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1.12.24

XIV. "DESPEDIRSE. FORMAS DE DECIR ADIÓS", Revista Shangrila 46-47, Jesús Rodrigo y Mariel Manrique (coords.), Valencia: Shangrila, 2024



SABER (NO) DESPEDIRSE
Miguel Ángel Hernández Saavedra



Vicente Carducho
La conversión de san Bruno ante el cadáver de Diocrès, 1626-1632



I
LA DESPEDIDA DE DIOCRÈS

Hay un lugar en la sierra de Guadarrama, del lado de Madrid, entre Peñalara y el vuelo del buitre negro, desde el que se contempla el valle del Lozoya. En el Mirador, encontramos una brújula de piedra cuyas agujas señalan las pequeñas cumbres de la zona. Al fondo, El Paular. En el claustro del monasterio, un cuadro de Vicente Carducho (Carduccio o Carducci), perteneciente a la serie sobre san Bruno y los cartujos, por la que se embolsó no menos de ciento treinta mil reales, encargo del prior Juan de Baeza, representa a Raymond Diocrès, quien murió en loor de santidad y, apenas muerto, despertó del sueño eterno, recién estrenado. A lo largo del funeral, preguntado por el oficiante sobre las iniquidades cometidas en vida, conforme a la retórica de la ceremonia fúnebre, para sorpresa de todos, el honorable cadáver responde tres veces: Iusto Dei iudicio accusatus sum. Iusto Dei iudicio iudicatus sum. Iusto Dei iudicio condamnatus sum. En resumen: “He sido acusado, juzgado y condenado por Dios”. 

Bruno de Colonia contempla la escena, azorado, con las palmas de las manos abiertas y tan lívido como el muerto. Si este hombre que pasaba por santo ha sido condenado, ¿qué será de él? El cadáver del maestro Raymond Diocrès, reverenciado en vida, fue arrojado a un muladar, ni siquiera recibió cristiana sepultura, y Bruno de Colonia, a la sazón san Bruno, fundó la silente orden contemplativa. Contemplación silenciosa: redundancia necesaria en estos tiempos nuestros, quizá en todos, en los que el asceta levanta la voz para mejor vender su mercancía espiritosa. 

Hasta aquí la historia conocida, que se interpreta religiosamente en sentido literal: el maestro Diocrès, venerado, erudito a más no poder y sumamente bondadoso, fuente de sabiduría de la que bebían príncipes y estudiantes (Bruno entre ellos), firme candidato a santo, arde eternamente en el infierno. Así lo cuentan los curas (se puede comprobar en algún vídeo de Internet, apuesto clérigo mediante, en el que se utiliza la historia como aviso para navegantes), pero… ¿Y si fue esta la última lección de un hombre verdaderamente santo: no querer serlo? 

Descartemos en este punto cualquier propósito historicista; no me interesa adivinar en el cadáver del profesor de París, cuya muerte aconteció en 1082, ningún amago preluterano contra la santidad, ni siquiera en la más sublime versión filosófica que han conocido los siglos, deshuesados en el sempiterno conflicto entre la voluntad y el deber, por obra pietista y gracia –aunque ilustrada– de Immanuel Kant. Me interesa esta forma de despedirse allende la despedida, que ni siquiera es la de un fantasma, sino la de un cadáver que pasa de ser agasajado –cuenta con todos los votos para ser canonizado– a ser arrojado a la primera gehena que encuentra la comitiva a su paso. ¿Qué necesidad tenías, maestro Diocrès, de responder con tan sincera frialdad, más fría que tu carne muerta, a la encuesta del obispo? 

Desde que contemplé por primera vez el cuadro, pronto se cumplirán tres lustros, una mañana contemplativa en los Montes Carpetanos, no he dejado de preguntármelo. No todos los días, claro; solo de vez en cuando. Me pregunto cuál es el límite tolerable de la humildad, traspasado el cual esta virtud (tan cristiana, en teoría; siempre tan poco prometeica) se convierte en negación de sí y, al menos como hipótesis, en soberbia afirmación de la Nada, que viene a ser como un infierno en liquidación, sin hornos ni calderas. Diocrès pone a Dios como testigo, fiscal y juez de sus pérdidas cuando, en la hora del adiós, todo iba a ser ganancia: fama, gloria, santidad, reputación. 

Cuando la fiesta conmemora las hazañas del yo (un tú que ya no puede molestar a nadie), el muerto se yergue y clama su condena ante los ojos empavorecidos de los presentes. ¿Obedecía órdenes de Dios? ¿No constituye su respuesta un acto suficientemente inesperado –más aún que la fugaz resurrección: el milagro de una confesión sin penitencia posible– como para volver a ganarse el cielo?

