Botonera

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5.4.24

III. "EN TRÁNSITO. FORMAS DE ESTAR EN EL MUNDO", Revista Shangrila nº 45, Valencia: Shangrila, 2024.



TODO POR DESCUBRIR, TODO POR BORRAR
La epifanía de un minimalista
en la autopista de peaje de New Jersey
[fragmento inicial]

Pablo Perera Velamazán

John Baldessari, The back of all the trucks passed
while driving from Los Angeles to Santa Barbara, 1963


El tiempo que ellos pasan en las bibliotecas
yo lo paso en los desiertos y las autopistas.

Jean Braudillard


En 1951, Tony Smith, uno de los grandes protagonistas del minimalismo artístico, daba clases en la Cooper Union de New York. Sabían él y sus alumnos de una todavía inmaculada autopista de peaje que estaban construyendo en New Jersey y que no dejaba de publicitarse como un gran proyecto suburbano. Smith decidió, con tres de sus alumnos, en una noche loca, dirigirse hacia allí como aquellos que, saturados de experiencias, buscan todavía una experiencia imposible, tal vez una epifanía. En concreto, se dirigieron al tramo de la autopista que se extendía desde la salida 16 a la salida 19, en el kilómetro 122. 

La noche era oscura. En la autopista no había luces ni marcas en el arcén, ni rayas ni medidas, nada, estaba todavía en construcción. Tenían ante sí solo el pavimento de asfalto que el coche recorría a su velocidad, entre un paisaje de llanuras bordeado por colinas a lo lejos y salpicado por torres de chimeneas humeantes de gases y focos de colores. Desde el interior del automóvil, a través de esas ventanillas que enmarcan el mundo en movimiento, recorriendo en coche la noche asfaltada, con el único sonido de los neumáticos rodando sobre el pavimento nuevo, Smith y sus alumnos se encontraron “con una realidad que no había tenido ninguna expresión en el arte”, como más tarde confesaría Smith en un texto publicado en Artforum en 1966. La gran diferencia que entrañaba la autopista de New Jersey, que se experimentaba ya en el proceso de su construcción, es que no se ajustaba en modo alguno al relieve del terreno sino que creaba su propio relieve, de tal forma que cuando los conductores navegaban por ella parecían flotar por encima de la tierra, como si formaran parte de la aceleración de un mundo que se escapaba a sus propias convenciones. La autopista, artificio puro de la ingeniería del momento, y el paisaje industrial que a lo lejos les rodeaba, ejemplos extremos de los emplazamientos suburbanos que a partir de esa década se generalizarían en torno a las ciudades americanas, les iluminó, a modo de una epifanía joyceana, la posibilidad de tratar con el arte de una manera distinta en un mundo que ya se hacía diferente. Smith no deja de insistir en su texto de referencia que, mientras recorrían a toda velocidad la autopista en su coche, no había manera de enmarcar en ningún esquema conceptual y artístico previo lo que allí se percibía. Solo podía ser experimentado, recorrido, vivido en su trayecto, en su desalojarse de toda experiencia reconocible, sin bajarse nunca, eso sí, del automóvil. Desde el lejano impresionismo, las vanguardias artísticas no habían sido otra cosa sino un poner el arte en movimiento, pero lo hacían en relación con un objeto, el paisaje desmultiplicado o un retrato alrededor del cual se gira, o una mujer que baja una escalera, u otra con las piernas abiertas o un lienzo arrojado en el suelo donde gotea la psiquis que se desangra. Pero el viaje epifánico por la autopista de New Jersey encarado por Smith era otra cosa. La autopista no era un objeto susceptible de deconstruir sino una superficie extendida que recorrer; solo podía ser una experiencia en trayecto, en tránsito, una travesía, que exigía, como más tarde diría Robert Smithson, momentos antes de perder su vida en un accidente de avión, una condición estricta y diferente de percepción “en lugar de medios expresivos y emotivos”, una nueva forma de ver y hacer, de experimentarse como artista en relación con la vida.

