INTRODUCCIÓN
Gabriel Porras
Con motivo de un curso celebrado en El Escorial en el verano de 1996, dedicado a efectuar un interesante recorrido por la historia del cine español, tuve el, para mí, gran placer de conocer a Miguel Picazo, con quien sostuve una inolvidable conversación. El título de aquel encuentro era Cine Español: como un espejo, dirigido por Juan Tébar, con la asistencia como ponentes de un extraordinario número de personalidades y nombres directamente relacionados con nuestro cine que dieron al evento un interés no especialmente frecuente en este tipo de actividades.
Era el viernes 9 de agosto, coincidiendo con la última jornada del curso, que se cerró con una mesa redonda memorable en la que participaron Juan Antonio Bardem, Carlos Saura, Alfonso Ungría, Enrique Urbizu y Miguel Picazo, con activa intervención en forma de preguntas de los cursillistas, entre los que me encontraba. Al terminar el acto, Miguel Picazo salió y se sentó en el foyer del antiguo hotel Felipe II donde entonces tenían lugar los cursos de verano y, venciendo el reparo que me producía, me acerqué a saludarlo. La enorme humanidad física de aquel hombre dio paso de inmediato a otra, aún mayor si cabe, en la que la cordialidad se aunó con una llaneza y espontánea naturalidad que me dejaron gratísimamente sorprendido. Me invitó a sentarme a su lado, respondiendo a mis preguntas e, incluso, animándome a realizarlas. Como es natural, desde el primer momento, quise saber sobre su obra incuestionable, es decir, La tía Tula, filme que formaba parte entonces (como también ahora) de mi particular firmamento cinematográfico. Tanta era la curiosidad por conocer su directísima opinión sobre la película, que me atropellaba continuamente inquiriendo sobre esto y aquello. Miguel Picazo, con un punto de ironía y mucha comprensión también, me animó a que mis cuestiones se sucediesen de forma ordenada, añadiendo –lo recuerdo bien– que nada le agradaba más que hablar de su trabajo cinematográfico y, en especial de La tía Tula, a la que se refería como “mi parienta”.
La pedí permiso para anotar a vuelapluma las cosas que podía retener de su conversación, pues en eso se transformó aquel encuentro, donde la cortesía dejó paso enseguida a la simpatía, y la condescendencia a una franqueza casi familiar. Miguel me respondió que “¡cómo no!” y que, si quería, “me repetía” alguna cosa no captada o no comprendida debidamente. Cuando llevábamos menos de cinco minutos hablando, una corriente de sincero afecto se había establecido por mi parte y, me atrevo a asegurar, también por la suya.
Fruto de aquellas informaciones sobre la película y las intenciones que tuvo presentes al abordar el proyecto, expuestas en forma de juicios y reflexiones que me confió con una sencillez y generosidad que atribuyo a su práctica docente, son las que irán apareciendo, aquí y allá, en las páginas de este libro, como aportaciones directas y sin intermediarios, para pasar a formar parte del rico e impagable acervo donde se contienen tantas y tantas otras emitidas por el director a lo largo de su vida como cineasta y realizador televisivo, abierto siempre a responder de la manera más complaciente a quienes le han requerido sobre el tema.
El propósito de estas páginas, dedicadas a La tía Tula película, no es otro que el de intentar situar tan determinante título del cine español en el contexto histórico en que se produjo y de la gente que contribuyó a hacerlo posible. No se pretende realizar un estudio específico sobre la profundidad temática que contiene y que de forma tan acertada supo plasmar Miguel Picazo ni del análisis pormenorizado que se estableciera entre el precedente literario de Miguel de Unamuno y la traslación en forma de guion reflejada en las imágenes del filme. Son muchos y autorizados los trabajos al respecto, tanto circunscritos a la obra fílmica del director como otros, de carácter monográfico, específicamente dedicados a la película en sí misma. Cierto es que todos ellos se ajustan a determinados criterios necesariamente unidos al medio cinematográfico o, a lo sumo, referidos a la novela base que la inspiró y que, por lo general, se trata de trabajos de corta extensión, con independencia del valor e importancia de cada uno. Pese a ello, he de dejar constancia de que, insisto, este trabajo debe encuadrarse dentro de lo que podemos considerar (lejos del análisis narrativo) como ejercicio histórico que aproxime la adaptación cinematográfica de La tía Tula al contexto en el que se gestó, las intenciones mantenidas por los que la llevaron a efecto, la situación del cine español del momento y los nombres y apellidos de todos (o, al menos, la inmensa mayoría) los que intervienen en ella, es decir, un ejercicio más cercano a la investigación y pesquisa histórica que a cualquier otro aspecto, sin que ello quiera decir, naturalmente, que el contenido y la profundidad humanos y sociales que la conciernen y determinan no sean tenidos en cuenta en todo momento.
La primera vez que vi La tía Tula fue en un cineclub bilbaíno en mi etapa inicial de estudiante universitario. La película hacía unos quince años que se había estrenado, pero el eco de su repercusión dentro del cine español había conseguido transformarla en un título de culto, se hubiera tenido ocasión de verla o no en los cines comerciales.
En mi caso, había leído la nivola, como llamaba Unamuno a parte de su producción narrativa de ficción, por imperativos escolares dentro de la asignatura de Literatura Española y he de decir que, sin llegar a entusiasmarme, me había interesado mucho más que, por ejemplo, San Manuel, bueno y mártir o Niebla y casi tanto como Abel Sánchez, que juzgo, aun hoy, como la mejor de las novelas del gran escritor vasco, en la que la incidencia argumental supera con mucho a las demás, para convertirse en verdadero tratado psico-filosófico.
Aquella proyección me causó una impresión profunda. Lo que se desarrollaba en la pantalla a lo largo de 109 minutos me mantuvo absorto y acabó dejando en mi ánimo un sentimiento de desoladora tristeza cuando la película termina con la imagen patéticamente conmovedora de Tula diciendo adiós con el susurro ya inútil del nombre de Ramiro en los labios, mientras permanece irremediablemente sola en la desierta estación. Muchas veces después he vuelto a ver la película, especialmente por televisión, y en cada una de ellas he revivido idéntica emoción, al tiempo que descubría inesperados y sorprendentes detalles, que han ido añadiéndose hasta conformar todo un cúmulo de sugestivos y nuevos motivos de admiración. Exactamente lo que sucede con todas las obras maestras.