Allá por 1944, mucho antes de que se descubriera el Evangelio de Judas, cuyo códice en copto fue restaurado en 2006 por National Geographic, Jorge Luis Borges especulaba, con la guía de Nils Runeberg, teólogo de su invención (me refiero a las famosas “Tres versiones de Judas”), sobre la posibilidad de que el traidor, Iscariote, fuera el auténtico redentor y verdadero protagonista de la historia mesiánica. Sobre él y no sobre Jesús, a la postre y para siempre victorioso, recaen las culpas y pecados de la humanidad ignominiosa. Chivo expiatorio y representante de lo más humano –e inhumano– del hombre: “hombre hasta la infamia, hombre hasta la reprobación y el abismo”. Si este fuera el caso y lo fuera también de Diocrès –salvando las inmensas distancias, pero manteniendo la conciencia no declarada por parte del miserable que renuncia a la gloria, fiel cumplidor de un designio divino–, tendríamos entre manos una fórmula distinta a la que se percibe entre las palmas abiertas, crédulas y escandalizadas, de Bruno de Colonia. Una despedida que es el adiós y la renuncia, dicho también con Borges, a “la triste costumbre de ser alguien”.

Una ceremonia encubierta que no concluiría con la conversión del discípulo de París, nacido en Colonia, proveniente de Reims, con vocación eremítica y alpina (la belleza importa), o de la humanidad entera, oriunda del barro, sino en la reconsideración de la imagen a la que uno renuncia –Judas o Diocrès, o cada uno de nosotros– para, desde este acto de supremo alejamiento de la idea que sobre uno tienen los demás, incluido uno de sí mismo, sin recabar testigos del autosacrificio, dar cuenta de la imposibilidad de reconciliarse con semejante modelo. En este sentido, el juicio de Dios es el recurso que desbarata los juicios de los hombres. Del manido “¿quién te has creído que eres?” al desacostumbrado “¿quién me he creído que soy?”. 
A modo de epitafio nunca escrito:

Yo, Raymond Diocrès , luminaria del siglo, espíritu incandescente de Notre Dame, sin mácula ni joroba, sumido en la frialdad sin pulso de la parca, oráculo que pude ser de la futura Sorbona y de sus imitaciones todas en la faz del continente, yo que habría pasado a la historia cual santo y sabio, seña de la Cristiandad, trasladados mis restos desde la Capilla Negra a un cenizal: yo me despido de vosotros, amigos y aduladores, prelados y deudos, sin daros un ejemplo que seguir.
Me despido de mí. ¿Al infierno voy?

Diocrès, el contraejemplo postrero del ejemplo que fue.





Que el cadáver del sabio venerable fuera arrojado a un estercolero confirma la sentencia y lo rehabilita ante nuestros ojos. Su despedida fue el adiós de sí, de su imagen reverenciada. Acaso el infante en brazos lo vio mejor que el propio Carducho, que dio forma a la repulsión. (Carduccio o Carducci, pintor y erudito, pionero en la reivindicación de la figura del artista, que no se embolsó treinta monedas de plata, sino ciento treinta mil reales). Si nos fijamos bien, la repugnancia que manifiesta la expresión de la criatura, tirando a rolliza, tiene algo de diabólica. (Tómese esta advertencia con cautela: no soy Dan Brown, autor de El código Da Vinci, desafortunadamente para mi bolsillo, y no pienso comerme este marrón conspiranoico). Al diablo no dejan de venirle bien los santos confesos que, con su silencio cadavérico, aumentan el número de sus huestes venideras, almas condenadas por aferrarse a la imagen de una buena idea, la suya propia, aun si es por delegación, como si ello fuera posible sin caer en la egolatría. Y, sin embargo, ¿hay algo más ególatra que negar la propia imagen para salvar la de otros?

A determinada edad, casi todos hemos hecho esta experiencia de la renuncia, del adiós de sí, y casi nadie la ha llevado hasta sus últimas consecuencias. No me refiero a quitarse la vida, sino a reconciliarse con la muerte como si, siguiendo con vida, nada hubiera que esperar ni temer: fama, gloria, reputación, santidad. Ni siquiera la posibilidad de dejar un buen recuerdo en la memoria de una, dos o tres personas (que se daría por añadidura, pues la renuncia no significa operar obsesivamente en sentido contrario). Quizá el trasiego de la vida, o de la existencia indiferenciada, no lo permite. Semejante renuncia equivaldría a ejercer una modalidad de quietud –o inquietud, para el caso es lo mismo– incompatible con el concurso-oposición de las tareas cotidianas.

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