, que acababa de publicar un libro sobre su temprana y apasionada relación con España, Mon Espagne. Or et Ciel, traducido al castellano por quien suscribe con el título más modesto de Puerta de España. Por entonces yo apenas la conocía. Ni a ella ni a su obra. De Arroyo había leído hacía tiempo el libelo Contra los franceses, reeditado hacía poco, que no me gustó, ni entonces ni ahora (ni el libelo ni los franceses). En cambio él, aquel día, sentado a mi lado hablando mal de todo el mundo, sí me gustó. Como me gustaron Florence Delay y Ado Arrieta. Hoy Arroyo ya no está. A Ado le he perdido la pista. Mejor dicho, nunca se la seguí. Y a Florence le escribo de cuando en cuando y he traducido un par de libros más de ella. Me considera un buen traductor, cosa que le agradezco, aunque no sé si es verdad. No hay buenos traductores, lo que hay son buenas traducciones. “De vez en cuando aparecen unas pocas traducciones decentes”. (2) De vez en cuando, muy de vez en cuando, aparece algo, una novela, una película, un poema, que valen la pena. O conoces a alguien que trastoca tu vida y la pone del revés. De vez en cuando vuelves a estar vivo, y entonces tu vida, que se consumía, que se apagaba poco a poco, vuelve a renacer de sus cenizas y a arder, como esos fuegos que parecían apagados, y una leve brisa, un leve soplo, despierta de su letargo y arrasan todo a su paso. A veces gran amor.

1. Manuel Arroyo-Stephens, Pisando ceniza,  Madrid: Turner, 2015, p.108.
2. Edith Grossman, Por qué la traducción importa, trad. Elvio E. Gandolfo, Buenos Aires - Madrid: Katz, p. 25. (Uno de los mejores libros que he leído sobre la traducción).


Florence Delay en El proceso de Juana de Arco, Robert Bresson, 1962


Ya en la cama, volví a coger el libro que había dejado sobre la mesita de noche antes de salir, y leí una página. La 77. No fue al azar, fue el azar. Me siento en deuda con este hombre por no haber leído su libro a tiempo. He bebido demasiado durante la cena (siempre bebo demasiado cuando me invitan a cenar). He hablado poco (siempre hablo poco cuando me invitan a cenar, quizá por eso bebo demasiado). Seguramente una cosa es la causa y la otra la consecuencia, pero no sabría decir cuál es cuál. Está contando –ahora me refiero al libro, no a la cena– una  conversación de sobremesa con su amigo José Bergamín. Subrayo: “La ignorancia es lo único que no se aprende”, le está diciendo este. “Tienes que tener mucho cuidado. No se trata de saber mucho o poco, se trata de saber bien o mal. Es más importante el sabor que el saber”. Saber bien o saber mal, esa es la cuestión. Mientras no sabes esto, no sabes nada. Yo entonces no lo sabía. Ni bien ni mal. Obsesionado con las leyes de la dialéctica y el paso de lo cuantitativo a lo cualitativo en que mi generación se había enredado, estaba convencido de que todo era cuestión de acumular conocimientos. No lo era. No sabía todavía que cuantas más cosas aprendes, menos sabes. No sabía que hay cosas que es mejor no saberlas. No sabía que el conocimiento y la sabiduría eran cosas distintas y casi siempre incompatibles. No sabía que la inteligencia no sirve para nada. No sabía que el saber sí ocupa lugar. No sabía que menos significa muchas veces más y al revés. Como todas las cosas importantes en esta vida, lo aprendí tarde, demasiado tarde. Tampoco sabía que hay cosas que sólo llegan con la edad. Y otras que no llegan nunca. Que llegan las que no esperábamos que llegaran, inopinadamente, sin avisar, y no llegan las que esperábamos. “La ignorancia sólo llegaría más adelante, cuando se ampliaran mis conocimientos”, había leído hacía poco en El comienzo de la madurez (The Middle Years). Esta ley, en cambio, sí se cumplía siempre. El principio del fin, pensé. Ahora empieza lo bueno. Mejor es saberlo que no saberlo. Mejor es estar prevenido.

Un poeta árabe español, hace mil años, hizo un pacto con algunas personas a las que había estado unido en cuerpo y alma para que el que antes muriera visitara en sueños al que quedara con vida”. Conozco la historia. Contada de otro modo. ¿Por Pasolini? ¿Los cuentos de Canterbury? ¿El Decamerón? Hubiera podido contarla yo mismo durante la cena. Es una de esas historias con el éxito garantizado. Algunas personas tienen un don para contar historias. No es mi caso. Dos amigos, una noche de desenfreno, en un momento de lucidez, in vino veritas, se hacen prometer el uno al otro que el primero de los dos que muera volverá para contar al otro lo que hay más allá. ¿Quién no ha pensado alguna vez, sobre todo estando borracho, en el más allá? A fin de cuentas aquí sólo estamos de paso. Pasa el tiempo. Ese tiempo que no envejece nunca, dice Florence Delay en Zigzag, un breve y brillante libro sobre la forma breve, sobre la vida breve y sobre la brevedad de todo en esta vida breve. Su último libro por ahora. Pasa el tiempo y los amigos se separan, se olvidan del pacto, se olvidan de que un día fueron amigos, se olvidan de que los hombres olvidan, y no vuelven a verse más. Hasta que un buen día, uno de los dos muere. A partir de ese día, el otro, sin saber por qué, se despierta todas las noches sobresaltado. No puede conciliar el sueño, se agita en la cama, se vuelve irritable, rehúye la compañía, se convierte en una persona huraña, solitaria, en una palabra, se convierte en un hombre que se resiste a envejecer. Hasta que finalmente una noche, una noche como cualquier otra noche, una noche cualquiera, se le aparece el fantasma del amigo muerto. ¡Cuánto has tardado!, le dice sobresaltado al reconocerlo. ¿Tan ocupados estáis en el más allá que no tenéis tiempo ni para visitar a los amigos? Pero vamos, cuéntame. Cuéntame qué es lo que hay más allá. Cuéntame qué has visto. Vamos, cuenta, ¡cuenta de una vez! El amigo le mira con sus ojos vacíos, con sus ojos muertos de fantasma, y en un susurro apenas audible, nada, dice, nada, no hay nada. Más allá no hay nada.


[...]



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