Botonera

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27.11.24

X. "DESPEDIRSE. FORMAS DE DECIR ADIÓS", Revista Shangrila 46-47, Jesús Rodrigo y Mariel Manrique (coords.), Valencia: Shangrila, 2024



ÚLTIMAS PALABRAS
DE EPITAFIOS Y OTRAS DESPEDIDAS
Alberto Ruiz de Samaniego





Renunciar a las Obras Completas 
para no escribir más que una lápida. 
Una lápida, con letras duras y eternas, 
que encerrase, entre nueve y veintisiete palabras, 
todo nuestro mensaje al mundo, 
cuanto hemos nacido para decirle.

Eugenio d’Ors, 
Cuando ya esté tranquilo, 1930.


Qué capítulo habría que escribir 
sobre la importante e inmensa producción 
de máximas, lemas, epitafios e inscripciones, 
proverbios y apotegmas 
en que los hombres de toda época 
se han esforzado por encerrar algo esencial. 

Paul Valéry (1934)


Antes de su enfermedad final, Hobbes invitó a sus amigos a escribir posibles epitafios para grabar en su lápida. Su favorito fue el siguiente: “Esta es la auténtica piedra filosofal”. (1) Signo, conviene ahora recordarlo, viene de sema: piedra sepulcral. En cierto modo, Sófocles, al final de su Edipo Rey, ya estaba respondiendo a Mallarmé: si el universo solo existe para devenir libro, nosotros, siendo mortales, debemos “pensar con la consideración puesta siempre en el último día...”. 

1. Lo cuenta Simon Critchley en El libro de los filósofos muertos, Madrid: Taurus, 2019. 

Todo epitafio se coloca en la condición de quien ya ha dicho adiós. Como sostuvo Barthes en La preparación de la novela, escribir es ponerse en la posición de un muerto; pero, al tiempo, tratar de negarla. Esto es: imponer a los demás –aquellos que nos leerán– nuestra propia identidad, ya desaparecida. Todos los libros se escriben en la transparencia de un adiós.

Por otro lado, nada evidencia mejor esta declaración de Barthes que el epitafio, verdadera archi-escritura. En ese umbral del adiós, el muerto ha querido recoger todo su tiempo vivido, pero ya la dura piedra lo evidencia: ese tiempo está perdido para siempre, es tiempo vaciado, tiempo de la privación. La experiencia que la losa sepulcral expone no es otra que la de la más absoluta lejanía.

Cuando el que escribe –el que ha escrito– ya está muerto y habla desde la tumba, ese suplemento de libertad y subjetividad se vuelve un gesto un tanto dramático, por tratar de alcanzar un imposible vivir aun en la muerte misma: llegar a ser un muerto inmortal, verdaderamente un muerto-vivo. Pues quien desde ahí habla se pronuncia como un difunto que, sin embargo, aparenta no estarlo: alguien que ha superado el morir, y es por eso que (nos) habla. Tentativa desesperada de mantener viva una presencia en el corazón de la lejanía. Pero solo puede expresarse en tanto que muerto, y porque ha muerto él mismo. Ahora es ya solo una pura voz, y una voz muda. Un sujeto que desaparece en la epifanía del lenguaje, aunque, a la vez, pretende su afirmación máxima justamente al haberse entregado a la tarea de escribir su propio texto fúnebre. 

Envuelto en esa dialéctica necesariamente irresuelta, el epitafio ha de oscilar entre el más crudo nihilismo y la convicción de una existencia inmortal que solo el lenguaje podrá llegar a certificar (2):

“No era y llegué a ser. No soy y no me importa. Adiós, caminantes” (Cirene, S. II-III d. C.). 

“Inmortal y no mortal (es la mujer que aquí reposa). – Me admiro de ello. ¿Quién es? Isidora. – ¿Cuál es su ciudad? – La gran Tebas – ¿Quién es su esposo? – Teodoro – Oh, estela, aunque eres pequeña estás hablando del mejor de los hombres, de las mujeres y de las ciudades: esta es la carga que soportas” (Egipto, S. II-III d. C.).

