PRÓLOGO
Luis Carlos Allo Ayala
He considerado oportuno escribir este libro en forma de fragmentos no solo porque la literatura del Romanticismo, su filosofía y su poesía, fuera esencialmente fragmentaria, sino porque creo que el fragmento es la mejor forma de comprender la riqueza, diversidad y un sinfín de contradicciones entre los poetas y filósofos del Romanticismo, fueran franceses, alemanes o ingleses. Ojalá el lector lo lea como si fueran “fragmentos” desprendidos de aquellos románticos alemanes que se reunían en Jena, en Berlín o Dresde; de los británicos que se paseaban por el distrito de los lagos en Grasmere, por las orillas del lago Leman o por ciudades italianas como Venecia, Florencia o Roma; o de la casa aislada de Les Charmettes del francés Rousseau. Acaso el estilo fragmentario ayude a romantizar de múltiples maneras nuestras vidas y anime a coger la pluma para añadir otros nuevos, quizá personales, que romantizan la vida, para bien o para mal.
Creo que fue Schopenhauer quien dijo: “Difícil es la calma del ocio”. Escribo estos fragmentos para lectores que en cualquier tiempo de sus vidas busquen la calma del ocio. Su lectura exige abstraerse de familia, cargo, dependencias sociales o personales y trabajo. Piense que hagamos lo que hagamos y estemos con quien estemos, estamos solos independientemente de cuanta gente nos acompañe. Goethe nos dice que nadie puede escapar de sí mismo, si bien hay formas de disfrutar mejor la condición humana. Este libro propone que una de esas formas es romantizar la vida. ¡Ojalá el ocio sin prisa ayude a ello! De nuevo Schopenhauer alude a Goethe para fortalecer esta idea: “Ensilla bien y cabalga tranquilo”.
En efecto, apelo a lectores sin miedo a sentarse a ratos perdidos para leer fragmentos sobre el Romanticismo, su poesía y su filosofía, y sobre hombres y mujeres que escribieron sobre cómo romantizar la vida, cómo conseguir grandeza en la tranquilidad. (1) Petrarca amaba la soledad, pero no fue un solitario o un outsider, quizá tuvo la mala suerte —como cientos de personajes masculinos o femeninos de la vida real o literaria— de enamorarse de Laura, una mujer casada. Su soledad fue consentida: Siempre busqué la vida solitaria / Lo saben los ríos, y los campos, y los bosques / para huir de esos ingenios torcidos y miopes… /. La mayoría de los personajes de este libro romantizan su soledad, pero sin renunciar a las tres necesidades que cita Schopenhauer: las naturales necesarias para evitar el dolor (alimentación, vestido…); las naturales no necesarias, pero gratas, como por ejemplo la satisfacción sexual o el ocio; y finalmente, aquellas que no son necesarias ni naturales como el lujo, el esplendor y, añado yo, el arte, la belleza y un sinfín de ellas que anidan en nuestro interior, a veces entre sombras, pero que el espíritu del Romanticismo ayudó a definir, entre ellas el idealismo.
1. Palabras de F. Schlegel en la novela Lucinde.
El Romanticismo crea una filosofía de vida basada en el juego. El juego de la vida de los poetas y filósofos del Romanticismo tiene una alta dosis de idealismo. La naturaleza está presente como quien te instiga a entrar en tu interior en busca de algo más allá de la realidad ante tus ojos. Aprecias la belleza, pero la quieres transformar, crear desde ella. Por momentos, te sientes libre en sus espacios, en sus tiempos de misterio; entonces quieres buscar y buscas lo sublime. La naturaleza está ahí, quieta, ante ti, su belleza te trastorna o te atemoriza, algo se mueve en tu interior que te incita a buscar lo sublime que habita oculto, los espacios que intuyes infinitos, aunque sabes que son finitos. Así, tu ser se romantiza y juega con abstracciones como el amor, la libertad, la belleza, y con espacios y tiempos que te alteran y te invitan a jugar, a no ser alguien pasivo domesticado por los objetos, por los Estados, por los prejuicios… Al jugar, a veces te extrañas, incluso te extravías porque tu imaginación se desborda. Todo esto está en este libro, en el Romanticismo. Con su lectura te invito a jugar, a atreverte a conocerte y a saber.
