EL ÚLTIMO JEROGLÍFICO
[fragmento inicial]
Miguel Ángel Hernández Saavedra
Charles Gleyre, El diluvio, 1856
So atmen die Brände der Zeit.
Paul Celan
A los pies de las pestañas de una pirámide ciega, se reanudan los días, mientras la noche no termina de acampar. Los sacerdotes esperan a los ladrones, entonan salmos alrededor de las vísperas. El tiempo no pasa suficientemente deprisa ni se detiene ante la presencia del áspid durmiente. En la duna más alejada, cerrando el horizonte, una niña cuenta las estrellas muertas, borradas del cielo. Bajo la luz sofocante, ha puesto nombre a cien: ya no recuerda… La pirámide abre sus ojos ciegos. El silencio de la niña la ha despertado. El horizonte se balancea en la cuna del día que no acaba de nacer. La niña no percibe ninguna figura que le haga recordar otras cosas: las nubes son nubes y nada más. Dos de ellas chocan. Otras dos escapan. Llueve un poquito, el oasis se colma de sed y una palmera se desborda. Los ladrones llegan y nada encuentran dentro de la tumba sagrada, salvo los esqueletos de algunas palabras cuyo significado, apenas misteriosamente, dejó de importar. Un sacerdote regaña a la niña, que echa a correr más allá del horizonte. Un escriba la persigue… Un simún borra las huellas sobre la arena, y otra ráfaga de viento las recrea sobre la línea de una frontera aserrada. Cansado, el escriba se recuesta bajo la sombra de una palmera enferma. A lo lejos, los sacerdotes discuten con los ladrones el modo de repartirse la parte proporcional del botín obtenido por los reyes. Exhausto, pero excitado, sin ganas de escribir, humedece la arena con tinta blanca y grumosa que la sombra del árbol protege. Se pone de nuevo en marcha. Encuentra dormida a la niña. La arroja fuera del desierto… “¿No es verdad que los años pasan más deprisa a medida que se acorta el futuro?”, piensa el escriba. “Crece el pasado, y el presente se escapa de las manos”, sigue pensando. Al otro lado del desierto, la niña despierta. Sin origen ni destino, contempla el tránsito de dos nubes huidizas y recuerda el nombre de la última estrella.
¿No es verdad que los años pasan veloces según se acorta el futuro? Crece el pasado, y el presente se escapa de las manos… Al niño se le hace eterna la hora que al viejo le pasa inadvertida. El niño inventa historias; el viejo hace recuento de las experiencias vividas. No son demasiadas las que le vienen al recuerdo. Para una vida corriente, la existencia se concentra en cuatro o cinco hitos que explican el devenir de las décadas. A partir de siete momentos más o menos decisivos, la vida pasa a ser una colección de tránsitos que no se concentran en nada extraordinario. Tener éxito en la vida no es nada fuera de lo común, salvo para el común de los triunfadores, hecho a imagen y semejanza de una representación ordinaria. En la corriente de la vida, extraordinario es todo y nada: depende de la medida que empleemos. El viejo hace recuento. Otras historias carecen de importancia; no entiende por qué asaltan su memoria con insistencia. ¿Tal vez, aun habiéndolas vivido, se las inventa? ¿A quién se las cuenta? ¿Qué clase de álbum es este? Pequeño atlas de la existencia, cartografía emocional; cosmografía de andar por casa, inconclusa, Atlas Miller de la vida que pasa. No hay mucho que contar; más que historias, son imágenes. Atmósferas. ¿Quién es el destinatario?, ¿a quién se las cuenta? Si introduce una narración, las traiciona. Y una descripción pura, ¿acaso no es una narración encubierta? Se convence: esas experiencias que ocupan su mente sin haber sido invitadas, como un golpe de alegría o un dulce arrebato de tristeza, no conducen a nada distinto de sí mismas. Como si carecieran de origen y les faltara un destino. No reconoce en ellas un objetivo, una trama subordinada a un fin, una estrategia, el colorido salvífico de un drama. Pobre viejo, que de tanta búsqueda ya no reconoce el valor de lo que no encuentra… El niño se eterniza en la hora que al viejo le pasa inadvertida. Instante retenido en el tiempo, al que desafía. Invocación del niño, evocación del viejo. La eternidad rompe con la cronología. Ruptura incardinada en la secuencia de las horas, de los años, de la vida. (No puede ser de otra manera; o sí, pero entonces da igual de qué manera se cuente). Imagen que nos asalta mucho tiempo después, como si no hubiera pasado el tiempo. Como si hubiera pasado enteramente.
