REFLEXIONES INTRODUCTORIAS
La mente filosofante nunca piensa simplemente acerca de un objeto, sino que, mientras piensa acerca de cualquier objeto, siempre piensa también acerca de su propio pensar en torno a ese objeto
R. G. Collingwood (The Idea of History)
Consideremos un mundo en el que causa y efecto sean erráticos. En ocasiones la primera precede al segundo, a veces es el segundo el que antecede a la primera. O quizá las causas se encuentran siempre en el pasado y los efectos en el futuro, pero un futuro y un pasado que se entrelazan
Alan Lightman (Einstein’s Dreams)
Puede parecer una paradoja, pero ver una imagen no es nada fácil. Si se considera que el cuerpo de la imagen es básicamente estético y la estética se circunscribe a lo sensible, la imagen queda automáticamente relegada a un segundo plano. Se puede llegar a pensar que la labor de una imagen, más que dar a ver, sería hacer sentir, provocar afectos, como afirma Deleuze. A la imagen, o bien la ocultan las sensaciones que produce o se oculta tras aquello que se supone que representa. Ocuparía esa estulta posición que denunciaba Confucio al afirmar que, cuando el sabio señala la Luna, el necio mira el dedo. Pero la imagen ha sido siempre ese dedo, metido en el ojo del sabio.
Este libro pretende, en principio, acercarse al cine a través del pensamiento de Félix Guattari, quien colaboró con Deleuze en una serie de estudios trascendentales, pero no elaboró, al contrario que su compañero, ninguna teoría cinematográfica concreta. Sin embargo, hizo algo que no hizo ni pretendió hacer nunca Deleuze: dedicarse al cine. Deleuze tiene una teoría fílmica, mientras que Guattari apunta a una práctica fílmica. Algo parecido sucede con respecto a otros medios, como la pintura, el teatro o la novela: Deleuze se interesó teórica o filosóficamente por ellos, a veces junto con Guattari, pero nunca se planteó cruzar la frontera que separa la teoría de la práctica y dedicarse al teatro, a pintar o a escribir una novela. En cambio, Guattari sí lo hizo. No solo estuvo siempre en contacto directo con creadores de estos medios, sino que, en ocasiones, se aventuró a colaborar directamente con ellos y también a producir sus propias obras, como ocurrió en los casos específicos del teatro, la literatura y el cine, con alguna incursión muy esporádica en la poesía. Si bien en estos campos nunca llegó a producir una obra consistente que permita situarlo de forma destacada en tales contextos, lo cierto es que, como indica Flore Garcin-Marrou, Guattari «se forjó a lo largo de muchos años un estilo poético y surrealista, dando vida a una prosa conectada con su propia corriente de conciencia, en la tradición de los poetas de la Generación Beat» (2012b: 137). En el ámbito de la producción artística, hizo lo que había hecho siempre en todas partes, moverse por la periferia. Tampoco su incursión en el cine fue muy notable, puesto que se limitó al esbozo de una serie de proyectos que nunca llegaron a realizarse, para finalmente completar un guion que no alcanzó a ser producido por mucho que el autor lo intentara en varias ocasiones, incluida una tentativa en Hollywood. Sin embargo, estos tanteos, que el filósofo emprendió con gran entusiasmo, adquieren relevancia cuando se los contempla a la luz de su particular pensamiento, cuya originalidad es indudable. Y sirven además para completar el perfil de su personalidad única.
Considero que, a partir de estos planteamientos, es posible repensar el cine y la imagen de manera que se ponga de manifiesto la existencia de una nueva imagen del pensamiento, hasta ahora solo esbozada en el entorno de las nuevas tecnologías de la imaginación y más actual que la que propuso Deleuze al estudiar en su momento el fenómeno fílmico. Concretamente, pensar el cine a través de Guattari implica la posibilidad de sobrepasar el campo de la filosofía en sí para contemplar las relaciones que, en la actualidad, establece el pensamiento con la imagen, la tecnología y la subjetividad, transitados todos ellos por la función crucial del movimiento. Es decir, todos aquellos elementos que Deleuze evitó pensar directamente, a pesar de que son determinantes para comprender las relaciones de la estética contemporánea con el pensamiento o, de forma más decisiva aún, del pensamiento con la imagen.
