Botonera

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24.11.24

VII. "DESPEDIRSE. FORMAS DE DECIR ADIÓS", Revista Shangrila 46-47, Jesús Rodrigo y Mariel Manrique (coords.), Valencia: Shangrila, 2024



ÚLTIMAS ESCENAS
FORMAS DE DECIR ADIOS
Faustino Sánchez


El caballo de Turín (Béla Tarr, 2011)



Ignorar, desconocer. La incertidumbre de la muerte es una de nuestras mayores salvaguardas –nos permite vivir sin cuenta atrás, sin la angustia de ver la arena cayendo en el reloj–, pero también impide, muchas veces, planificar con previsión la gran despedida y nos sume en lo imprevisible, lo incontrolable. Sin embargo, una vida está repleta de pequeñas despedidas, cada una de diferente tipo y alcance: la de la infancia o la adolescencia, la de un hogar o una amistad, la de una ciudad, un fetiche, una ilusión. Una de las despedidas más importantes, ya sea feliz o dolorosa, suele ser la que vivimos al dejar de trabajar, al abandonar la ocupación que más tiempo y probablemente esfuerzo nos ha robado en nuestro periplo. Es quizás el gran cambio vital. Y la ventaja de esta despedida es que muchas veces sabemos cuándo ocurrirá: a los 60, a los 65, a los 67… Las leyes cambian y la previsión no es exacta desde el primer día, pero hay un horizonte, una certidumbre, una imagen borrosa de destino. Se trata de una despedida esperada si no es interrumpida por un gran suceso, una gran sorpresa: puede atropellarnos un coche y mandarnos a la tumba o condenarnos a una mísera pensión de invalidez, pero también puede tocarnos la lotería o sorprendernos la herencia de un ancestro millonario sin descendencia. Nunca estamos ajenos al final abrupto y así siempre pueden sobrevenir las despedidas, pero es su baja probabilidad lo que nos permite vivir sin contar con ello, como si no existiera, como si no hubiera posibles desvíos ni callejones sin salida: al final, en lo cotidiano, se impone la fuerza probabilística de lo ordinario.

Pero hay personas cuyas propias vidas son un puro desvío de lo ordinario, del trabajo industrial o de servicios, y lo excepcional es su forma de existir, ya que viven enhebrando su fuerza productiva (su aporte a la sociedad) con la pulsión creadora. En muchos de esos casos excepcionales no es el trabajo un peaje de subsistencia, es la propia forma de vivir, y de esta manera la despedida de ese ciclo laboral no viene tan prefijado, queda más bien en manos de la fuerza de esa pulsión, aunque en ocasiones pueda acarrear también una forma de supervivencia, ya sea material o espiritual. Los creadores, las personas que se dedican al arte, y dentro de ellas los cineastas, son una buena muestra de la naturaleza de este selecto grupo. Por eso resulta interesante preguntarse de qué manera se despiden los cineastas de su propia vida creadora, o incluso si tiene sentido esa idea de despedida, ya que muchas veces su incertidumbre corre pareja a la de la muerte o a la de la imposibilidad física sobrevenida. 

No son pocos los cineastas que ruedan hasta el último día o mientras las fuerzas y condiciones físicas lo permiten, especialmente en el ecosistema del cine de autor. Se trata de cineastas con una reputación, una carrera consolidada, a quienes el prestigio y el capital reputacional permiten una financiación indefinida de películas. Esto suele ser más complicado en ámbitos intensamente capitalizados, en los que la productividad se cuantifica de forma más directa, como un balance de gastos y potenciales riesgos y pérdidas. Es el caso de lo que ocurrió en Hollywood a partir de los años ‘70, cuando los productores clásicos, magnates pero, a su modo, cinéfilos, dejaron su lugar a las empresas de Wall Street, para las que el cine no era más que una herramienta extractora de riqueza social para engordar sus cuentas. Esto provocó que muchos grandes cineastas, después de toda una vida asegurando ganancias a las productoras, no pudieran dirigir películas en sus últimos años ante la imposibilidad de que las compañías de seguros quisieran asumir el riesgo de una película dirigida por una persona de edad avanzada o con posibles problemas de salud, por lo que acababan pidiendo cifras astronómicas. Paradigmáticos en este sentido fueron casos como el de Billy Wilder o el de David Lean, quien invirtió sus últimos años de vida en intentar sacar adelante el rodaje de Nostromo, adaptando la novela de Joseph Conrad.

