TRES MANERAS DE DESERTAR
[Fragmentos iniciales de cada una de las tres partes]
Mariel Manrique
Fuerte es el amor, como la muerte.
“Canción de Salomón”, Cantar de los Cantares,
Santa Biblia, 8: 6-7
El cardenal pagó 12.000 escudos y tuvo su Capella Cornaro, su capilla de enterramiento en la iglesia Santa Maria della Vittoria, en Roma. Era una fortuna: más de un quinto del precio de la opulenta Sant’Andrea al Quirinale, más que la construcción íntegra de San Carlo alle Quattro Fontane por la mano maestra de Francesco Borromini. Federico Cornaro compraba la gloria eterna de su apellido, perteneciente a una de las más poderosas familias venecianas, una de las doce integrantes del tribunal de la República de Venecia y fundadora de su Gran Consejo. Compraba además, y esto no lo sabía, la impresionante traducción al mármol de una transverberación, una pedagogía y una filosofía entera. El corazón de Santa Teresa de Ávila atravesado de lado a lado por una flecha rematada por una suerte de triángulo de fuego; el manual de la Contrarreforma católica, obsesionado con reforzar la fe tambaleante de los creyentes y recuperar la fe perdida de los herejes; y la filosofía barroca de la curva y el pliegue infinito. Gian Lorenzo Bernini, rival de Borromini caído en desgracia en los favores papales desde su antigua “sociedad” con Urbano VIII, tenía ahora una oportunidad con Inocencio X, el mismo papa que en ese mismo siglo pintaría Velázquez, casi contemporáneamente a la construcción de la Capella Cornaro, y tres siglos más tarde volvería a retratar, pero como si lo sentara en una silla eléctrica, Francis Bacon.
Bernini alzó su capilla de mármol, alabastro, estuco y bronce en el transepto de la iglesia, a la izquierda del altar mayor. Le dio forma de hornacina (o templete, o edículo), con un frontis sostenido por columnas pareadas y una cúpula elíptica, cuya bóveda pintó Guidobaldo Abbattini siguiendo un diseño del propio Bernini, que ya tenía dentro de su cabeza la capilla completa y a Teresa transverberada dentro de un bloque gigantesco de mármol blanco, y solo tenía que cavar, en su cabeza y en el mármol, con una mortífera precisión y una enorme voluntad, para extraerlas (porque el barroco, a diferencia del Renacimiento, no construye ni “monta”: excava). El fresco de la bóveda es un rompimiento glorioso hacia un trampantojo (porque el barroco es el padre de la ilusión), en el que un grupo de ángeles sostiene la cartela en la que Dios, el esposo celestial, asegura en latín a su prometida de mármol, transverberada: Nisi coelum creassem ob te solam crearem (“Si no hubiese creado el cielo, lo crearía ahora solo para ti”).
Durante el día, el grupo escultórico de bulto redondo dispuesto en forma de aspa, completado con el ángel de mármol que acaba de clavar su flecha ardiente en el corazón de Teresa y sonríe con expresión beatífica, está iluminado. Pero no sabemos de dónde viene la luz (porque el barroco es el padre del artificio). Viene de una claraboya cenital, oculta en el interior de la iglesia (porque el barroco es el padre del secreto) pero visible desde afuera (porque la casa barroca tiene un afuera y un adentro, un interior y un exterior inseparables, como la mónada leibniziana). Bernini, el ilusionista, nos hace creer en el poder de iluminación de la paloma pintada en el fresco, símbolo del Espíritu Santo, encarnado en los múltiples rayos de bronce que descienden como una diadema invertida desde la claraboya y se prolongan detrás de las figuras y más allá (porque el barroco es el padre de la insinuación del infinito).
En las paredes laterales de la capilla, Bernini construyó dos oratorios o coretti, coloquialmente considerados “palcos”, desde los que su comitente (el cardenal Cornaro), el padre de este (antiguo dux de Venecia, muerto en 1625) y seis difuntos cardenales de su familia observan el espectáculo. El barroco es también el padre del drama moderno, aunque sus tramas sean religiosas, sus elencos estén repletos de papas, santos y cardenales, y sus espectadores a veces estén muertos (siete de ocho, en este caso). Esos espectadores, todos vivísimos, cruzan sus miradas y discurren animadamente sobre la “obra”. Teresa, actriz espectacular del teatro barroco. Porque el barroco, para serlo, debe ser espectáculo.
Teresa Sánchez de Cepeda Dávila de Ahumada, nacida en Ávila en la madrugada del 5 de marzo de 1515, huérfana de madre a los trece años (en ese entonces le pidió a la Virgen María que fuera su madre), niña con nueve hermanos, de los cuales los ocho varones fueron militares, que adoraba leer vidas de santos, historias de mártires y libritos sobre prácticas piadosas, y repetir, pensando en la eternidad: “Para siempre, siempre, siempre”.
