I. INTRODUCCIÓN
En 2007, hace ya más de quince años, publiqué en la colección de cine de la editorial Akal una monografía sobre nuestro querido y admirado Agustí Villaronga (17), fallecido recientemente, el 22 de enero de 2023. La invitación de Akal y del director de la colección, Francisco López Martín, a escribir sobre un cineasta en activo de nuestra elección no me planteó en su momento la menor duda. Escogí inmediatamente a Villaronga por tres razones: por tener un mundo propio, por ser un director español y por no parecerlo. En aquel entonces él era joven y más conocido en Europa que en España, pero ya tenía una obra prodigiosa. Me alegra poder decir que he sido amiga suya, a través de otro cineasta, el también mallorquín Antoni Aloy. Escribí aquel libro utilizando materiales raros y difíciles de encontrar y, sobre todo, el insustituible conocimiento y trato personal con Agustí, y estoy orgullosa de aquella obra. No la considero superada ni desplazada por la que tienes en las manos, querido lector o lectora, y, obviamente, ha servido de base para el presente texto.
17. PEDRAZA, Pilar, Agustí Villaronga, Madrid: Akal, 2007.
Ahora, después de tantos años, me dispongo a llenar el vacío entre la fecha mencionada, 2007, y lo que Agustí produjo a partir de ella, que ha sido mucho, excelente y lo ha dado a conocer a un público más amplio. Pero para mí no se trata únicamente de completar su obra desde Pan negro (Pa negre, Agustí Villaronga, 2010) hasta su última película, Loli Tormenta (Agustí Villaronga, 2023), sino de repensarlo todo a la luz de su trayectoria completa, que su fallecimiento prematuro ha dejado cerrada, y de lo que yo misma he aprendido desde entonces sobre cine y literatura a fuerza de ver y leer.
Desde la concesión a Pa negre de nueve premios Goya, entre ellos al mejor director y a la mejor película española en 2010, el público general comenzó a reconocer a un talento cinematográfico que había sido injustamente preterido durante demasiado tiempo en nuestro cine, quizá como consecuencia de la novedad y radicalidad de sus propuestas y también por la mediocridad de nuestra crítica. Desde su sorprendente ópera prima, Tras el cristal (Agustí Villaronga, 1986), hasta la profunda El vientre del mar (El ventre del mar, Agustí Villaronga, 2021) y la encantadora comedia Loli Tormenta, estrenada en cines de manera póstuma en marzo de este año, Agustí Villaronga ha derrochado talento en su obra, que constituye una de las más valientes y hermosas del cine contemporáneo europeo y que está dotada, además, de una gran maestría técnica, de un exhaustivo conocimiento cinematográfico y de un obsesivo perfeccionismo.
Villaronga es un autor. Su vanguardismo no se ha desgastado con el tiempo ni se ha debilitado por la melancolía crepuscular de la llamada posmodernidad. El director ha sido capaz de realizar un cine comercial de calidad sin renunciar a su estilo. Ni los premios recibidos ni el reconocimiento de la crítica nacional y extranjera ni la buena consideración de su obra por parte del público han conseguido ablandar o dulcificar el inquietante talento que le ha permitido caminar por los bordes de los precipicios como su lugar natural. Ni siquiera cuando ha trabajado en producciones costosas, con medios suficientes y un público amplio y expectante, ha renunciado a plantear la historia a su manera. Su cine siempre ha sido trasgresor. No ha necesitado penurias y escasez de medios para crear sus complejos universos, en los que el bien y el mal vienen a ser inseparables.
El retorno del mal: aquí reside lo siniestro en la obra de Villaronga. Con el cine transgresor siempre se corre el riesgo de intentar domesticarlo por la vía de una aproximación ideológica. En este libro prescindiremos de ese recurso. No vamos a domesticar a sus niños de la guerra considerándolos producto de la época y de la historia, ni tampoco a los jóvenes cubanos de la calle en la crisis de los balseros. Están desde el principio en la parte del mal y a veces de la muerte. Hablando de la defensa que Jean-Paul Sartre hizo de Jean Genet, decía Georges Bataille que “al final, la literatura tenía que declararse culpable”. (18) No disculpamos a los creadores proporcionándoles coartadas tranquilizadoras “a posteriori”. El arte posee el derecho fundamental de representar el mundo y su reverso, la piel dura que está en contacto con el exterior, y la piel blanda y sangrienta que limita con el interior del cuerpo, tal como lo siente el creador. Las principales películas de Villaronga son crueles y por ellas circula el mal, que se transmite a sus personajes sin menoscabo de su inocencia, por profunda que sea su pérdida en los infiernos y los abismos del texto en que habitan, sea un retiro para enfermos terminales o el vientre del mar que se alimenta de cadáveres. Sin embargo, Agustí ha sabido crear también puntos de vista infantiles y mágicos, desbordantes de amor y de gracia, como en su película testamentaria Loli Tormenta, donde la muerte nos guiña el ojo divertida (Fig 4).