Era yo un niño de apenas una decena de años cuando salí minutos antes de amanecer con mi hermano mayor a por palomas. Saltamos por la ventana de la habitación para no despertar a los demás. Llevábamos dos bocadillos que mi madre, que adoraba los pichones estofados, nos había preparado la noche antes. Hacía frío aunque era finales de agosto. Los amaneceres son fríos en la montaña segoviana. Nos adentramos en la dehesa, un espacio natural de robles y fresnos, un espacio al que el pueblo de la Salceda lleva las vacas cada mañana, dirigidas por riguroso turno, y se las devuelve a sus amos a la caída de la tarde, antes del crepúsculo. Cuando a Constante le tocaba la vacada, lo acompañé varias veces aunque, como he dicho, no tenía más de diez años. Pero lo importante en este fragmento es que aquella mañana que fui a palomas con mi hermano mayor, cuando empezó a amanecer y el sol salía perezoso tras la loma, un viento súbito alborotó toda la naturaleza ante mí, los árboles bailaban, los matorrales se revolvían, y entonces, en cuestión de segundos, salió el sol de la loma y el viento se detuvo del todo. La naturaleza se quedó en silencio y la luz del amanecer irradió lenta, pero amorosamente por toda la dehesa. Y aunque era un niño, se me saltaron las lágrimas por aquella belleza. Algo se removió en mi interior, algo sublime que me incitaba a la vida, al juego de la vida. Este recuerdo ha permanecido indeleble en mi interior y me ha ayudado a comprender la naturaleza y el arte. Desde entonces, ir a palomas era romantizar ese espacio y ese tiempo. Esa visión “entró en mi ojo y penetró mi capacidad de aprehensión con un pathos y un aura de infinitud que no me hubiera deslumbrado en otras circunstancias”. (2)
2. Palabras de Wordsworth que Thomas de Quincey subraya en Memoria de los poetas de los lagos.
Hay términos literarios que trascienden al ámbito cotidiano de las personas. Uno de ellos es Romanticismo. A priori la palabra despierta evocaciones íntimas más o menos relevantes de nuestra existencia. Quién no se ha enamorado. Quién no ha gozado o sufrido por esa causa. Quién no se ha comportado de forma insólita en periodos de amor. Y si hablamos de romanticismo en términos actuales relacionados con el ocio, decimos que una película, una novela, una obra de teatro, o una canción es romántica o no lo es. En puridad, entiendo el Romanticismo como mi propio estado de imaginación fragmentaria que trasciende más allá de la realidad, aunque la realidad sea su energía.
El Romanticismo es un movimiento poético, filosófico y artístico. El filósofo alemán Fichte imparte sus primeras cinco lecciones en la Universidad de Jena en 1794, probablemente sin saber que estaba poniendo los cimientos teóricos del Romanticismo. La base es el YO subjetivo que somos cada uno, la conciencia de ser y de pensar, lo que de forma única es consustancial e intransferible en cada persona. Además, les dice a sus alumnos que ellos son porque existe un NO-YO, es decir, el mundo de las cosas, de la naturaleza y de otras personas con sus propios YOS. Ello, añade, hace que socializar sea un impulso imprescindible para que el YO se expanda y esté en contradicción consigo mismo. También le servirá para que el YO no se aburra y tome conciencia moral tanto de su YO como del de los demás, de la naturaleza y de las cosas. Porque existe un NO-YO, el YO se da cuenta de que es sensible, busca la belleza en el NO-YO, pero sabe que su tiempo es finito, si bien en sus anhelos, en sus ideales y en sus posibilidades es infinito, lo es porque es libre. Sin libertad no existiría el YO, la persona humana, y sin finitud tampoco. En sus cinco lecciones, Fichte sublima la posibilidad de lograr como ideal el infinito, aunque sabe que nunca, dado que él es finito, lo logrará.
En Jena, Schiller, otro profesor de filosofía, además de dramaturgo y poeta, diserta en su aula sobre la naturaleza, la belleza y lo sublime. Le dice a los estudiantes que también lo bello está destinado a morir / ¡Mirad allí a los dioses y todas las diosas llorando! / Porque lo bello no permanece, porque lo perfecto muere. Escribe Cartas sobre la educación estética de la humanidad y les dice que están en la universidad para conocerse, para ser libres, para educarse y para anhelar el idealismo en aquello que se esfuercen en sus vidas. Les anima a conocerse y a no conformarse con una vida vulgar, dirigida a meterse en el redil de la cotidianeidad. Les anima a jugar, a no dejarse cosificar: “Porque el hombre solo es completamente hombre cuando juega”. Les impulsa a fragmentarse, a asumir las caídas, y a buscar con su imaginación lo infinito, aunque sepan que es inalcanzable. Les habla de Grecia, de Roma, del espíritu de los hombres libres. Y les dice que deben apreciar la utilidad de lo inútil. Si bien insiste en que sin esfuerzo no se cultivarán, no apreciaran el gusto ni la belleza, ni se acercarán a lo sublime. Y concluye alentándoles a rehuir el miedo, a arriesgarse y a atreverse a saber. Los estudiantes escuchan sus palabras atronadoras: Debéis jugar en la vida, incluso a sabiendas de ver el vacío y de caer estrepitosamente. No renunciéis a la vida exterior, a los placeres. Asumid que la universidad os dará una vida interior rica y otra exterior, cotidiana, también útil y necesaria.