Nunca fue a la escuela ni aprendió latín, porque la enseñanza de su época estaba reservada a los varones. A los veintiún años comenzó su noviciado y, un año después, profesó como monja e ingresó al Convento de la Encarnación, un convento de carmelitas de Ávila. Su salud era frágil. Estaba muy triste. Podríamos decir, también, que estaba tan triste que perdía la salud. No le alcanzaban las penitencias corporales en su búsqueda de intimidad con Dios. Padecía desmayos, fue tratada con pócimas y hierbas medicinales, entró en un coma, despertó a los cuatro días con la lengua seca y herida de mordérsela, pasó tres años en cama, logró levantarse, retomar sus ejercicios espirituales, hablar con sus confesores jesuitas.
Una vez vio a Jesús; otra vez, a un sapo gigante que avanzaba hacia ella. Años más tarde, en un rapto, tuvo una visión del Infierno y también sintió, un tiempo después, que Jesús le hablaba, a su lado. En abril de 1560 se produjo la transverberación esculpida por Bernini, que Teresa narró en el capítulo XXIX de su Libro de Vida.
[...]
Creo que uno debería llamar a las cosas por su nombre.
Pero si alguien no se atreve a hacerlo en su vida real,
al menos debería hacerlo en forma de cuento de hadas.
Hans Christian Andersen
Los peces, como pájaros, comían de su mano y de las manos de sus cinco hermanas. Se dejaban acariciar, como pájaros. Entraban por las altas ventanas de ámbar del palacio de su padre, el rey del mar. La flora subacuática se mecía al compás de las corrientes de agua. Los tallos y las ramas eran tan flexibles. Y la profundidad tan inmensa, que hubiera sido inútil echar un ancla; solo una torre de campanarios apilados, unos sobre otros, hubiera alcanzado la superficie. Cada princesa cultivaba su parcela asignada del jardín, fuera del palacio. Un parque personal de arena finísima y azul como la llama del azufre, y árboles de color rojo fuego. Jugaban con restos de naufragios, excepto la menor, que adoraba la escultura de un niño, de mármol blanco, que las olas habían arrastrado hasta el fondo del mar. Había plantado junto a ella un sauce carmesí, cuyas ramas crecieron hasta plegarse como velos en torno al niño inmóvil.
Era su gruta donde soñar con ese niño-príncipe, aprender las vocales del amor romántico, imaginar la vida desplegada en tierra firme. Ella quería saber todo sobre la tierra. Sobre las ciudades y los barcos, los bosques que eran verdes y las flores que tenían perfume, los hombres y los animales, los pájaros que volaban entre los árboles del bosque como peces. Tenía la curiosidad de una exploradora, se moría por saber qué había allí arriba. Y el mar era todo de melancolía, teñido por su anhelo de tener una forma que nunca había tenido. Como los muñecos y los monstruos, la sirenita añoraba la forma humana.
Faltaban todavía cinco años para que llegase a sus quince, la edad en la que la tradición del rey del mar permitía a sus hijas ascender, asomar sus cabezas fuera del agua, sentarse sobre las rocas a la luz de la luna, mirar pasar los barcos y divisar la ciudad más cercana, refulgente en la lejanía. Uno a uno escuchó el relato de sus hermanas mayores, con un ansia que le partía el pecho. Rumores de carruajes, tañidos de campanas, el vuelo de una bandada de cisnes salvajes, colinas verdes y grupos de niños que huían despavoridos ante la visión de una sirena, pero podían nadar aunque no tuvieran una cola de pez. Cortejos de ballenas, bloques de hielo en el invierno, truenos y relámpagos mientras el mar viraba a negro y los barcos arriaban sus velas.
Sus hermanas olvidaban rápidamente lo que habían visto, porque amaban la vida que les había tocado. De vez en cuando se tomaban de la mano y emergían las cinco a la vez, y si había tempestad cantaban canciones para alentar a los marineros, que confundían su canto con ruidos de tormenta y se ahogaban sin haber contemplado jamás las maravillas submarinas, porque llegaban muertos hasta ellas. Ella quería ver pero tenía que quedarse abajo, con unas tremendas ganas de llorar, doblemente tremendas porque es bien sabido que las sirenas no tienen lágrimas. Como el hombre que la había escrito, ella era una criatura solitaria.
[...]
