Botonera

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5.11.23

III. "DESERTAR. FORMAS DE SALIR DEL MUNDO", REVISTA SHANGRILA Nº 44, Mariel Manrique (coord.), Valencia: Shangrila, 2023



EN LA TORRE DEL SEÑOR DE MONTAIGNE
[Fragmento inicial]
Alberto Ruiz de Samaniego



Torre de Montaigne. Foto: Alberto Ruiz de Samaniego


HAMLET: Para conocer bien a otro,  hay que
conocerse a sí mismo. 
(Hamlet, Acto V, 2)



En el famoso ensayo XXXIX de su libro primero, dedicado a la soledad, Montaigne afirma que “lo más grande del mundo es saber pertenecerse” (268, edición de Cátedra: Ensayos completos, Biblioteca Áurea). Pero ello no parece, desde luego, empresa fácil, dado que la duplicidad, el desdoblamiento o incluso el engaño organizan la existencia entera, incluida la propia. Hasta tal punto que “la mayoría de nuestros actos no es sino disimulo y fingimiento”, tal como el autor ya había asegurado en I, XXXVIII y luego en múltiples ocasiones. Bajo la cobertura de nobles pretextos, todos disimulan los más bajos intereses. Cada uno trabaja –hasta los mejores– en defender solo su causa, con disimulo y engaño (III, I). 

Estamos, pues, inmersos en un mundo de falsedad, embustes y supercherías del que conviene distanciarse, acaso como primera tentativa de acción consciente, necesaria, aun más que responsable. Un acto de rechazo que, como ya notara Starobinski (Montaigne en mouvement), habrá de suponer el impulso primero y determinante en la experiencia vital de Montaigne como escritor. 

La torre de su castillo erigirá esta distancia que Montaigne –devota lectura hamletiana– desea poner entre él y el engañoso espectáculo del mundo. Este lugar de la secesión, como también ha notado Jean Starobinski, no será un promontorio abstracto, porque en Montaigne todo toma cuerpo: “El lugar separado será la ‘biblioteca’ en la torre: lugar dominador, belvedere acondicionado en el último piso del castillo familiar”.

Hay, en este acto decisivo, algo muy próximo a una entrada en una orden de corte espiritual –eso sí: formada por un hombre solo, un único sujeto, tal vez ni eso. Y por ello tal decisión se verá monumentalizada con una nota en latín que Montaigne colocó en la pared de su gabinete, para que el recuerdo de su libre determinación permaneciera grabado en su memoria. Inscripción que marcará el comienzo de un nuevo tiempo, en cierta forma una ruptura, o algo que, al modo del inicio de la Comedia de Dante, “parte en dos” una vida. Y que debe ser entendido, entonces, como un nuevo nacimiento, de ahí la referencia tan precisa a los datos de su propio aniversario: “En el año de Nuestro Señor de 1571, a los treinta y ocho años de vida, Michel de Montaigne, el último día de febrero, su cumpleaños, cansado desde hace tiempo de la esclavitud del parlamento y de los públicos empleos, se ha retirado con plena fuerza creadora en el seno de las doctas musas, donde en tranquilidad y despojado de todas las preocupaciones, pasará los días que todavía le quedan de vida, consagrando al reposo y a la libertad el agradable y sosegado aposento herencia de sus antepasados”.



Dormitorio y escritorio de Montaigne.
Fotos: Alberto Ruiz de Samaniego



La biblioteca en la torre es el espacio donde Montaigne ha conquistado la posibilidad de establecer un territorio personal y privado, con las paredes que, con su forma curva, ofrecen el cobijo perfecto para la voluntad que ansía el retiro, la vida contemplativa: vita theoretica de los antiguos, la de quien, espectador del mundo, aspira aún más al examen de uno mismo. Pero también, en términos psicoanalíticos, regreso al útero, enfatizado en la dependencia genealógica con la morada de los ancestros, tal como marca la inscripción en el frontispicio del despacho. 

Ese rincón dramatiza una localización a la vez simbólica y concreta, la de una efectiva frontera con el exterior, el cobijo de una distancia radical y severa, pero maternal y reflexiva, amparada por “las doctas musas”. La torre encarna, como edificio, lo que la expresión “trastienda interior” significará en Montaigne su proyecto de vida y conocimiento: un espacio para resistir todas las tentaciones del mundo. “Hemos de reservarnos una trastienda muy nuestra, libre, en la que establezcamos nuestra verdadera libertad y nuestro principal retiro y soledad. En ella se ha de tener ordinaria charla con uno mismo y tan privada que ninguna relación o comunicación extraña halle en ella lugar; discurrir y reír allí como si se careciera de mujer, hijos y bienes, escolta y criados, para que cuando acaezca el momento de la pérdida, no sea nuevo para nosotros prescindir de todo ello” (I, XXXIX).

Rincón de la fortaleza interior donde deben ser consideradas las verdaderas fuerzas y los efectos del alma, tal como el propio Montaigne afirma en la “Apología de Raimundo Sabunde” (II, XII). He ahí, pues, el espacio franco, el lugar en que establecer nuestra verdadera libertad y diálogo de nosotros con nosotros mismos, al tiempo que se consagra a la memoria del amigo perdido. De haber un ámbito para la concentración y el retorno a sí, para el ejercicio de la soberana consciencia, sin duda habría que asignarlo a ese tercer piso de la torre, materialización evidente de la reserva de la trastienda mnémica y reflexiva y, en cierto modo, también del arte de saber enmascararse del asedio exterior. 

Rechazo del infierno que son los otros, siempre prestos a secuestrar o aprovechar la libertad de uno, el dominio de sí. Será todo un arte, en efecto, la capacidad que demostremos de volver inaccesible a la mirada del otro lo que deseemos proteger (III, II). El yo ha conseguido conformar su espacio, en forma de estancia encastillada, torre de vigilancia; el arte, la obra, serán una barrera protectora interpuesta entre nosotros mismos y el mundo exterior. 

Desde esa torre de vigilancia Montaigne podrá ejercer, de hecho, dos funciones complementarias: la de espectador distanciado del mundo exterior, y la de lector, espectador curioso del universo interior. Aunque el objetivo final y principal no será, precisamente, el saber del mundo, sino alcanzar el conocimiento de sí, conseguir la presencia de sí: pertenecerse. 

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