EL SUICIDIO MÁS HERMOSO DEL MUNDO
[fragmento inicial]
Manuel Merino
Flotaba. La brisa húmeda del río, canalizada por los grandes edificios, modulaba su forma y lo hacía subir o descender en un vuelo que parecía inmóvil. Sin embargo, no podía ser cierta esa impresión primera que tuvo al descubrir aquel borrón blanco, cuando supuso que podría ser un pájaro, una paloma, una gaviota chica desmayada en caída libre hacia la calle, pues no encontró en su forma ningún alboroto de plumas; en caso de tener algún peso, tampoco podría mantenerse clavada en el aire tan arriba, a la altura de las últimas plantas del Empire, ni tampoco remontar como ahora hacía la cornisa del mirador donde una mancha difusa de gente se asomaba, una mancha cuyo volumen cambiante se inflaba en fuerte contraste con el azul del cielo tan luminoso y tan azul de aquel primer día de mayo. Un pañuelo. Solo podría ser eso. Un pañuelo de seda que el viento hubiera arrebatado en un descuido a alguna turista. Sabe bien que a esa altura se hacen más fuertes las corrientes de aire por simples leyes físicas que ignora y que acepta como todo lo irremediable, él mismo en otras ocasiones debió sujetarse la gorra allí para evitar perderla, se ve hacerlo con la misma claridad con la que recuerda haberse quedado inmóvil al ver caer aquella forma mientras dirigía el tráfico en la intersección de la Quinta Avenida con la 34. Sin embargo, ignora qué le hizo levantar tan alto la mirada, distraerse de su labor. Aquella era su zona de patrulla y, aunque ya no podría precisarlo, era previsible que a esa hora todavía no hubiera mucho tráfico. Cada vez que le piden que lo cuente repite que en ese instante toda su atención se concentró con tanta devoción en aquella forma que descendía en un desmayo tan lento, tan perfecto y hermoso, que el mundo entero pareció detenerse. Él mismo incluso, su gesto de indicar a los pocos vehículos que giraban a su espalda que aceleren porque el semáforo estaba ya en naranja, eso sí lo recuerda, y hasta el silbato sin duda rabiando entre sus labios que, como la ciudad entera, en ese mismo instante también enmudeció. Debió ser cosa de un segundo, asegura, lo que tarda en tomarse una decisión aplazada, el tiempo suficiente para que su cabeza calculase el lugar aproximado en donde aquella prenda alcanzaría la acera o el asfalto, e imaginar también que, cuando hasta allí llegara, con toda seguridad encontraría tiznajos de neumáticos ensuciando esa gasa que ya podía sentir impregnada de una breve fragancia juvenil. La memoria es cruel, por eso silencia que pensó en otras cosas. Aunque también esa gasa podría no caer, quedarse acomodada en cualquier cornisa, en uno de esos alféizares entreabiertos desde donde por cualquier otro golpe de aire ocasional remontaría su lento viaje hacia otras manos y el olvido, como siempre sucede.
Entonces aquellas voces lo rescataron de su ausencia y propusieron levantar la cama al unísono, entre todos podrían, y así puedes escucharlos repetir una, dos y... Al escuchar tres, tu cuerpo entero se bambolea como un odre repleto. Un oleaje interior al que, como ese pañuelo perdido, decidirás abandonarte. Habrá después ruidos violentos de hierros por el somier que crujirá de nuevo y el brusco impacto de la vieja estructura metálica con todo tu peso encima, chocando contra el damero del suelo arañado de la alcoba. Maldiciones entonces, el calor de la fecha convertido en sudor que algunos hombres secan con pañuelos ya sucios. La sábana está vieja y se ha rasgado antes al intentar alzarlo. Ni la lona de un barco, sentenció alguno. Llamadas al respeto por la familia que atiende con curiosidad y estupor al desarrollo de aquella operación desde el umbral del cuarto, todas las luces encendidas pese a ser pleno día, el ventilador prendido en la mesilla que ayuda a disolver esa presencia oscura que ya impregna el poco aire limpio que apenas entra por la ventana abierta y entonces ese otro que propone ahorrarse el esfuerzo de arrastrar aquel imposible por la salita, apartando el piano y las fotos sobre el mantón de Manila tan ajado que lo cubre, llegar entonces hasta el recibidor atravesando el pasillo y bajar los pocos escalones de la entrada. Ni los Treinta y Tres Orientales podrían. Mejor será sacarlo por la ventana. Además, el pasillo imposible es tan angosto que ni por su propio pie. Resulta imposible imaginar el ansia o la necesidad con que este hombre, tan flaco en el retrato, ha debido entregarse a diario para deformar su cuerpo hasta hacerlo rebosar la cama doble por sus dos costados. Y sin duda es el mismo que en la foto adornada con un lazo muy negro preside la mesa de la sala y la bandeja con las tarjetas dobladas de quienes se acercaron a presentar sus condolencias. Pues habrá que retirar las hojas, y además esta puerta resulta más estrecha que el cabecero. Desmontarla, imposible. Trajo alguien un metro, ¿nadie?, y total, para qué. Cómo no pensarlo antes. Pero ya están sus manos aplicadas en revisar los anclajes de las venecianas para ver si es posible desatornillar las jambas. Hará falta retirar las dos y aún con todo ya veremos. Quizás ni con esas. Un metro. ¿De veras que no hay un metro en esta casa? Si al menos la cama tuviera rueditas, dice otro, y todos ríen entre dientes ante esa ocurrencia loca sin poder evitarlo. Lo intentamos. Esto tiene óxido del tiempo de Artigas. Capaz con un poco de aceite, dirá alguno, y allá va en su busca la mucama encogida, luto antiguo y ojos enrojecidos, se desvanecen sus pasitos en la casa callada mientras todos esperan sin mirarse, reparando en la cenefa de escayola cuarteada del techo, en la sombra de un pájaro que traspasa el jardín ante la ventana abierta, atentos a los ruidos al fondo del pasillo, a la voz que presagia su regreso y a aquellas manos secas presentando una alcuza con grasa vieja de freír sin saber si valdrá, preguntándolo, temiendo que no sirva por no gastar del nuevo. Bien seguro que sí. El de la camiseta de tirantes hunde dos de sus dedos en el líquido frío y embadurna los goznes como si bendijera de antemano aquella imposible desunión. Ahora todos, ordena, tras girar varias veces las bisagras hasta que no rechinan, hacia arriba. Sujetad por ahí. Golpea dos, tres veces con tino desigual y las palmas abiertas, más aceite, sentencia, y otra vez el esfuerzo conjunto, presente en gestos quietos, venas hinchadas en el cuello, labios que dejan ver dentaduras con huecos muy tensas, cuellos hinchados brillantes de sudor, hasta que sale una hoja temblona que apoyan satisfechos en el suelo del cuarto. Ahora sabes que harán lo mismo con la otra, notas el aire fresco que llega del jardín, los pocos ruidos de la calle, los últimos fulgores de la anacahuita entregando en la umbría sus flores desmayadas como paños de encaje y ese rumor centelleante de insectos laboriosos que las ronda continuo, aunque con su zumbido ya está otra vez tu personaje envuelto por el tráfico, un agente a quien dudas ponerle nombre propio, que tiene el puño clavado en su cintura mientras con la otra mano roza la visera brillante de su gorra, contempla aquella silenciosa coreografía de la seda y la brisa, e imaginas una nota de amor ya muy antigua abandonada a la quieta corriente de un arroyo.
[...]
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