LO BELLO Y LO TRISTE
ACERCA DE LA NOCHE DEL CAZADOR (CHARLES LAUGHTON, 1955)
Y LOS CONTRABANDISTAS DE MOONFLEET (FRITZ LANG, 1955)
[fragmento inicial]
Mariel Manrique
Desconfiad de los falsos profetas que se cubren
con pieles de cordero pero que en su interior
son fieros como lobos. Por sus frutos los conoceréis.
Mateo, 7: 15-23
Versículo leído por Lillian Gish a un círculo de niños
al inicio de La noche del cazador,
sobre el fondo de un cielo estrellado.
Se supone que hay un momento de la vida en el que se produce el tránsito de la infancia a la adultez, el “coming of age” de los cuentos infantiles o las novelas de aventuras. El falso predicador Harry Powell tenía escrita, en los nudillos de su mano izquierda, la palabra HATE (“ODIO”). Un nudillo para cada letra. Y la palabra LOVE (“AMOR”) en los nudillos de la derecha. Entrelazaba los dedos y hacía combatir las manos como animales salvajes, para ilustrar la lucha entre esas dos pasiones en una especie de hipnótico número circense. Pero era un embaucador. A él solo lo animaba una de esas pasiones en combate: el mal, el mal absoluto. Cómo sobrevivir al mal absoluto siendo niño quizá sea el tema de La noche del cazador (1955), basada en la novela homónima de Davis Grubb (1953), única e inclasificable película del actor y dramaturgo Charles Laughton, su epifanía, su one-hit-wonder.
Powell mataba viudas para hacerse de su dinero (un fajo de dólares escondidos en un azucarero, por ejemplo) y entablaba conversaciones cínicas con Dios en las que le agradecía que siguiera dándole la oportunidad de acumular billetes para divulgar su prédica. “No te preocupa que mate”, le decía a Dios. “Tu libro está lleno de muertos”, remataba, mientras conducía un auto robado por una ruta de West Virginia, en plena Gran Depresión. Por el robo del auto fue tres meses a la cárcel de Moundsville, donde conoció a Ben Harper, condenado a la horca por asesinar a dos empleados de banco para hacerse de un botín que pusiera a sus hijos a salvo de la pobreza.
“Estoy cansado de ver a los niños vagando por los bosques buscando qué comer, durmiendo en coches viejos y abandonados, ateridos de frío. Me prometí que los míos no pasarían por eso”, le contó Harper, hablando con las palabras que James Agee había imaginado en el guion, el mismo James Agee que con el fotógrafo Walker Evans había recorrido durante ocho semanas Alabama para la revista Life, en el verano de 1936, para dejar constancia de la extensión pavorosa de la indigencia americana bajo el título Let Us Now Praise Famous Men (1941). Powell asedió a Harper en la celda para que le revelara el escondite del “tesoro”, pero no consiguió arrancarle una palabra (Harper llegó a ponerse un calcetín en la boca para no hablar en sueños). Perseguido por la policía a la salida del banco, había entregado el dinero (diez mil dólares) a su hijo mayor, John, antes de que lo arrojaran al suelo, lo esposaran boca abajo y se lo llevaran para siempre.
“¡No! ¡No! ¡No!”, gritó John, que apenas tendría siete años, mientras se llevaban a su padre y él, azorado, se llevaba las manos al vientre. Dos cosas le había jurado a su padre cuando lo vio por última vez: que siempre cuidaría a Pearl, su hermana; y que nunca le diría a nadie adónde habían escondido su fortuna. En busca de un lugar imprevisible, Ben Harper había decidido que un buen sitio sería el interior del cuerpo de tela de la Srta. Jenny, la muñeca inseparable de Pearl, la hermanita menor de rizos desprolijos y ojos muy redondos. John cumpliría su juramento hasta el final, y en el proceso hasta ese final se haría hombre. Hombrecito. Huérfano y en la miseria, solo de toda soledad.