Schiller vivió hasta el final jugando y negándose a someter su filosofía a las exigencias de un príncipe o de un duque. Acaso por ello, su amigo Goethe dijo: “Era un hombre extraordinariamente grande. Cada ocho días era un ser diferente y más perfecto”.
Un niño de doce años se sorprende cuando ve a la hermana de un amigo mientras juegan en las calles del barrio de Dublín en el que viven. Esa noche se despierta agitado por su visión y duerme mal. Por la mañana, la ve salir de su casa. Coge los libros deprisa, baja corriendo las escaleras y la sigue por la calle. Antes de llegar a la esquina en la que separan sus caminos, el chico la adelanta y piensa que ella le ha visto y que se ha fijado en él. Cada mañana repite esa rutina, la adelanta y la imagina detrás, observándole. Ese mes saca malas notas y el maestro le reprende porque está distraído. El chico ha dejado de ser un niño. Inevitablemente, sufrirá si ella no le hace caso. La chica es ya una mujer a pesar de que solo tiene un año más. Este párrafo de la historia corta de Joyce, Araby, en su colección de relatos sobre Dublín titulada Dublineses, es romántico.
Un hombre enamorado le dice a su amada cuánto la ama. Confiesa que le escribe versos cuando no está con ella. Trata de recibir idéntica respuesta de su amada. Ella se muestra fría y distante, el hombre sufre. Duda. Su estabilidad emocional se desquebraja. Desde fuera de la historia, cualquier lector es consciente de que lo peor que le puede ocurrir a alguien enamorado es percatarse de la indiferencia. Puede aceptar el rechazo, soportar un no categórico, pero lo que más duele es la indiferencia. En esta historia decimos que ella no es romántica.
“El duque y su séquito se desplazaban en trineos, tirados por cuatro ciervos, entre los naranjos plantados y un pueblo admirado”. Safranski romantiza su libro sobre Schiller. Si bien, lo hace con cierta ingenuidad porque se dirige a lectores en cuya cotidianeidad habita lo romántico, bien en su interior, bien en las imágenes visuales que sugieren frases como la de los trineos. Da una evidente envidia que sus oficiales y familias tuvieran libre acceso al teatro y a la ópera en un lugar como Ludwigsburg, en el que Schiller estudiaba. El escritor inglés Thackeray mencionaría la pequeña ciudad de forma romántica en su novela Barry Lyndon: “En ninguna corte de Europa se buscó con tanta avidez el placer y se gozó con tales dimensiones”.
Como una constante, en todas esas historias la persona está dividida, algo le produce una fragmentación que altera su vida. La percepción de aquello que le altera es íntima. Desde entonces su mundo es al menos dos mundos. Uno de ellos es contradictorio, por un lado le gusta, por otro le hace sufrir. Desde el simple hecho de bifurcarse, le alejará a veces de la confortable existencia en el seno de una familia, unos amigos o una comunidad que lo arropaba. Ahora, tendrá que tomar decisiones individuales que le atañen a él, no a los demás. Si es una persona acostumbrada a razonar, no entiende por qué su forma de actuar es a veces irracional, en contra incluso de lo que piensa que debería haber hecho. El amor le está ayudando a conocerse, aunque sea en ocasiones para repudiar su comportamiento. En el desamor cae en el vacío. No sabe cómo levantarse. El estado de plenitud que descubrió en el amor, es ahora un estado de desolación. Algo en su interior se quiebra. En ese estado el hombre piensa mucho. Su conciencia no se apacigua, viaja por el presente, el pasado y el futuro, se eleva o cae hasta el infinito mientras experimenta el desasosiego. La persona pergeña algo ideal en los actos cotidianos, es su particular idealismo, está jugando, es romántica.