El escriba hace acopio de todo lo escrito acerca del mundo de los escribas, desde su origen babilónico hasta su culminación francesa. Le molesta añadir estos localizadores a lo que no deja de ser la línea recta, aunque aserrada –en definitiva, una línea abstracta–, que va de un tumulto a otro. Del caos inaugural, lleno de expectativas, al desastre final, que tampoco deja de revolverse en su propia tumba. Reconsidera el origen numérico de las letras, cuando se empezaron a contar esclavos, víveres, enseres, edificios, provisiones almacenadas y botines, producto de las razias. Imagina que otro escriba, allá por el inicio de la escritura, se enamoró de una joven cortesana y que ahí dio comienzo otra manera de contar la historia. Decide que el enamorado no consumó su deseo –para eso hay reyes, sacerdotes supremos y generales– y que se puso a escribir de otra forma. A través de estos giros, que dieron lugar a los géneros y al tedioso mundo de los prescriptores, rebosantes de escritura ajena, los sucesivos escribas enamorados (el primer escriba representa el conjunto de una serie) e insatisfechos, avergonzados, furiosamente reservados, alegres con cuentagotas, ebrios de formas inflexibles y esponjosas materias, medio locos, casi sabios, eruditos expulsados del trono de la sabiduría animal, por la que muchos no dejan de sentir nostalgia, los sucesivos soldaditos de tinta y fuego –así ejercitados (digo, decimos: decir es recuperar el hilo de una frase liosa, resolverla, desdecirla)– fueron convirtiéndose en poetas, filósofos y, a la sazón, escritores. Cada cual se expresaba del modo más ajustado a su incierta naturaleza. Algunos montaron en cólera y fundaron estrictos sistemas de obediencia. Despechados, cayeron en las alturas.
¿De dónde a dónde? ¿Tiene sentido aún preguntarse por el sujeto del cambio? Quizá no nos hemos preguntado muy seriamente por qué este asunto del cambio –del movimiento, del tránsito– perturbaba a esos griegos que nos legaron una forma de pensar de la que apenas conservamos el nombre. “Todo fluye”, afirma Heráclito. “Indestructible e ingenerado, el ser”, responde Parménides, abstraído en el rumor del río que no se escucha dos veces. So atmen die Brände der Zeit, reza el último verso de “Wir sehen dich” (“Te vemos”), el poema de Paul Celan: “Así respiran los incendios del tiempo” (traduce Reina Palazón). A medida que uno va viviendo, también acumula vidas, fuegos y cenizas. Y, sin embargo, esos restos siguen respirando si no caen en el completo olvido (“Así aumentas la eternidad”). Verso que podría contarse entre los aforismos del Oscuro de Éfeso: el fuego, la medida. Más tarde, como si al tiempo le importara el retraso, la tardanza, el tránsito de la llama al rescoldo y vuelta a empezar, el devenir se pliega a la atracción del dios que se piensa a sí mismo y, desde su eternidad, mueve el mundo sin ser movido. “¡Circulen!”, grita el policía que no puede sino poner orden, evitar la conformación del tumulto, disolver el entramado incipiente de la multitud, adelantarse al disturbio que empieza por uno mismo. ¿Y si el tránsito como tal no admite origen ni destino? Un tránsito puro, un puro trámite. Lo contrario de una transición o un procedimiento. ¿Nos imaginamos una manifestación multitudinaria en la que solamente se celebre el hecho de estar aún vivos? Esa sería una forma muy extraña de hacer política… Asomado a la ventana de la última planta de su vida, quién sabe, un viejo sonríe a un niño.
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