El proceso fue el acercamiento progresivo e implacable del falso predicador hasta la casa de los niños; la seducción perversa de su madre, Willa Harper, empleada en la modesta heladería del matrimonio Spoon, a la que le colonizó la cabeza con sermones acerca de la corrupción del dinero y la culpa de gastarlo, en rituales de purificación en los que Willa terminó arengando en éxtasis al pueblo, antorcha en mano; la mentira acerca de que Ben Harper le había pedido que cuidara de ellos y le había contado que el dinero estaba en el fondo del río Ohio (y la lectura inmediata en el rostro purísimo de John de que por cierto el dinero nunca había estado allí); la boda con Willa y la negativa de Powell a consumar relaciones sexuales en nombre de un puritanismo exacerbado (y una sexualidad reprimida que sin embargo no le impedía la asistencia a espectáculos pueblerinos de striptease, mientras pensaba en cuánto odiaba a esas mujeres que se contoneaban, esas cosas perfumadas, perezosas y de cabellos ondulados, y retorcía en su bolsillo, hasta perforarlo, el cuchillo que llevaba siempre consigo, como un segundo falo); el inicio de un asedio despiadado a los hermanitos para que confesaran el escondite del tesoro; el asesinato de Willa al descubrir que ella finalmente se había dado cuenta de la cacería desplegada contra sus hijos; el ocultamiento del cadáver en el fondo del río, atado al asiento de un viejo Ford T; la nueva mentira, entre sollozos histéricos en la heladería de los Spoon, de que Willa los había abandonado en ese auto tras haber sido descubierta bebiendo aguardiente a escondidas en el sótano; y la fuga de los niños de la casa hacia donde decidiera llevarlos la averiada barca de su padre, reparada por un viejo, pobre y solitario pescador del pueblo, Uncle Birdie.
Cuando el anzuelo en el extremo de la caña de pescar golpeó una superficie metálica en la parte más profunda del río Ohio, Uncle Birdie se inclinó sobre el agua transparente y vio. Vio el cuerpo inmóvil de Willa atado al auto, sus cabellos sueltos y blandos flotando en esa nocturnidad como la hierba en la pradera, y el corte quirúrgico del cuchillo en la garganta, como una segunda boca. Se emborrachó y lloró desconsolado. Llevaba grabada en la existencia la máxima de que el hilo se corta por lo más delgado y asumió que lo culparían del crimen.
John Harper había asistido al primer movimiento que lo expulsó de la infancia cuando arrestaron a su padre. No asistió a este segundo movimiento, a esta orfandad subacuática (Charles Laughton se lo ahorró y nos lo regaló desplegado como un naufragio en cámara lenta, en toda su tortuosa hermosura, solo a nosotros, sus espectadores, con Willa –Shelley Winters– convertida en una muñeca de cera, una bella durmiente definitiva), que bien puede considerarse una moneda de dos caras: en el reverso, Willa duerme en su descenso de muerte, acunada por la flora marina, ajena en su burbuja a los larguísimos juncos que flamean a su alrededor, como el velo vegetal de esa novia que no pudo ser; en su anverso, John se trepa a la barca junto a Pearl para huir del Mal, el falso predicador de traje, sombrero y alzacuello, con la apostura un tanto letárgica e increíblemente sexy de Robert Mitchum, que parece ya entrenando para ser Max Cady, el ex presidiario psicótico de Cape Fear (Cabo de Miedo, J. Lee Thompson, 1962). Mientras los niños ponen la barca en movimiento, Powell irrumpe y avanza, enorme y oscuro como un Frankenstein, y se queda gritando su impotencia como un poseso, con el traje puesto y el cuchillo en la mano, una suerte de boogeyman sumergido hasta el pecho en el agua bordeada de sauces. La barca emprende su viaje sin mapa con sus dos tripulantes y la muñeca a bordo, en una noche de cuento tachonada de estrellas.
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