Si se trata de relacionar a Guattari con el cine, la referencia a las ideas de Deleuze es inevitable, no solo por la colaboración que ambos mantuvieron, sino porque Deleuze constituye ineludiblemente la puerta de entrada a los estudios fílmicos contemporáneos, si es que se quiere hacer justicia a su complejidad. Por estudios fílmicos debemos entender no solo los relativos al cine, sino también los relacionados con todos aquellos medios que se han derivado, a lo largo del siglo XX, del paradigma cinematográfico, incluyendo un interés por la forma en que este paradigma ha influido en otros ámbitos, sobre todo el artístico. Estos estudios fílmicos, que por su carácter expandido requerirían un apelativo distinto, giran por lo tanto en torno al eje que configuran las relaciones entre imagen, tecnología y pensamiento. Pero, antes que nada, es necesario comprender cuál es el origen de ese peculiar pensamiento cuando se refiere al cine. Si hacemos caso a Deleuze, parece como si en el cine desembocase gran parte de la filosofía occidental, como si él fuera el encargado de recoger, plasmar y corroborar las concepciones más relevantes de esta tradición. Sin embargo, si esto fuera así, habría que tener en cuenta que la tradición filosófica se encuentra en el terreno cinematográfico con una corriente que viene del lado opuesto y que está formada por la combinación de la tecnología con la tradición estética, una estética concretada ya en la noción de imagen. En estas circunstancias, resulta complicado seguir pensando solo “filosóficamente”.
La concepción que Deleuze tiene de las imágenes proviene de Bergson, para quien «las sensaciones (…) no son imágenes percibidas por nosotros fuera de nuestro cuerpo, sino más bien afecciones localizadas en nuestro mismo cuerpo» (2006: 66). Está claro que no hablamos del mismo tipo de imagen, lo que explica por qué Deleuze no ve la misma imagen que yo veo, ni siquiera la descubre en el cine cuando se dedica a estudiarlo profusamente. Solo ante la pintura de Bacon se detiene para contemplar la imagen visual, pero de inmediato la convierte en un cúmulo de afectos y perceptos que a partir de las formas pictóricas impactarían directamente en el cuerpo sensible de quien las percibe sin pasar por el cerebro, de manera parecida a cómo lo hace la música. Deleuze no explica qué sucede en el cuerpo del que las produce. O en su mente. Tampoco es muy proclive a averiguar qué sucede en el cuerpo mismo de la imagen, más allá de esa transitoriedad de las formas.
No deja de ser cierto, sin embargo, que ante una imagen sentimos una fuerza afectiva que nos conmueve. Esta fuerza tiende a superponerse a la visión, de modo que captamos su origen visual a través de ella, pero, en el acto, lo visible queda anulado por lo sensible y dejamos de ver para limitarnos a sentir. La obra de arte, afirman Deleuze y Guattari, «es un bloque de sensaciones, es decir un compuesto de perceptos y de afectos» (1997: 164). Desde este punto de vista, según el cual, «la obra de arte es un ser de sensación, y nada más: existe en sí», se anulan los procesos creativos y receptivos, de modo que la obra de arte existe como un elemento autónomo, compuesto por perceptos que no son percepciones y de afectos que no son sentimientos ni emociones, en el sentido estricto de todo ello. La obra de arte existiría así al margen del sujeto e incluso al margen de ella misma, de su materialidad. Sin embargo, no podemos olvidar que cada obra es en realidad un proyecto concreto que se distingue de otros proyectos artísticos y que ha desplegado unas estrategias estéticas o intelectuales determinadas, es decir, lo contrario de una abstracción. En última instancia, lo que se desconoce es que la obra de arte es también una imagen. Una imagen visual concreta que puede mantener relaciones con imágenes mentales o sonoras pero que es distinta de estas, como distinta es de las sensaciones que produce o de aquello que se supone que representa.
