Botonera

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18.4.24

VII. "EN TRÁNSITO. FORMAS DE ESTAR EN EL MUNDO", Revista Shangrila nº 45, Valencia: Shangrila, 2024.



PASEO POR LAS RAMAS
[fragmento inicial]

José Saborit




1. Ángeles de madera

Nunca salgo de viaje sin mi libreta. Por eso puedo afirmar que aquella era la noche del 26 de febrero de 2002. Regresaba al hotel ligeramente embriagado por el vino de la cena y muy embriagado por los ecos de las voces del congreso de Bellas Artes que se estaba celebrando en la Universidad de La Laguna con el título Renovar la tradición. Cruzaba la plaza del Adelantado y el cadencioso sonido de mis pasos no lograba superponerse a la algarabía coral de las resonancias interiores. De pronto reparé en la presencia iluminada de los árboles. Se hizo el silencio y me detuve en seco, clavado sobre la arena. Creo recordar que había plátanos, magnolios, acacias, jacarandas. No era, por supuesto, la primera vez que me cruzaba con ejemplares semejantes, ni la primera vez que el encuentro me producía una agradable sensación de gratitud y bienestar. Tenía muy claro, desde muy atrás, que el benéfico influjo de los árboles sobre los humanos era una de las pocas certidumbres que no había terminado derrumbándose con los años. Sin embargo, lo que aquella noche del 26 de febrero de 2002 estaba ocurriendo era otra cosa, poseía una naturaleza muy distinta. Nada tenía que ver con el juicio o la intelección. Nada que yo pudiera discernir, averiguar o concluir. Se trataba más bien de algo que me atravesaba dulcemente colándose entre los huecos de las redes del entendimiento y del lenguaje. Un inesperado aire remoto, un olor como de linaje olvidado o de casa anterior a la primera casa me llegaba de más allá, de un más allá que era a la vez un más adentro, un más adentro y más afuera a la vez; un perfume infalible apaciguaba mi mente y, sin palabras ni argumentos, como solo el perfume sabe persuadirnos, venía a decirme que mi vida sería mejor si lograba orientarla hacia la compañía de los árboles. En silencio me lo decían los plátanos, las acacias, las jacarandas, los dragos, los olmos, los laureles…, y los magnolios me tendían sus raíces aéreas para que pudiera pensar en la paradoja de encontrar allí, en aquel aire lejano e intangible, algunas de mis más íntimas raíces. 

Uno va y viene y no deja de moverse mientras ellos permanecen enraizados, y si les presta la debida atención, a lo largo del tiempo se convierten en golpes rítmicos, hitos en el fluir de la vida misma. Presencias permanentes por debajo del cambio constante, asideros que permiten un andar más firme en el torbellino desordenado de los días. Tablas, refugios, compañía: ángeles de madera. 


2. Paraíso 

El mítico paraíso terrenal ha sido objeto de infinitas especulaciones y representaciones. Un hipotético catálogo daría cumplida cuenta de la heterogénea diversidad con que se manifiesta la imaginación humana. Sin embargo, hay una constante ineludible entre todas las variantes: cuesta imaginar un paraíso terrenal sin la presencia de los árboles. Y eso mismo ocurre con los paraísos íntimos de quienes hemos pasado la infancia (o al menos los veranos infantiles) en entornos naturales. No podemos concebir arcadia alguna sin la presencia y la compañía de los árboles. 

En uno de sus últimos libros, Fleurs (2021), Marco Martella nos recuerda unos versos de Novalis: “El paraíso está disperso por toda la tierra, he ahí por qué no sabemos reconocerlo”. El arte y la poesía, prosigue, sirven para reunir todos los pedazos del Edén dispersos por el mundo. 


Pieter Brueghel el Joven, El paraíso terrenal, c. 1626


Quienes queremos reencontrar el camino de regreso y persistimos obstinados en la búsqueda o en la reconstrucción del paraíso contamos, al menos, con dos pistas: por una parte, sabemos que está fragmentado y disperso por el mundo; por otra, que allí donde haya arte, poesía y árboles será más fácil encontrarlo. 


3. Bosque interior 

Habitar el tiempo y el espacio significa también ir encontrando árboles. Si podemos verlos es gracias al bosque que llevamos dentro, donde cada nuevo ejemplar que nos sale al paso encuentra su eco, su familia, su raíz. En ese bosque interior de la memoria tienden a enmarañarse felizmente confundidos los árboles reales, los árboles hablados y los escritos, los árboles fotografiados y filmados, los árboles pintados. No cabe distinción entre sueño y realidad, naturaleza y artificio. 

Vemos los árboles que nos salen al encuentro desde la altura y la fronda de nuestro bosque interior, pero también a través de sus claros, por entre sus huecos y rendijas. Cuando la espesura se adensa y la trama es tan tupida que obtura la visión, entonces, dejamos de ver. 

De ahí que nos resulte necesario practicar el olvido voluntario, que es una forma serena de ebriedad. Salir de paseo con poco equipaje, con la confianza y la agilidad que da saltar sin peso hasta encontrar lugares donde detenerse a mirar. Unos pocos árboles dispares bastarán, si no para sugerir un paraíso, al menos para dar cuenta de un breve paseo en el que los ecos y las voces, la imágenes y los reflejos se enredan en un cálido abrazo. Y eso es algo parecido a una casa. 

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