Prólogo
¿QUIÉN TEME AL DROVE FEROZ?
Santos Zunzunegui
Como comprobará de inmediato el lector, este libro pone sus cartas sobre la mesa cuando Miguel Zozaya decide iniciarlo con esta afirmación que puede calificarse de lapidaria: “Antonio Drove fue un cineasta español”. Le bastará a ese mismo lector empezar a recorrer el itinerario que el autor le propone por la carrera y personalidad intransferible de un hombre de cine singular, para caer en la cuenta que esa expresión resume, mejor que cualquier otra, sus avatares y sintetiza en el mínimo de palabras necesarias el sino bajo el que se movió. Tanto más cuanto que eligió, como forma de expresión y como profesión, desenvolverse en el interior de una industria cinematográfica que, en palabras contenidas en la muy bella oración fúnebre que le dedicó su amigo Víctor Erice, se mueve demasiado a menudo entre el “oportunismo y la vulgaridad”.
Podríamos repetir el tópico que afirma que Drove formó parte de esa generación “perdida” o “bloqueada” que se asomó al balcón cinematográfico español en torno a finales de los años sesenta del pasado siglo. Si no fuera porque, una tras otra, todas las generaciones de cineastas españolas han sido “bloqueadas” bien por razones coyunturales (sociales, políticas) bien por la adscripción, de forma más o menos consciente, de una buena parte de sus integrantes a una manera de entender el cine que siempre acababa poniendo coto a su ímpetu creativo: el gusto por ese “naturalismo degradado”, por esa enfermedad que acecha a los creadores españoles en forma de neo-costumbrismo y que incluso en nuestros tiempos hipermodernos asoma la patita a través de la explotación inmisericorde e interesada de opciones temáticas à la page.
Y bien que, como muestra de forma clara, ordenada y sensata Zozaya, Antonio Drove dio la batalla, en la medida de sus fuerzas, a ese cine que se nutre de formas domesticadas, practicando cuando le fue posible un “bandolerismo narrativo” (la expresión pertenece a Juan Cueto), la “experimentación sensitiva” (véase su gusto confesado por eso que solemos denominar con el eufemismo de “música contemporánea”) e incluso en tiempos de zozobra, esa “fontanería cualificada” (ahora el que habla es Miguel Marías) cuando se movía en lo que algunos calificaban como “tercera vía”, ese camino que, dicen, se aparta de la demagogia cutre sin caer en la indigesta vanguardia. De todo eso y más cosas el volumen que el lector tiene entre sus manos deja constancia evidente sin complacencia. Moviéndose con algo más que un punto de desgarro entre la consulta al I Ching y la querencia por el vitriolo brechtiano, Drove formó parte de una generación que tuvo que darse de bruces con el abrupto final del sueño y descubrir que sus navegaciones en lugar de llevarse a cabo por el mítico río Mississippi iban a transcurrir por ese “pequeño río Manzanares” que pese a su insignificancia ha servido de escenario a tantos tristes naufragios y está lleno de pecios desolados.
En el fondo, y este libro lo muestra sin levantar la voz pero hablando claro, Drove siempre se movió entre una dicotomía insalvable: hacer cine (como profesional) o ser un cineasta (como artista). Lo segundo es cuasi impracticable en un cine como el nuestro donde cualquier ambición creativa suele ser mirada por encima del hombro (“¡Nos ha jodido el Visconti este!”), salvo que se amolde a unos patrones que confunden estética con espectáculo, o lo que es aún peor, con la decoración y la moda. El problema es que, incluso adscribirse a la primera opción suele requerir una resistencia inhumana, que nosotros no fuimos tan felices como se pensaba y que, sobre todo, a un tiempo de vivir nunca le sigue uno de revivir.
Cuando yo era adolescente mis padres me compraban dos tebeos editados en México que se organizaban, ad usum delphini, en dos series complementarias: Vidas ejemplares y Vidas ilustres. Ahora que cierro las páginas del libro que hace cuentas definitivas con el hombre y el cineasta que peleó con bravura de forma incansable para sobrevivir sin ceder un ápice en su pasión por el cine, me doy cuenta de que su lectura ha desplazado definitivamente la figura de Antonio Drove de la primera serie a la segunda. Si su “caso” puede ilustrar el drama de tantos y tantos artistas cuya obra es un remedo de la que pudo ser, no menos puede servir para hacer visible que lo que realmente nos enseña su ejemplo podría definirse (y de ahí su inclusión en el campo de los ilustres) con el título de uno de esos filmes que amó: murió con las botas puestas.