PRESENTACIÓN
La película más distópica estrenada en los últimos años, y una de las más inquietantes, es Misión imposible: Sentencia mortal – Parte 1 (Christopher McQuarrie, 2023). En el film, los agentes liderados por Ethan Hunt deben enfrentarse a la “entidad”, una especie de algoritmo autónomo capaz de cosas increíbles, como simular ataques inexistentes a submarinos, deshacerse de enemigos de toda condición o eludir, como si fuera una versión posmoderna de Hal 9000, a sus perseguidores humanos con cierta facilidad. A diferencia de lo que ocurría en el clásico de Kubrick, donde el objetivo era la desconexión de Hal, en Misión imposible todo el mundo quiere controlar esa entidad proteica y autónoma, sabedores unos y otros que su posesión y domesticación es una llave para dominar el mundo, o para destruirlo. Los terroristas a los que persigue el superagente Ethan Hunt piensan en el gesto nihilista final, la gran destrucción del mundo como la obra definitiva. Pretenden la consecución de la distopía, o ponerle fin con la destrucción de la humanidad, según se crea o no que ya vivimos en el peor de los mundos posibles.
La otra cinta que habla de la distopía sin ser una película de ciencia ficción ni aparentemente tener gran cosa que ver con ella, es la exitosa Oppenheimer (Christopher Nolan, 2023). No es en sí la historia del invento nuclear lo que aquí interesa, algo muy explorado por todo tipo de distopías a partir de los años cincuenta. Lo interesante de Oppenheimer es la imagen sobre el fin del mundo que tiene en su mente el científico creador de la bomba atómica. Aunque sea una probabilidad remota, estadísticamente inapreciable, la imagen obsesiona a Robert Oppenheimer. Lo cierto es que el fin del mundo, del nuestro, nunca llega, pero para los habitantes de Hiroshima y Nagasaki sí lo hizo. Para ellos la distopía cayó del cielo, proporcionada por un avión de grandes dimensiones, una bomba tan letal como inteligentemente diseñada (de hecho, dos bombas con mecanismos de acción diferentes) y el beneplácito de quienes justificaron unas muertes por el ahorro de otras.
Estas dos historias plantean algunas conexiones interesantes. Se trata de dos relatos sobre el poder y el orden, la amenaza de la anarquía y el caos, la destrucción total y el fin del mundo. Todo es un problema de enfoque. Para los terroristas de Misión imposible conseguir el control de la “entidad” supondrá el fin del mundo, lo que supuestamente desean (hay que ver la segunda parte). Para Ethan es justo lo contrario, puesto que el orden solo podrá garantizarse mediante el control, o quizás la destrucción, de ese poderoso algoritmo informático. Para quienes financiaron al equipo de Oppenheimer el fin del mundo habría llegado si los alemanes hubiesen conseguido la bomba atómica antes que ellos. Para los japoneses el fin del mundo llegó en agosto de 1945, sin más. Se trata de enfoques de suma cero. Fantasías de destrucción total en las que se gana o se pierde todo, sin puntos medios ni soluciones de compromiso.
Este tipo de historias resulta atractivo para los espectadores. Hay riesgos, villanos de película, héroes con gran arrojo, antihéroes bien parecidos, objetivos muy altos y peligros que suenan muy auténticos, en particular al hablar del fin del mundo, del nuestro, se entiende. Pero también hay una serie de discursos, explícitos e implícitos, conscientes algunos y otros, en cambio, resultado, sin más, de la propia interacción de los elementos ficcionales, relacionados con la ciencia, la tecnología y la política que dan a este fenómeno tan omnipresente una fuerza cultural bastante inusitada. Tan amplia es la fuerza gravitacional del planeta distopía que acaba atrayendo a productos como los que abrían esta reflexión. No creo que las críticas de las películas de McQuarrie y Nolan las califiquen como distopías, porque no lo son. Pero sí contienen reflexiones sobre algo que podríamos llamar el impulso distópico, que puede manifestarse en unas ganas terribles por acabar con el mundo o bien por evitar semejante desastre (si hay que evitar el fin del mundo es que el riesgo existe).
La distopía se ha convertido en una forma cultural dominante en nuestro tiempo. Y lleva décadas siéndolo. Desde que en los años sesenta el número de distopías cinematográficas iniciara su crecimiento, han sido muchísimos los ejemplos, tendencias y modalidades de lo distópico en cine, televisión y literatura. Habrá que preguntarse por las causas, por supuesto, y por la evolución de este fenómeno ya longevo. También por las propuestas políticas que habitan tras estos productos, a veces polémicos, otras veces repetitivos y algo más inanes, pero casi siempre interesantes como objeto de estudio.