Tony Smith no se quedó ahí. Desde su experiencia en la autopista de peaje de New Jersey encontró un nuevo vector en torno al que articular experiencias artísticas análogas donde un paisaje es ocupado por la mediación de la técnica al margen de cualquier antecedente cultural. Pistas de aterrizaje abandonadas en Europa, la explanada de las paradas militares de Núremberg (con un acceso de tres escalones de hormigón que se extiende por un kilómetro) o inmensos tanques de gasolina subterráneos. En los siguientes veinte años, y siguiendo su iniciático ejemplo, muchos artistas estadounidenses se montaron igualmente en sus coches y se perdieron por estos mismos entornos suburbanos, recorridos en autopistas. En los márgenes del Minimal Art, del Arte Conceptual, del Land Art, se pone en juego durante estas dos décadas un arte procesual que busca la desmaterialización de la obra artística en sus procesos de construcción y la experiencia que estos suponen. Porque no bastaba simplemente con poner en evidencia una obra abierta en proceso sino que el propio artista debía formar parte indisoluble del mismo, transformándose con ello no solo su relación con la obra, en un proceso de desobramiento continuo, sino también su relación consigo mismo, en cuanto artista en un mundo donde el capitalismo avanzaba a dentelladas expropiando los lugares comunes de antaño.

Hagamos ese recorrido brevemente: 

John Baldessari, el domingo 20 de enero de 1963, decidió, montado en su coche, fotografiar las partes traseras de todos los camiones con los que se encontrara en su trayecto por la autopista que llevaba desde Los Angeles a Santa Bárbara. 

Edward Ruscha, también en 1963, diseñó un libro de artista formado por 26 fotografías de todas las estaciones de servicio, con su marca y ubicación, que encontró en un trayecto en coche que le llevó desde su casa, también en Los Angeles, hasta Oklahoma, donde vivía su madre. 

Jeff Wall, en su Landscape Manual (1969), también un libro de artista concebido bajo la forma de un manual técnico barato, tomó muestras del paisaje suburbano que aparecía en esos momentos en Estados Unidos, con fotografías de carreteras, gasolineras, solares o casas abandonadas. 

Dan Graham, en Homes of America (1966), se embarcó en un trabajo análogo en el que expone la arquitectura amnésica impuesta en esos suburbios donde todas las claves del reconocimiento arquitectónico habían desaparecido y los individuos se ignoraban bajo una fórmula constructiva modal, análoga a la modularidad de sus obras minimalistas.

En todas estas obras aceleradas de la década del ‘60, donde el arte se monta en un coche y se recorre a sí mismo en una autopista que conduce hacia los nuevos entornos suburbanos, se moldea una nueva sensibilidad y nuevas técnicas artísticas (estructuras y métodos seriales simétricos desubjetivantes, al modo del minimalismo, en vez de composiciones y perspectivas que remiten a un sujeto siempre presente) que nos exponen a una experiencia inédita pero que, al cabo, se ha convertido en la condición de toda experiencia posible. Y su problematización, más allá de las cuestiones técnicas en torno al dispositivo de estas obras, con su objetualidad siempre extrañada, porta consigo una intempestividad que en nuestro tiempo, donde la aceleración no deja de ser un problema, todavía nos convoca. 

No dejan todavía de extrañarnos estos pasajes artísticos por las autopistas de América. ¿En qué sentido Jeff Wall, por ejemplo, recorriendo en su coche esas autopistas, detenía su marcha motorizada y se bajaba, o ni siquiera eso, para fotografiar una estación de servicio o un solar abandonado? ¿Qué valor se ponía en juego en esa detención cuyo fin no era otro sino ser un momento antes de ponerse de nuevo en marcha? ¿Por qué fotografiar desde el coche la parte posterior de los camiones con los que uno se encuentra antes de adelantarlos por la izquierda? No se trata aquí de neutralizar esta extrañeza. Y sí, por el contrario, de poner una a una todas estas obras, entre otras muchas, ante nuestra mirada presente, y dejarnos alcanzar por ellas. Lo único que mantiene a salvo la obra artística de toda asimilación discursiva es su resistencia a ser apropiada por un lenguaje que no sea el suyo, precipitándose de manera inaccesible en su dialecto propio. Por eso solo pretendemos que nuestro discurso permita verlas, que las muestre, al margen de todo decir, y que su extrañeza nos siga contagiando desde tan lejos. Es evidente, en este sentido, que solo podemos acercarnos a estas obras si las vinculamos a la práctica del paseo como experiencia estética de resistencia política al devenir capitalista que recorre nuestra modernidad, y esta será nuestra primera aproximación. 

[...]



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