Botonera

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25.4.24

XII. "EN TRÁNSITO. FORMAS DE ESTAR EN EL MUNDO", Revista Shangrila nº 45, Valencia: Shangrila, 2024.



LA OBRA MAESTRA INCONCLUSA
UN PASEO ENTRE RUINAS, TALLERES Y MUSEOS
[fragmento inicial]

Ricardo Baduell




El mito es la nada que lo es todo.
Fernando Pessoa, Ulises

La una era la otra
y las dos eran ninguna.
Federico García Lorca, 
Casida de las palomas oscuras

¡No me vengáis con conclusiones!
La única conclusión es morir.
Fernando Pessoa, Lisbon revisited (1923) 



El genio de la materia

Marcel Duchamp no reparó el Gran Vidrio. Hecha la rajadura, no volvió atrás. Jamás intentó restituir la obra al origen ideal representado por su forma acabada ni al estado prístino y completo de lo recién dado a luz. Nunca borró la huella accidental. Esa grieta inesperada, en adelante inseparable del cuerpo así arrojado de su idea matriz y situado para siempre más allá de ésta, permaneció desde entonces atravesada en el cristal, como una huella de la muerte o de la destrucción posible en la idealmente inmortal ilusión del arte. Una firma del devenir, incorporado justo allí donde todo suele armarse en su contra: en lo fijo de la imagen elaborada a conciencia hasta su versión definitiva, refractaria de lo casual, aunque una obra que permite ver a través de su materia lo que no forma parte de ella ya parece abierta a las perturbaciones de la contingencia.


Piedad Rondadini, 1564, Castello Sforzesco, Milán
Obra inacabada en la que Miguel Ángel estuvo trabajando
hasta seis días antes de morir



Pero el accidente puede anticiparse a la conclusión del trabajo artístico e incluso ser decisivo en éste, y hasta volverse su motor generador. Es un rasgo característico del arte moderno, aleatorio y materialista, en oposición al clásico, cuyo modelo, platónico, respondería a una concepción ideal y completa que se materializa a través de la materia dominada. Queda en suspenso el misterio de lo inacabado en Miguel Ángel, sin mencionar el valor acordado a los esbozos de Leonardo, por ejemplo, pero cabe destacar una diferencia por la que esta falta de remate se nos aparece hoy como una posible expresión en plenitud, cargada de poder sugestivo, en lugar de como una fase interrumpida hacia otro estado presumiblemente superior al ser el definitivo. La percepción, en retrospectiva, de un fenómeno separado del observador por siglos de experiencia tan ajena al objeto en cuestión como al sujeto convocado difumina el tiempo transcurrido, así como su cadena de causas y consecuencias, y aporta a esa obra preservada el aire de un acontecimiento fatal e incorregible. Los brazos de la Venus de Milo no le faltan al helenista contemporáneo y estar al tanto de la policromía original de estatuas semejantes no borra la impresión de la palidez del mármol. La idea original detrás de cualquier forma deliberadamente creada, si no se extravió o cambió sustancialmente durante el proceso creativo, difícilmente sobreviva ilesa a su exposición a los azares del mundo. ¿Pero era tan clara esa fuente de la que manó? ¿En qué medida era atribuible a una conciencia hecha, en caso de que lo haya sido, a imagen y semejanza de la que todo lo conoce sin error? ¿Existe ese modelo o, si resulta tan incierta su presencia como la adecuación de la figura a su representación, es porque uno y otra son imaginarios? 

Toda clase de accidentes se interponen entre obra y público, pero no sólo cumplen ese papel de muro o espejo deformante sino también, y no a menudo tan sólo sino incluso continuamente, median entre una y otro. El encuentro del aficionado con el objeto de su afición, especialmente cuando es descubrimiento y más aún si es el inicio del culto a una firma, aun propiciado por comentarios y referencias, suele deber muchísimo a la casualidad, a la coincidencia afortunada entre una exhibición y su propia presencia. De pronto, un roce hace chispa y el fuego prende; su brasa puede durar toda una vida. Pero lo mismo ocurre antes entre creador y creación, entre esa potencia manifiesta de improviso a la luz de una idea original y el acto progresivamente consumado que da a luz en la forma final de la materia trabajada. Se conoce el caso de Coleridge, quien compuso en sueños, durante un trance onírico debido al opio, su poema Kubla Khan (1797) y empezó a transcribirlo en cuanto despertó, pero fue interrumpido por una visita tras la cual jamás logró recordar cómo seguía, viéndose forzado de este modo a un desenlace abreviado. La anécdota testimonia la fe en la inspiración por parte de los admiradores de este poema y de los creyentes en su excelencia, pero hay en esa presunción de certeza, cuya prueba sería lo irrecuperable en la vigilia de lo que fue dado en sueños, una apuesta por lo intangible que tiene bastante de religioso, al menos mientras se deje en supersticioso suspenso la respuesta a la pregunta sobre el origen de la voz que oyó Coleridge o la visión que tuvo. Dejar de hacerlo tampoco garantiza el desvelamiento de una verdad o la confirmación de hipótesis alguna, pero eso no impide formularlas. ¿Qué veía Coleridge en su sueño y a quién pertenecía la voz que compuso el poema mientras tanto? De lo primero se puede suponer que se trataba de una elaboración inconsciente de la lectura que precedió a su sueño, donde se describía aquel palacio soñado a su vez por Kubla Khan, que el poeta jamás había visto. De lo segundo cabe deducir algo parecido: un producto de la lengua formada en Coleridge por sus lecturas, su oído, su época y su escritura previa. Joseph Brodsky afirma en un ensayo que la musa es el lenguaje, en su caso la lengua rusa. Fernando Pessoa, disfrazado de Álvaro de Campos, escribió: “Los antiguos invocaban a las musas. / Nosotros nos invocamos a nosotros mismos”. Si es así, responda o no, aparezca o no, sean o no decepcionantes la aparición o la respuesta, lo divino cede a lo humano y lo esencial a lo circunstancial en la práctica artística, destilación de una esencia sin existencia previa a partir del encuentro entre un médium sin más allá y unos materiales reunidos más por azar que por destino. Es lo que Baudelaire parece señalar en El pintor de la vida moderna: el deslizamiento colectivo hacia un gusto atraído por la inspiración de lo casual, contingente en lugar de necesario, mortal en vez de divino, del cual Godard parece hacerse eco cuando al comienzo de su carrera declaraba, declinándolo como tanto otro artista de los principios baudelaireanos, “lo que yo busco es lo eterno en su apariencia más frágil”. Sin embargo, esa aparente ligereza liberada del peso de los dioses lleva una carga explosiva que, ajena a lo decorativo, excede la complaciente inocuidad de lo pasajero y deja en cambio, suspendida en el aire, la potencia de una catástrofe que puede estallar en cualquier momento.


[...]



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