En ese pensar se contiene una filosofía. Es la filosofía del Romanticismo que buscará por cualquier medio las razones que le hagan comprender y comprenderse. En esa melancolía busca el hombre la soledad. Se abisma por senderos que comparte con la naturaleza. Si la naturaleza se muestra bella y le predispone a paisajes no terrenales, el hombre casi inconscientemente dialogará de forma exaltada consigo mismo. Los poetas del Romanticismo tienen a la Naturaleza con mayúsculas como referente, pero indagan mundos fuera de ella. En ella encuentran paz o desasosiego. Quieren expresar la sublimación que les produce, a veces semejante a la del amor por alguien. Si bien, tras ese éxtasis producido por una visión, el poeta o el filósofo romántico cae en la división, la soledad, el aislamiento y la múltiple fragmentación de su conciencia. Filosofan sobre la imaginación kantiana y utilizan la filosofía para regalarle a la poesía lo sublime, el infinito, el arte y lo bello…
Wordsworth y Coleridge eran caminantes, eran por decirlo de forma más precisa, vagantes. Vagaban por espacios naturales e imaginarios, al igual que Blake, Byron, Shelley y Keats, espacios con sentido de libertad individual y de búsqueda de la belleza. Asimismo, los poetas del Romanticismo francés o alemán, en mayor o menor medida, escribían versos en los que la Naturaleza los elevaba o los hundía. Hölderlin escribe: Alegres por el grato contemplar / caminamos sobre los verdes campos. Sus filósofos discuten sobre una Naturaleza en la que encontraban una razón de ser en simbiosis con ellos mismos, pero de la que necesitaban separarse para explorar su interior, para descubrir un estado diferente como seres humanos, un estado inherente a la inteligencia, lo que les produciría aún más fragmentación, aún más división interior.
Surge así la paradoja porque el hombre sensible en simbiosis con la Naturaleza es feliz en su simplicidad (teoría roussoniana), mientras que el hombre que se esfuerza por hollar caminos diferentes, que se educa y que se hace preguntas, es más libre, pero quizá menos feliz. Este último es asimismo más problemático, más difícil y en cierto modo, un tanto asocial, incluso un outsider social.
Acaso la filosofía romántica alcanzó, por causa de lo descrito anteriormente, su zenit en los poetas y filósofos alemanes del grupo de Jena. Eran jóvenes estudiantes o profesores que charlaban sobre filosofía y poesía en relación a la naturaleza y al espíritu. Echaron abajo tabúes sobre la Naturaleza, sobre la religión, sobre la Revolución Francesa que primero enaltecieron y luego se les derrumbó llevándoles a la mayoría a una gran desilusión. Nunca dejaron de buscar, de indagar sobre su intimidad, sobre sus ideales y sobre el amor. Por ello, vivieron en un constante conflicto consigo mismos y con la sociedad.
Una amiga mía, compañera de facultad, me decía mientras paseábamos los pasillos a la espera de entrar en nuestra aula de San Isidoro en Valladolid, que todo le parecía sórdido. Detestaba el ambiente de mujeres entregadas a una educación timorata, y más aún el de los pocos hombres en Filosofía, la mayoría impregnados de su pasado seminarista. Me decía que de esa unión no podía surgir nada bueno. En ellas apreciaba la sosería, la insulsez, la mojigatería; en ellos la caspa de una impronta rígida, en la que imperaba la falta de ingenio y la vacuidad. “Se les ve resentidos de religión”, decía. Era hija de un profesor que se había educado en una universidad alemana. Su padre estudió filología alemana en Madrid. Hizo el doctorado en Alemania sobre los poetas del Romanticismo de las décadas de 1790-1820. En Madrid, sus ideas no concordaron con las de un departamento en el que la cola de interinos se apretujaba como en el camarote de los hermanos Marx. Lo comprendió. Hizo oposiciones libres a institutos y lo destinaron al instituto Zorrilla de Valladolid. Su hija me prestaba libros de poesía alemana. Nunca sabrá cuánto me ayudó. Su lectura me abrió los ojos al Romanticismo. Un día me dijo que su padre no aguantaba más y que había conseguido una plaza en una universidad alemana. No la volví a ver. Me quedaba dentro del aula entre clase y clase. Fuera, en los pasillos, cuando me aventuraba a salir, se respiraba un ambiente a humo, a niebla y a vocerío, sin que me atrajeran las conversaciones entre las que las palabras se desmoronaban, lejanas unas de otras, vacuas.