“No era, llegué a ser. Era, ya no soy. Así de simple. Y si alguien dice otra cosa, miente: ya no volveré a ser. Salud, y sé justo” (Roma, S. II-III d. C.).

“Aquí reposa Parténide, inmarcesible e inmortal” (Roma, S. II-III d. C.).

2. Hemos encontrado los epitafios de la Antigua Grecia en Epigramas funerarios griegos (Madrid: Gredos, 1992), excelente libro de Mª Luisa del Barrio Vega. Todos los epitafios de la Antigüedad que aparecen en el ensayo proceden de esta publicación.

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Roma. “Cuando el tiempo es malo –declara Chateaubriand–, me retiro a San Pedro o bien me pierdo por los museos de este Vaticano que tiene once mil habitaciones y dieciocho mil ventanas. ¡Qué soledades de obra maestra! Se llega a ellas por una galería en cuyas paredes están incrustados epitafios y viejas inscripciones: la muerte parece haber nacido en Roma”.

Pero Roma prohibía enterrar a los muertos dentro de las murallas. De modo que las familias patricias consideraron los márgenes de las vías consulares los lugares aptos, y a la vista de todos, para levantar su panteón o mausoleo particular. De esta forma, todo viajero que llegase a la urbe podría, al contemplar el brío insuperable de la escritura funeraria, escuchar con los ojos a muertos.

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Ese lenguaje que habría de corroborar una identidad inmortal, sibilino, es siempre de los otros. Por lo mismo que son siempre los otros los que ponen encima de la piedra sepulcral el nombre que identifica y las fechas extremas que delimitan la biografía de cada uno. Si la vida es –de seguir a Heidegger– “poder ser”, su realización no alcanza a certificarse más que en su acabamiento, lo que únicamente se daría con la muerte. Tan solo, pues, en el epitafio, pero cuando ya es demasiado tarde, es uno por fin idéntico a sí mismo, si bien ya no consigo mismo. Son, por tanto, los otros quienes necesariamente habrán de culminar nuestro destino incumplido.

Hacía falta el distanciamiento escéptico de un David Hume para evidenciar esto, precisamente en su propio epitafio:

David Hume 1711-1776. Dejo a la posteridad que añada el resto.

*

En efecto, siempre es ya demasiado tarde en el epitafio. Por eso, a menudo, el muerto, ansioso, interpela al caminante; al lector extraño y acaso apresurado o inesperado que habrá de dar cumplida cuenta de la vida que allí se le ofrece, en la concisión extrema del lenguaje sepulcral que trata de saltar por encima del frío testimonio de una distancia:

“Hombre por infinitos afanes agobiado, no pases de largo ante mi cuerpo, ya cadáver. Si deseas saber todo claramente, detén tu paso y escucha: de mis palabras aprende la experiencia”.  

Son numerosos los ejemplos de tales súplicas: 

“No pases de largo ante mi epitafio, caminante: detén tu paso y escucha, y continúa tu camino tras oírlo”.  / “Aquí yazco, caminante, yo que en vida tuve innumerables amigos”. / “Detente, extranjero…”/ “Detén tu paso, caminante…”/ “No aflijas mi espíritu, ni pases de largo ante mí, ven ante mi tumba y dedícame un recuerdo”. / “Escucha mi voz amistosa: salud, caminante”. / “Ahora que lo sabes gracias a esta perenne estela, sigue tu camino, extranjero. / Adiós y que te vaya bien, tú que lees esto”. / “Salud, caminante. No te burles de mi suerte, extranjero. Ya ves cuál es (el destino) que me ha tocado: en esta tumba yazco”. 

Súplicas, invocaciones y llamadas que tratan de desafiar al tiempo de la separación: representación o anhelo de un encuentro ya imposible entre los cuerpos de los vivos y los muertos, de la proximidad perpetua que habría de anular el tiempo de la lejanía, al anular ese su espacio.

En la tumba de María Zambrano y de su hermana, en el pequeño cementerio de Vélez-Málaga, está escrito este versículo del Cantar de los Cantares: Surge amica mea et veni.

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