18. BATAILLE, Georges, La literatura y el mal, Madrid: Taurus, 1977, p.29.
La crítica alemana es la que más ha destacado la homosexualidad presente en su cine, quizá porque en su cultura cinematográfica cuenta con la fuerte presencia de Rainer Werner Fassbinder. En ocasiones, la crítica española ha pasado por alto este extremo o ha mirado hacia otro lado, lo que ha dado lugar a análisis y explicaciones ininteligibles de películas como Tras el cristal, El mar o Incierta gloria (Incerta glòria, 2017). Dentro del panorama del cine español, la obra de Villaronga —como la de David Lynch en el caso norteamericano— es extraña, casi extranjera. Ni lo que cuenta, ni lo que dice, ni cómo lo dice tienen mucho que ver con lo usual en sus colegas, salvo con algún otro rompedor como el Iván Zulueta de Arrebato (1980) o de “Ritesti” (1993). (19) Algo tiene que ver también con el cine catalán de vanguardia y de la Escuela de Barcelona.
19. Décimotercer y último episodio de la la serie televisiva Crónicas del mal (prod. Mabuse, 1992-1993), estrenado el 22 de enero de 1993.
Ajeno totalmente al sainete, al humor coral, a la comedia sentimental, al terror popular o al cine de guardarropía, su soledad en el panorama nacional es de por sí una peculiaridad. “Cine de culto” suele denominarse a este fenómeno, cuando ofrece un especial atractivo a unos espectadores peculiares, amantes de lo raro. Nosotros no lo vemos así. No nos interesa por sí misma la singularidad y somos enemigos de la cinefilia. Para nosotros, Villaronga es un cineasta europeo de fuerte personalidad, un potente creador de imágenes audiovisuales, pero nunca un fetiche para cinéfilos. A través de estas páginas, como hicimos en su momento en el libro de 2007, trataremos de acercarnos a su universo y de transitar por los parajes privilegiados de sus obras, por si con ello contribuimos a su mejor conocimiento y disfrute y, por qué no, a honrar su memoria.
Villaronga no vivía encerrado en la torre de marfil de su cine. Tuvo una infancia de niño solitario y retraído, que él calificaba de tranquila y feliz para alejar la tentación de que se considerara a su arte fruto de una catástrofe temprana —lo único notable es que fue, y así lo juzgaron también sus compañeros, un niño “raro”—. Su vocación cinematográfica despertó en la adolescencia. Se aficionó desde jovencito al cine de arte y ensayo con total naturalidad, y pronto se entregó a lecturas teóricas de carácter semiótico, tal vez prematuras, que le sobrepasaban, pero le hicieron considerar al cine como arte y medio de expresión más que como un entretenimiento. Como nos ocurrió a todos los españoles nacidos a comienzos de los años cincuenta, en su infancia y su primera juventud vio sobre todo películas de Hollywood filtradas por la censura franquista y “españoladas” —que, por cierto, recordaba con simpatía la última vez que hablé con él—. Sin embargo, ha sido siempre un espectador y un amante apasionado tanto del cine clásico como del contemporáneo, sin el menor rasgo de esnobismo ni de pedantería teórica y abierto a todas las propuestas de calidad.