Años más tarde, en los seminarios de literatura en la universidad de St. Andrews, la filosofía de Fichte y de Schiller, defensora del yo y del no-yo, de lo sublime y del mundo interior como escudo contra la imperante ilustración cuyo norte era la razón, me ayudó. Comprendí que sin ella, sin Kant, Herder, Goethe, Coleridge y sin los poetas y filósofos de Jena, Dresde y Berlín era imposible ser un filólogo en filología inglesa. Y sin embargo, ni una palabra sobre ellos en las aulas vetustas de mis cursos universitarios. Recuerdo aún la tristeza que me embargaba después de cada uno de los seminarios de la universidad escocesa, la pena que tenía por mis compañeros, muchos de ellos inteligentes, que se habrían merecido que no se les ocultase tal tesoro. Quizá si hubieran conocido el quehacer de Caroline Böhmer-Schlegel-Schelling entre los poetas y filósofos del círculo de Jena y el propio quehacer de estos últimos, las conversaciones de pasillo habrían sido menos mojigatas y sus mentes se habrían abierto para conocer sus yos y sus no-yos.
Me levanté resacoso una mañana de cencella en Valladolid tras una noche larga en el Café España. Atrás habían quedado los años universitarios, ese proceso incipiente de la educación que agradecí que mis padres exigieran a cada uno de sus hijos. Yo era un joven recién llegado de mi tour de tres años por Londres, Cambridge y St. Andrews, un joven con su título de filología inglesa sacado con esfuerzo, de forma intermitente debido a mis ausencias. Bajo los árboles blancos del paseo del Campo Grande, camino del departamento donde me había citado la jefa, catedrática de literatura incomprendida desde su llegada de Oxford, mi mente cavilaba entre paradojas de mi interior y la naturaleza viva, espléndida que la cencella embellecía. Yo, como si diera la razón a Fichte, era un sinfín de fragmentos personales, de otros y del medio ambiente de las ciudades en las que residía. Pensé cuán diferente era si me comparaba con ese estudiante de 17 años que entró un día a estudiar Derecho en Valladolid. Pensé cuánto me había dividido gracias a las caídas sufridas. Caídas de todo tipo, si bien en esos años algunas de las causadas por desengaños amorosos permanecían en mí como cicatrices vivas. Quizá cada una de esas cicatrices había sido el resultado de la unión de un yo mío con un no-yo, por lo cual ambos nos alejábamos sin remedio. Entré en el despacho de la esbelta jefa, cuyos modales eran exquisitos y cuya figura, a pesar de los años, conservaba ojos vivos, propios de personas inteligentes. Alabó mi examen de literatura de quinto de carrera, al que me presenté en turno libre en febrero después de mi estadía en St. Andrews. Hablamos de mi formación literaria en Cambridge y St. Andrews. Luego, ante mi sorpresa, me ofreció quedarme en el departamento con una beca de investigación para hacer un doctorado. Se lo agradecí, le dije que me lo pensaría y le di las gracias. Me acompañó a la puerta. Al salir por el patio de los leones de la vieja universidad, me di la vuelta. Contemplé la fachada barroca y caminé sin rumbo fijo bajo la cencella que se desprendía poco a poco de árboles y tejados. Ese suceso de vida se podría decir que estuvo impregnado de romanticismo, lo cual lo alejaba del espíritu singular de la Ilustración porque, además del contenido de la realidad que suponía la oferta de una beca de doctorado, en mi interior se apilaba un revuelo de intimidad difícil de contener. Ambos mundos, el de la realidad y el de mi interior convulso entraban en conflicto. Me vino a la mente que eso era precisamente lo que defendía la filosofía del Romanticismo, de lo que se hablaba en Jena, en las largas cenas en casa de Caroline Schlegel.
Se me abría, de súbito, una enorme contradicción, una serie de fuerzas opuestas que me hablaban unas veces para aceptar la propuesta y otras para rechazarla. Eran fuerzas opuestas, cada una igual de fuerte. Pero yo tenía que decidir. Ese es un estado de debilidad del hombre. Cuando no se sabe qué hacer. Cuando se está en medio, tu yo y tu no yo tiran de ti. Lo que me estaba ocurriendo era puro Romanticismo filosófico. Los que me hablaban eran Fichte, Schiller, F. Schlegel, Hölderlin, Schelling y Hegel, y también escuchaba una voz más lejana que se entrometía, la de Kant. Sonreí por ser consciente de que ellos estaban allí, junto a mí, mientras que cuando otra persona, en cualquier lugar del mundo, se encontrase ante mi misma tesitura, no sabría nunca que fue el Romanticismo el que posibilitó que decidiera, que sus fuerzas contrarias y contradictorias tiraran hacia uno u otro lado.
