Botonera

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14.11.23

II. "LA ORILLA DE LAS SIRTES", Julien Gracq, Valencia: Shangrila, 2023


Prólogo

PASAR AL ACTO

Alberto Ruiz de Samaniego


Eleanor Parke Custis, Fog, ca. 1935


La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el hecho estético.

 Jorge Luis Borges, Otras inquisiciones


Sostenía Ricardo Piglia que los narradores son los que saben transmitir al lenguaje la pasión de lo que está por venir. Esa misma capacidad de captación de los movimientos secretos del acontecimiento posee, y en grado sumo, Julien Gracq. Su prosa, tan precisa y exuberante, es como una sonda que penetra lentamente —y con pasos de paloma— hasta lo más arcano de las líneas de fuerza en que se juega el destino del mundo. Envuelta en una tensión irresistible, como en la inminencia de una revelación por fin decisiva, su escritura va cercando el territorio donde eso secreto anida y se transforma: se descompone o corrompe, crece en variaciones incesantes y acaba por fermentar, de forma un tanto larval y oscura; rodeado, como las corrientes eléctricas que avisan de una tormenta, de señales y presagios cargados de entera ambigüedad. 

La palabra de Gracq se acerca a lo mágico o maravilloso —en el sentido teorizado por Breton— porque en esa ambigüedad que se extiende como jirones de niebla sobre el campo de lo real todo se afantasma, y entonces los límites entre la aparición, la realidad tangible y la propia alucinación se vuelven porosos. Lo maravilloso no se halla tampoco lejos de lo inquietante, o de lo tenebroso, en la medida en que esas figuras de la alteración o la descomposición se resuelven en una dimensión como de masa indeterminada, una ciénaga en la cual es necesario perderse para alcanzar su profundo conocimiento. 

En la magia —ha notado Blanchot escribiendo precisamente sobre Gracq— las cosas buscan existir a la manera de la conciencia, y la conciencia se aproxima a la existencia de las cosas. Por un lado, entidades como la fortaleza, el lago, los acantilados o —ejemplo eximio— el volcán Tängri de esta novela, semejan contener una intención y esconder una disponibilidad enigmática. Por otro, los hombres pierden su autonomía y libertad, caminan como sonámbulos a pleno día, o se confunden con los elementos del paisaje, como si se hallase adherida su existencia a una suerte de pegamento cósmico; cuerpos apesadumbrados y cautivos en medio de una disolución brumosa. De ahí la importancia de las apariciones y los espíritus, que son menos espíritus que cosas, sustancias en proceso: conciencias que se diría fundidas o semienterradas en un telúrico entorno natural.

Existe en Gracq una clara atracción hacia procesos de hundimiento y desintegración; al colapso de las formas estables tal como lo manifiestan las ruinas, aquí encarnadas en esa ciudad decrépita que es Sagra. Las ruinas, en efecto, dramatizan con evidencia el desplome en una organicidad turbia y desarreglada: el mundo como un ilimitado cuerpo sin órganos en continua (de)formación donde los objetos pierden, en medio de la inestabilidad general, sus líneas o fronteras precisas; para dar lugar a los puros elementos o las fuerzas tectónicas que impulsan en cada momento el azar histórico. Figuras de un tiempo anacrónico, del todo inactuales, las ruinas —extraña presencia de un pasado sin presente que fue sin embargo presente en algún otro momento— dibujan esas zonas de mutabilidad que interesan a Gracq, estratificaciones en que dejó su marca severa el destino. Delante de ellas, el contemplador se sitúa ante las evidencias del tiempo mismo: como quien dice, de cara a él, tomando conciencia de la historicidad en tanto que destino, siempre trágico. Y del apoderamiento que las fuerzas de la naturaleza y el olvido efectúan sobre los afanes del hombre.

Se diría que la intensa prospección que el narrador de La orilla de las Sirtes realiza en relación con ese campo informe o inconstante, tan dudoso cuanto problemático, no puede más que conducir a una escritura envolvente —plena y gloriosamente barroca— que se halla en perpetua lucha con el equívoco o el espejismo. Los párrafos largos y preciosos, las descripciones sumamente demoradas y sinestésicas quieren dar cuenta de todas las vicisitudes, las alternativas de logros o de fracasos, de luces y sombras que van a ir conformando la comprobación de la cadena infinita de metamorfosis: la sustancia fluida en que las fuerzas del mundo se desenvuelven, se ocultan y muestran. Pues sabemos ya, al menos desde Heráclito, que el hacer pródigo y gratuito de la physis es inseparable de su deshacer: la naturaleza gusta de esconderse y encriptarse (kruptesthai).