Recordamos que Villaronga, en conversación personal con la autora, se consideraba admirador de los clásicos modernos como Carl Dreyer, Alfred Hitchcock, Ingmar Bergman, Andréi Tarkovsky, Wong Kar-Wai o Federico Fellini —de quien destacaba lo que calificó con grandísimo tino de “alegría visual”—. Personalmente siempre le gustó lo que llamaba con modestia socarrona el “cine raro”, como el Cinema Novo brasileño, los primeros filmes de Bigas Luna o las obras de Gus van San, David Lynch y David Cronenberg. Más tarde insistió en su admiración por Pasolini. No tenía prejuicios sobre los géneros más o menos “culturalmente incorrectos”, como el fantástico y de terror, del que le gustaba destacar, entre las películas españolas, los dos largometrajes de Narciso Ibáñez Serrador (20) y el cine cruel de Dario Argento. Esta enumeración sencilla y clara da cuenta de la amplitud y la diversidad de gustos de este experto buceador en aguas cenagosas, dotado de un especial talento para mezclarlas con las cristalinas.
20. La residencia (Narciso Ibáñez Serrador, 1969) y ¿Quién puede matar a un niño? (Narciso Ibáñez Serrador, 1976).
Los rodajes de sus películas le llevaron a lugares lejanos, incluso exóticos (Polinesia, México, Sudán, Arabia) y trabajó con frecuencia en el extranjero, lo que hace su obra marcadamente internacional. Quizá por ello los espectadores perciben su cine como “diferente” de la estética o del ambiente de las películas españolas en general. Desde su punto de vista. Como persona y como creador, este cosmopolitismo respondía a su escaso interés hacia lo cotidiano más próximo y hacia lo que parece real sin serlo. Le atraían los mundos lejanos, fruto de su fértil fantasía o de origen literario, como gran lector, lo que viene de dentro y de lejos, tanto lo institucional como lo que no existe y exige ser creado, y también lo lejano real y poderoso: la selva, el desierto, el océano. Nunca tuvo reparos en trabajar con equipos desconocidos y procedimientos que hay que aprender sobre la marcha. Cuando bajó de la avioneta en las selvas de Guatemala para el rodaje de los exteriores de Aro Tolbukhin - En la mente del asesino (Isaac-Pierre Racine, Agustí Villaronga, Lydia Zimmermann, 2002), se encontró con un panorama técnico desolador (Fig. 5). Otro cineasta hubiera tirado la toalla; Agustí se puso a meditar a la manera budista y salió del apuro. Para él, los viajes han sido una manera de conocer el mundo y a sí mismo, de trabar contacto con personas interesadas en los mismos problemas que él, sobre todo si lo estaban de distinto modo.
En la noche del 22 de enero de 2023 Agustí nos dejó a la edad de 69 años, víctima de un cáncer que había sobrellevado sin dejar de trabajar en sus dos últimos largometrajes: El vientre del mar y Loli Tormenta. (21) Era un hombre de aspecto juvenil, alto y apuesto, y un director con autoridad. Todos los que hemos tenido el gusto y el honor de tratarlo en persona sabemos de su inteligencia, su sensibilidad y su generosidad. Un fuerte ramalazo budista le proporcionaba calma y energía, y daba a su carácter una simpatía especial, un respeto universal hacia las personas y las cosas. La meditación yóguica le ayudaba cuando tenía problemas, y cuando no, también. Era, además, muy ocurrente y estaba dotado de un agudo sentido del humor, que te hacía sentir feliz en su presencia.
21. Anunció públicamente la gravedad de su enfermedad en una entrevista en el programa Al Día (10/117202) de IB3 Ràdio, con motivo del estreno de El vientre del mar.
No quiero terminar esta semblanza sin enriquecerla con estas palabras luminosas de nuestro compañero y amigo común Antoni Aloy:
Amb la seva mirada d’ulls negres i brillants, el cineasta ens endinsa en un món on el realisme més cru es conjuga amb la poesia més profunda i ens enfronta cara a cara amb l’horror, la guerra, la malaltia, la misèria, la bogeria, obligant-nos a mirar allò que no volem veure. Ens embruta per després ensenyar-nos que de la foscor neix la llum, i que no hi ha llum més bella que la que resplendeix en l’obscuritat. (22)
22. “Con su mirada de ojos negros y brillantes, el cineasta nos adentra en un mundo donde el realismo más crudo se conjuga con la poesía más profunda y nos enfrenta cara a cara con el horror, la guerra, la enfermedad, la miseria, la locura, obligándonos a mirar lo que no queremos ver. Nos ensucia para después enseñarnos que de la oscuridad nace la luz, y que no hay luz más bella que la que resplandece en la oscuridad.” Fragmento de un texto inédito de Antoni Aloy, quien ha tenido la amabilidad de compartirlo con la autora.