En mi educación familiar, consecuentemente con un padre matemático, se inculcaban razonamientos lógicos, científicos. La razón concluía las discusiones y los argumentos avanzaban también a base de premisas comprobadas. Sin embargo, fantaseábamos mucho porque nos rodeábamos de tebeos, novelas y lecturas de todo tipo, lo que trasladábamos a nuestros sueños y a nuestros juegos. De esa forma, la razón se salpicaba de imaginación. La imaginación era algo vivo, creativo. La imaginación era un factor más en nuestro proceso educativo, un factor que se entrometía entre aquello que era real y lo que formaba parte de un sistema matemático implacable y exacto. La imaginación no era algo rígido, ni era cerrado, no se sometía a nada que fuera previsible. La imaginación nos permitía novelar la vida diaria. Ese novelar la vida cotidiana, sin saberlo, era nuestro particular romanticismo. Por ello, asocio mis recuerdos familiares con el romanticismo de una familia que con frecuencia escapaba de la exactitud matemática. Felizmente, mis padres, aunque fieles a la concepción matemática, eran dados a imaginar mundos y espacios de libertad, por ellos paseaban sus ilusiones.
Un profesor de matemáticas, hijo del escritor Unamuno, entró en mi aula del Instituto Zorrilla de Valladolid —estudiaba yo cuarto y reválida— con aspecto de vagabundo quijotesco. No era precisamente didáctico. Tampoco matemático a la vieja usanza. La matemática no es exacta, nos decía, porque los números, por ejemplo, conviven en un mundo aleatorio, como el nuestro… Pronto le comenté a mi compañero de bancada, Mauricio Jalón, que era muy diferente al resto de profesores. Otro profesor, en este caso de literatura, nos enseñó el primer día la importancia del ritmo en la poesía. Dijo que la poesía se cantaba y dando golpes con los nudillos sobre la mesa de madera del profesor cantó: “Tanto bailó el ama del cura, tanto bailó que le salió calentura”. Nos enseñó a hacer pausas entre las palabras que queríamos destacar y a aumentar nuestro nivel de voz en esas sílabas. La volvió a cantar siempre golpeando la mesa con los nudillos y deteniéndose en las pausas: “Tanto bailó/ el ama del cura// tanto bailó// que le salió calentura”. Los dos, Unamuno y Don Fernando, ensanchaban mi mundo en sus clases. Empecé a ver las cosas de otra manera. Abrieron la visión de un muchacho que despertaba al fin. Cuando años más tarde me encontré con una cita del escritor de culto británico, Samuel Johnson, pensé que se refería a mis queridos profesores de aquel curso de cuarto y reválida en el Instituto Zorrilla de Valladolid: “Personas encumbradas con la facultad promiscua y vagabunda”. Personas, en suma, románticas.
Los protagonistas de este libro, sean reales o ficticios, se atreven a saber. Las mujeres protagonistas de Fragmentos del Romanticismo se atreven a saber y a jugar. Por esa causa, pagan el precio de las miradas ocultas e insidiosas de una sociedad, la alemana de su tiempo, repleta de prejuicios. Quiero citar algunas: Caroline Michaelis, Dorothea Veit, Madame de Staël, Augusta (Byron), Mary Godwin, Fanny Brawne, Sophie (Novalis), Madame Bovary, Ana Karenina… Los protagonistas del libro, sean hombres o mujeres, son adultos que, consustancial con sus vidas, experimentan, gozan o padecen lo que de cotidiano hay en una vida, cosas tan cotidianas como el matrimonio, la separación, el divorcio, el enamoramiento súbito, el desamor, el sexo libre, la gestación dentro y fuera del matrimonio, la frustración, la pena, la culpa… Pero subyace en sus relaciones un enorme respeto por los demás y sus circunstancias, una alta comprensión y una tolerancia volteriana.
La Filosofía es tan importante como la Poesía en Fragmentos del Romanticismo, acaso porque si filosofas, ejerces tu forma de pensar, sale a flote tu yo y lo confrontas con el de los demás, con toda la atracción y repulsa consiguiente. Al filosofar, brota la poesía, una poesía en la que hay belleza, idealismo, sublimidad, infinito, amor... y hay caídas desde altos precipicios. En el fragmento 99, Wordsworth especifica en su Prospectus cinco palabras esenciales en la poesía del Romanticismo: belleza, amor, esperanza, verdad y fe. Yo añadiría una más: libertad.