RESONANCIA
[fragmento inicial]
Olvido Marvao
Carl Theodor Dreyer, Ordet, 1955
... uvas y nueces flotan en un charco blanco que se extiende con la mirada a ras de suelo. Un zumbido dentro de los oídos, niebla densa recorre un lugar lleno de gente. Un abrigo rojo. Frío en la mejilla. No puedo moverme. Caras que desconozco. Los párpados pesan, apagan la luz. Multitud de palabras que los oídos no entienden.
No sé dónde estoy, pero hay un movimiento atropellado, bandazos y personas que hablan a la vez.
Consigo abrir los ojos, luces en el techo que se mueven deprisa como cometas, el cielo pasa rápido. Frío. Es un viaje por un corredor estrecho. El cuerpo tiembla. Una mujer corre en paralelo al brazo con esparadrapos, dice: tranquila.
Compraba, creo.
Los oigo hablar, huele a desinfectante. Ya no hay niebla, ni nadie. Han desaparecido. Vuelve el movimiento y ya no hay luz, está muy oscuro.
Súbitamente mi cabeza enjaulada, inmóvil, está en un túnel negro. Como cuando viajas en un tren y atraviesas un túnel. El ruido no es precisamente ese traqueteo rítmico, son golpes fuertes, inquietantes. No es un sueño. Lo sé.
Sí, compraba uvas y nueces. Era necesario enfrentarse a aquel postre.
– No se mueva, no trague saliva.
Alarma, empiezo a comprender, digo el abecedario muy bajito, las letras chocan entre la lengua y el paladar. Nadie sabe qué hace mi boca y que, dentro de ella, las palabras flotan entre la saliva.
a, c, b. No, así no
f, g, h, dice mi lengua. Mi cabeza sigue funcionando.
Alguien me dijo que si se obstruyen las venas o te da un derrame, lo sabes porque eres incapaz de contar al revés o de decir el abecedario.
Veinte, diecinueve, dieciocho, diecisiete.
Ahí está la casa rodeada de campo, en el tendal se orea la fragancia a limpio de unas sábanas blancas.
Volver a aquellas sábanas que olían a jabón, y que estoy segura no volveré a ver jamás.
Ayer cené verduras con arroz
a uno, b dos, c tres, d cuatro.
Las palabras tardan en bajar a la boca, es como si hubiera una distancia de años luz entre ellas y el pensamiento. Pero estoy bien. Siguen estando en orden ahí.
– No se mueva.
Aquí dentro chocan golpes, explosiones de ruido.
Letras, palabras, frases en negro viajando por el ruido. Todavía las retengo. Estoy bien.
En el alero del tejado las gotas de lluvia cuelgan todavía como murciélagos, y yo les ofrezco mi cuello.
El sol se abre tímido entre las nubes, una suave calima baja de las montañas. La belleza del verde, el olor a hierba mojada ochenta, ochenta y dos, ochenta y cuatro, ochenta y seis. A lo lejos en el agua un grupo de garcetas. La ría plateada se extiende en calma. Allí en la esquina, donde las rocas se amontonan en forma de gruta, me besó una vez un novio, tenía dieciséis. El recuerdo ha ido cambiando. Es un modo extraño de alterar el pasado, cambiar las verdades, no importa convivir con las mentiras.
La memoria es desorganizada y no se fía de alfabetos.
Leía, luego, camino pensando en escribir como si no escribiese, como si solo pensase deprisa en muchas cosas al mismo tiempo. Como si todo fuera muy sencillo. Con la naturalidad de las hojas que caen despacio, balanceándose, y luego las coges y ves la complicación aritmética de sus venas. Y sin embargo las ves caer y piensas en cosas profundas, en el tiempo, el amor, la felicidad o la tristeza. Ocurre lo mismo, al mirar el mar, la lluvia o la nieve. Por qué la grandiosidad emerge de algo tan simple como un rayo de sol que atraviesa una ventana.
Estoy consciente.
En esta oscuridad sigue sonando el bombardeo en la cabeza y no sé si quiero acabar este viaje, no quiero olvidar j, k, l, m.
Sigo viva.
Se trata de eliminar el ruido del cerebro. Nada que contar. El abecedario no ayuda a escribir mejor las palabras. W, x, y, z, ensayar la soledad es lo único salvable.
Dices otoño y ves hojas en el suelo, colores terrosos. Los ojos se extienden sobre copas amarillas de álamos en la ribera de un río y escuchas ganado. Las ovejas levantan polvo en el camino pero eres incapaz de escribir algo mejor que Keats sobre las calabazas.
[...]
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