Antes de enunciar una serie de cuestiones preliminares, sí me gustaría hacer mías unas afortunadas palabras de Francisco Martorell Campos. En su ensayo Contra la distopía, este autor confiesa su devoción por el género, que ha consumido a lo largo de los años, para manifestar también un cierto hartazgo por la repetición de propuestas y, en parte, por la falta de horizonte político que se desprende de muchos de estos productos (ya volveremos sobre eso). Debo confesar que, al igual que Martorell Campos, llevo muchos años dándole vueltas a esta cuestión de las distopías. Con el paso de los años he creído pertinente elaborar la interpretación que el lector tiene entre manos, cimentando mi recorrido en las siguientes intuiciones que, con las páginas, pretenden convertirse en argumentaciones: a) las distopías son propuestas políticas orientadas hacia el futuro elaboradas a partir de las visiones desviadas sobre nuestro presente inmediato (por tanto, algo más que meros diagnósticos); b) las distopías plantean discursos sobre ciencia y tecnología que deben analizarse desde una perspectiva que comprenda y examine las implicaciones éticas y políticas de dichos discursos; c) la distopía ha constituido una respuesta desde el terreno de la ficción a la propia evolución del sistema capitalista, cuyas dinámicas han ido pautando y moldeando los mundos futuros que el género imaginaba; d) el género distópico es tan extenso e inabarcable que siempre encontraremos una excepción a cualquier intento de generalización que hagamos, lo que no debería invalidar nuestra definición de una tendencia o una línea de fuerza dentro de ese género tan dúctil y adaptable a diferentes escenarios históricos y políticos.
Nuestro ensayo toma como punto de referencia para el análisis de la distopía las manifestaciones cinematográficas. Esto puede parecer, y es, una decisión operativa. Tratarlo todo es imposible y puede que tampoco sea deseable, aunque ese es otro debate. Pero la elección tiene un motivo: el cine y la distopía tienen casi la misma edad. El capitalismo moderno es más antiguo que el cine, peo se acelera mucho a lo largo del siglo XIX y muy especialmente a finales del mismo, justo cuando el invento de la imagen en movimiento inicia su andadura. El lector puede imaginar tres largas líneas (distopía, cine y capitalismo) que arrancan, para los propósitos de este ensayo, en 1895 y que se van entrecruzando e influyéndose mutuamente. Pero hay otro motivo para centrarnos tanto en las representaciones cinematográficas. Es precisamente el cine el que ha suministrado las imágenes más impactantes sobre esos futuros distópicos pensados por la literatura. Los lectores ponen sus propias imágenes a lo leído. El cine suministra la misma imagen para todo el colectivo de espectadores, millones de personas en ocasiones, que pueden igualmente hacer sus propias interpretaciones sobre lo que han visto, pero partiendo de un conjunto de imágenes ya fijadas.
Por supuesto que nos referiremos y estudiaremos distopías literarias, como también citaremos algunas series de televisión, cuestión que nos permitirá reconstruir mejor determinados contextos culturales. El objetivo principal será analizar qué debates activa el fenómeno distópico y cómo lo hace a través de una cronología y una evolución que puede entenderse mejor, creemos, tomando el cine como eje central. De ahí que insistamos a lo largo de las páginas en la expresión “pensamiento distópico”, que es una manera de designar un impulso que atraviesa la ciencia ficción a través de las décadas.
El pensamiento abstracto es, en ocasiones, un proceso de deambulación, de visitas repetidas, entradas y salidas en las mismas habitaciones en días distintos. Así está pensado este texto que, no obstante, pretende huir por completo de oscurantismos teóricos y filosóficos, y que buscará de manera recurrente un apoyo textual a las afirmaciones que contiene.
La primera vez que escribí un texto largo sobre las distopías era más joven, más imprudente, intelectualmente hablando, pero no necesariamente más entusiasta ni más curioso que ahora. Mi gusto por este género reside en la posibilidad de entrecruzar lecturas de muchos ámbitos para intentar arrojar algo de luz sobre el fenómeno o, mejor dicho, luces de colores algo diferentes a las provenientes de excelentes estudios y autores que han precedido mi esfuerzo. Afortunadamente puedo aprovechar mejor ahora ese legado que hace quince años. De ahí que este texto tenga un aparato de notas que no he querido en modo alguno aligerar ni resumir, para que así pueda, al menos, seguirse la historia intelectual que ha forjado el libro que el lector tiene entre manos. Que al menos pueda encontrarse en esta reflexión ese mérito, si otro no cupiera entre sus párrafos.