El imaginario de Gracq procura moverse, por ello, en la más profunda intimidad del lenguaje. Desde luego, si hay algo evidente en esta escritura es la relación con la lengua, que en su caso es del todo abierta: se vuelve decididamente perceptiva; en el sentido de que la palabra deja de ser el instrumento que uno usa cotidianamente y se convierte en otra cosa, una invocación, un sutil engendramiento, o un conjuro. Y por eso, también, y tal como hacía Flaubert con sus textos, la prosa pletórica de La orilla de las Sirtes debería paladearse en voz alta, masticarse palabra a palabra como quien prueba un fruto precioso y muy raro, verdaderamente singular. 

La misma tensión descriptiva —Gracq es un maestro de ese género clásico que fue la ecfrasis— promueve la elaboración de una suerte de compleja y continua mirada topográfica, lo cual no es nada extraño en un profesor de Geografía como lo fue Gracq a lo largo de su vida, amante además de fatigar los mapas, como él mismo ha recordado. Las escenas favoritas del autor están llenas de muros, fortalezas, criptas y descensos a cavernas, fisuras y fallas del terreno, islas y abismos. Todo colabora entonces a desdibujar la lógica simple de las fronteras, el aquí y el allá, lo alto frente a lo bajo: el espacio, anfractuoso y laberíntico, se llena de umbrales, desvíos, rupturas, interrupciones, recónditos e íntimos recovecos, como le sucede majestuosamente a la prosa misma de Gracq. 

Con toda lógica, pues, lo que la novela va a ir destilando será la vocación —no del todo consciente— del protagonista por pasar al otro lado, cruzar en un acto decisivo el límite, la frontera que una tradición inmemorial y descuidada alguna vez impuso: zafarse del interdicto que impide o prohíbe el paso, y con él de la opacidad turbia, monótona: repetitiva de la vida cotidiana. De la decrepitud y vacío que encarna la ciudad de donde él procede, Orsenna: “ciudad intacta y carcomida” cuyo letargo como de momia o muerto-vivo la mantiene en una dimensión meramente retórica, en el peor sentido del término: vaciado todo gesto de su sentido vital, haciendo “que para todo el mundo conservase autoridad el signo, que sobreviviese a la cosa significada”.

Aldo, el protagonista y narrador, es un joven patricio militar perteneciente a una de las familias más antiguas de Orsenna. Cansado de la deriva mundana y banal de los bailes y reuniones de sociedad típicos de su rango, decide romper con la vida fácil y los placeres urbanos al ser enviado al frente sur de las Sirtes, como observador, es decir: como espía oficial de la Señoría, el poder que gobierna hace mucho tiempo en Orsennna. El viaje lo conducirá a un mundo de fuerzas elementales: praderas, estepas, juncos, lagunas y “altas hierbas de emboscada”. 

Las Sirtes ha de verse como un reino sombrío y espectral, un finisterre dominado por una especie de genius loci o viejo dios cansado, Poseidón con su mano en forma de tridente, el capitán Marino: 

Los ojos, ensombrecidos por la visera muy baja, eran de un gris frío de mar; a la mano curtida que seguía prolongando deliberadamente el apretón le faltaban dos dedos. El capitán Marino salía literalmente de la bruma, y algo me decía que ya no habría manera de devolverlo allí tan fácilmente. Un lugar curioso, aquel Almirantazgo así surgido de las brumas espectrales de aquel desierto de hierbas a orillas de un mar vacío.