La imagen ha sido creada para provocar, efectivamente, percepciones y sensaciones, pero estas se mezclan con ideas, explícita o implícitamente. Considerar que, como obra de arte, es un bloque encerrado en sí mismo puede ser útil para someterla a una mirada científica, ajena a cualquier aleatoriedad. Se olvidan las estrategias concretas que recorren cada acto creativo y todo se reduce —o se eleva— a un plano ontológico al que sin duda el arte pertenece, pero en el que no se agota. De este modo el arte puede circunscribirse al producto de uno de los tres planos que, según Deleuze y Guattari, cortan sistemáticamente el caos: «plano de inmanencia de la filosofía, plano de composición del arte, plano de referencia o de coordinación de la ciencia» (ibid.: 218). Podemos admitir sin problemas que el arte es, efectivamente, una fuerza de la realidad, un modo de pensarla y de actuar en ella, siempre que esto no nos haga olvidar que, a partir de esta abstracción, se producen acciones concretas capaces de asimilar otras funciones, incluidas las de la filosofía o la ciencia. Es cierto que la reflexión de Deleuze y Guattari se produce en el marco de una pregunta específica, la referida a qué es la filosofía y, por consiguiente, la respuesta es necesariamente filosófica. Pero el alcance de esta respuesta excede lo filosófico, puesto que responde a un determinado estilo de pensamiento, como puede comprobarse en las reflexiones que Deleuze dedica al cine. La clave, en última instancia, se encuentra en el concepto de automatismo como antídoto de la función del sujeto, un aspecto que creo que concierne más al pensamiento de Deleuze que al de Guattari, a pesar de que lo compartan en determinadas circunstancias. Según la teoría de los tres planos ontológicos, el pensamiento sería el producto automático de cualquiera de ellos: solo se podría pensar a partir de ellos o acerca de ellos, es decir, haciendo que el pensamiento regrese sobre sí mismo. Pero todo esto, a pesar de su relevancia, no es más que el último esfuerzo para evitar la incómoda presencia del sujeto.
La obra de arte entendida como imagen desbarata el apolíneo andamiaje de este planteamiento. La imagen va más allá del arte, pero al mismo tiempo posee del arte la capacidad de reinventarse constantemente, incluso cuando aparece estandarizada. Como el pensamiento, puede estar sujeta a reglas, pero es altamente capaz de superar estas reglas. El arte, la imagen y el pensamiento forman un conjunto de elementos que son inicialmente diversos, pero que a la vez están interconectados por energías comunes que circulan entre ellos gracias a esa interrelación. Los vincula también el hecho de que, aislados o conjuntamente, los elementos que conforman ese entramado virtual se sitúan al margen tanto de la filosofía como de la ciencia, entendidas estas como formas esencialmente dogmáticas del pensamiento. El arte, la imagen y el pensamiento muestran, cada cual a su manera, o de sus respectivas maneras yuxtapuestas en el fenómeno concreto de la imagen, cómo actúa el pensador privado opuesto al pensador público: «el profesor (pensador público) remite sin cesar a unos conceptos aprendidos (el hombre-animal racional), mientras que el pensador privado forma un concepto con unas fuerzas innatas que todo el mundo posee por derecho por su cuenta (yo pienso)» (Deleuze y Guattari, 1997: 63). Lo que es importante destacar aquí es la relación que el arte y la imagen mantienen con el pensamiento. Para ello lo mejor es considerar al arte como imagen, lo que conlleva que las imágenes pueden ser entendidas también como arte. Con ello se llega a la misma conclusión que plantean Deleuze y Guattari, a saber, que el pensamiento es creación, que «la primera característica de la imagen moderna del pensamiento tal vez sea la de renunciar completamente a esta relación (con la verdad), para considerar que la verdad es únicamente lo que crea el pensamiento» (ibid.: 57). En este punto, cabe preguntarse cómo solventar la aparente contradicción que existe en el pensamiento de Deleuze y Guattari, puesto que, por un lado, propugnan la validez de un pensamiento libre y creativo —un pensar en movimiento y del movimiento—, mientras que, por el otro, parecen empeñados en regular la forma en que este tipo de pensamiento es posible.
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