Amedeo Modigliani, Figura de mujer, 1917-1920
Sin embargo, pese a su romanticismo, Modigliani
se negó a recurrir a los símbolos, los gestos, las sonrisas
o expresiones obviamente románticas. Por ello, probablemente, suprimió tan a menudo la mirada de los ojos. En su postura más extrema, no estaba interesado en los signos evidentes del amor recíproco. Sino solo en cómo el amor sostiene y transmite su propia imagen de los seres amados.
John Berger
“El alfabeto del amor en Modigliani” (1981)
Las chicas de Modigliani tienen los ojos desiertos. Los ojos de las chicas de Modigliani desertaron. ¿Será esa la razón por la que nos enamoramos de ellas? Esos ojos sin iris ni pupila, barridos, tapiados, abiertos pero retirados, vueltos hacia la noche o un pasado inasible. Podrían mirarnos pero no nos miran. Ven algo que ignoramos. Vienen de un lugar que conocimos y al que no podríamos volver, porque ya no se puede, o no se sabe, volver a casa. Con sus rostros ovales, sus cuellos de cisne, sus cuerpos alargados como juncos sobre un fondo de color amorosamente trabajado. Estilización y síntesis. Inmediatamente reconocible Modigliani, aunque de él no supiéramos nada. De su corta vida, su pobreza constante, su salud desdichada. Y si algo supiéramos, nada cambiaría. De este amor.
Tenemos a estas chicas en postales, en pósteres, en láminas. Pintadas como estampas japonesas con sus finas líneas toscanas, su devoción por la curva y la contracurva, su carmín en los labios, su íntima lejanía. Su aura. No se imponen ni se anuncian, no niegan ni afirman, no dudan, no proclaman. Como quien las pintó, no adhieren a ningún manifiesto, no integran vanguardias, giran solas en sus círculos, a veces tienen el pelo corto y usan corbata. Son modernas y también son atemporales, se salen del marco, no tienen mensajes ni biografías, apenas un nombre que a Modigliani le gusta escribir en la pintura, como en un acta de bautismo o la etiqueta de un cuaderno escolar. Las chicas de Modigliani son insondables pero sencillísimas, no tienen paisaje y fundan su género. Modigliani no tuvo discípulos, sus chicas solo pueden ser suyas aunque sean de todos, hay cosas contradictorias entrelazadas y fundidas en sus retratos: la ausencia y la presencia, lo finito y lo infinito, el cuerpo y el alma, el plano y el detalle sin plano detalle ni llamado de atención. Algo une a estas chicas que han posado horas, que han vivido siglos, hasta llegar aquí: están quietas y no hablan. Vinieron a no moverse, a no decir. Por eso pueden acompañar así, tienen lo que nos falta y lo ignoran. Llevan como coronas su silencio y su inmovilidad, su extraordinaria capacidad de persistir sin insistencia.
Modigliani tenía un método para pintar, las chicas de Modigliani no son improvisadas ni espontáneas. Son únicas aunque se asemejen, comparten un estilo que es estar en paz sin hacer nada, excepto evocar algo sin nombre, ellas que llevan el suyo como un emblema, una cartela o una filacteria barroca. Les diríamos a todo que sí, que es para siempre. No nos atreveríamos a tocarlas. Para no herirlas, para que no se inquieten, para no interferir ni perturbar esa especie de sueño en el que están sentadas. Porque el que duerme coloca sus ojos hacia adentro, se va a nadar en su inconsciente de filos y de flores, desaprende todo lo que ha aprendido. Intuye un secreto, desarma las fotos de familia, comienza a despejar la ecuación, a levantar losas y tapas y a ver, con los ojos cerrados. Se asoma a sus ruinas parlantes y se queda solo. A veces no recuerda qué soñó, intenta escribirlo, describirlo, conjurarlo. Pero no es igual. Ninguna chica es igual a una chica de Modigliani. Hijas de las cabezas esculpidas por Modigliani bajo influencia de la escultura africana, con su pureza primitiva, su arcaísmo. Hijas del polvo y el costo de los materiales que impiden a Modigliani hacer más cabezas, esculpir. Hijas de la hipoteca y la tuberculosis, la mezcla del ajenjo y el hachís, las noches en hoteles de mala muerte. Pero si hay miseria no se nota, son hijas del orgullo, del “único tipo en París que se sabía vestir”, dicen que dijo Picasso. El traje de terciopelo, la camisa amarilla, la bufanda roja, el sombrero de ala ancha. Amedeo, dandy. Aristocrático sin un franco en los talleres abigarrados de La Ruche, judío de Livorno con un impecable francés sin acento, noctámbulo y bohemio. “Modí”, así lo llamaban sus amigos, jugando con la pronunciación francesa de maudit. Maldito.
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