Seguramente, David Lean sabía que Nostromo iba a ser su despedida, pero no podemos asegurar hasta qué punto pensó que esa posibilidad existía ya con su anterior obra, Pasaje a la India (A Passage to India, 1984), cuyo proyecto también fue muy difícil de materializar tras el fracaso de su anterior película, La hija de Ryan (Ryan’s Daughter, 1970), catorce años atrás. 

También existen casos excepcionales de abandono voluntario del cine por haber completado un proyecto artístico, como le ocurrió a Béla Tarr tras filmar El caballo de Turín (A Torinói ló, 2011), aunque en ocasiones este propósito se cumple parcialmente, como le ocurrió a Ingmar Bergman, quien afirmó no dirigir más películas cinematográficas tras Fanny y Alexander (Fanny och Alexander, 1982) pero acabó con una larga carrera post-cinematográfica con numerosas películas para televisión, incluida Saraband (2003), que redondeaba viejas aristas de su filmografía al plantear una secuela de su legendaria Secretos de un matrimonio (Scener ur ett äktenskap, 1974). Otros casos llamativos están sumidos en la duda sobre los motivos del abandono, como el de David Lynch, quien tras Inland Empire (2006) solo ha dirigido pequeñas piezas y una nueva temporada de su serie Twin Peaks (1992), y de quien siempre se anhela con expectación una vuelta a la gran pantalla. También está el caso de Quentin Tarantino, que anunció su despedida muchos años atrás, cuando afirmó que rodaría solo diez películas. El tiempo dirá si la película que hoy en día le falta por rodar será realmente la última. Y otro caso paradigmático de despedida prefijada del cine es el de Steven Soderbergh, quien en numerosas ocasiones se ha declarado harto del cine y de su industria, afirmando que iba a dejarlo o que rodaría una última película. Desde que hizo por primera vez aquella afirmación, Soderbergh ha dirigido decenas de películas de cine y miniseries de televisión, entre otros proyectos audiovisuales. ¿Quizá en su caso el espíritu creativo necesita la ilusión de creerse inmerso en la excepcionalidad de un último trabajo, la tensión, la energía, la chispa de un lugar en el que volcar las últimas voluntades, las últimas pulsiones creativas? Eliminar la coartada de lo que se hará “a continuación” del proyecto actual como acicate creativo para tener la libertad de lanzarse al vacío a tumba abierta, olvidar posibles hipotecas y peajes porque ya no importará fracasar, no habrá nuevas financiaciones que procurar ni credibilidad industrial que mantener. Aunque tenemos una opción más, la de aquellos que, en la tradición existencial que inauguró Melville con Bartleby el escribiente (1853), abandonan sin razón, dejan de hacer algo porque simplemente preferirían no hacerlo.

En cualquier caso, aunque no haya una despedida del cine clara, prefijada, o consciente, siempre hay un horizonte, una zozobra de ver el tiempo y las películas pasar, una ligera certidumbre de que la próxima película puede ser la última o que el final se acerca. Así que la gran pregunta, desde la imposibilidad de saber la certidumbre que cada cineasta tenía de su canto del cisne, imprevisto o anunciado, es saber cómo afectó esa zozobra del fuego en extinción a las últimas películas de los grandes cineastas, qué ocurrió con el pulso, con la mirada: ¿se sosegó con la sabiduría de los años, se intranquilizó al pensar que esas películas podrían ser las últimas oportunidades, se oscureció como una elegía siniestra, se embelleció con placidez retrospectiva?

Seguramente, podríamos definir una manera distinta de afrontar ese final –o ese paso del tiempo, no deja de ser lo mismo– en cada cineasta sobre el planeta, pero en un ejercicio de categorización, de buscar patrones para encontrar algo de verdad en la naturaleza artística, he querido resaltar cuatro estados de ánimo, cuatro formas de decir adiós, de afrontar los últimos momentos o las cuentas pendientes de los grandes cineastas. Cuatro visiones o tendencias a las que cabe adscribir, en diferente grado y de distinta forma, a un buen número de cineastas que pueden servir de ejemplo. 



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