La fortaleza de las Sirtes, territorio del confín, es un ámbito en letargo: “Yo abría mi ventana a la noche salada: todo reposaba en cincuenta leguas de costa, el farol del rompeolas sobre el agua durmiente ardía tan inútil como una lamparilla de noche olvidada en el fondo de una cripta”. Un espacio anegado por canales y terrenos lacustres, azotado por los vientos y las brumas: la avanzadilla bélica de un ancestral poder ahora por completo arrumbado:

Ante nosotros, más allá de un pedazo de landa comida por los cardos y flanqueada por varias casas largas y bajas, la niebla agrandaba los contornos de una especie de fortaleza ruinosa. Tras los fosos medio rellenos por el tiempo aparecía como una poderosa y pesada masa gris de muros lisos solo perforados por algunas aspilleras y la ocasional tronera para los cañones. La lluvia acorazaba sus losas relucientes. El silencio era el de un pecio abandonado; en los adarves embarrados no se oía el paso de un solo centinela; marañas de hierbas perladas agrietaban aquí y allá los parapetos de liquen gris; en las avalanchas de escombros que resbalaban hasta los fosos se mezclaba chatarra retorcida y restos de vasijas. La poterna de entrada revelaba el grosor formidable de las murallas: las buenas épocas de Orsenna no habían escatimado en gastos en aquella bóvedas bajas y enormes por donde circulaba un aire de moho y antiguo poderío.

Sin embargo, todo en La orilla de las Sirtes conduce a un ambiente de revelación, de iniciación y bautismo en esas aguas lustrales, terminales. Cada ocasión o jornada parece gestar una relación otra con las apariencias de las cosas:

Arrastrado —escribe Aldo— en aquella carrera exaltante hasta la más absoluta oscuridad, me bañé por primera vez como en unas aguas iniciáticas en aquellas noches del sur desconocidas en Orsenna. Algo se me había prometido, algo se me estaba desvelando; entraba sin luz alguna en una intimidad casi angustiosa, esperaba a la mañana, entregado a la ceguera ya como quien se adelanta con los ojos vendados hacia el lugar de la revelación.

En la estela de un libro que marcó profundamente a Gracq: La decadencia de Occidente, de Oswald Spengler, Aldo se confronta en las Sirtes con la pasión de un vitalismo que se contrapone al abatimiento espiritual y completo de una civilización — ya hace mucho mortecina— en la que ha crecido. Podría suceder que Aldo, tal vez sin saberlo, fuese un nietzscheano: “En definitiva, encontraba en Orsenna un pueblo al que nada había preparado para pensar trágicamente. Colocada ante un problema tan alejado de su óptica habitual, y en el que las incógnitas quedaban arrasadas por los datos, Orsenna reaccionaba con la miopía testaruda de la extrema decrepitud”. Su viaje iniciático a las Sirtes ha desatado en él lo que podemos denominar “la pasión bárbara”: la cuestión de «lo otro», que lo llama y lo seduce, de una forma por completo irracional, exaltada, ciego como en un arrebato de amor. 

He aquí el gran tema que La orilla de las Sirtes nos propone, bastante sigilosamente: la seducción de la barbarie. La vida elemental y, por fin, al parecer verdadera; el destino del sur representa antes que nada el término final que linda con el mundo de la auténtica pasión. No porque no haya pasiones intelectuales, sino porque del otro lado parece estar la experiencia pura, la Epifanía. Frente a esas pasiones elementales e inexorables encontramos, sin embargo, lo que representa Orsenna: el carácter ficcional de la política, la retórica vacía de unos signos periclitados: la vida gastada, enmohecida y parásita. O, último escalón de la degradación vital, Maremma: con su palacio veneciano sobre las aguas y sus escenas de fingimiento, prostitución y cortesía. Productos infectos —no está lejos Sodoma y Gomorra— de una irrealidad teatral que solo aspira a una existencia delegada, evasiva: parasitaria. Sometida al gozo y el abandono, el desorden, la confusión, el relajamiento de las costumbres y el exhibicionismo. La prueba es que Aldo, cuando habla de Orsenna, siempre pone en primer plano la intriga, la conspiración, el complot: los espejismos de la verdad. Y, en oposición a todo esto, el viejo espíritu guerrero y conquistador, la voluntad de poder de que hicieron gala los antepasados: la “facha austera de los viejos retratos de la época heroica colgados en los palacios de Orsenna”. He ahí también el valor de las imágenes, que incitan a pasar al acto. Sirven como recordatorio mortificante —para quien sepa o quiera interpretar tales señales— de que un pensar —y actuar— trágico quizás todavía sea posible.

De igual modo, la vaga existencia del Farghestán — la tierra enemiga más allá de la frontera— representa la gratuidad de lo caprichoso, inestable o impulsivo (como el propio volcán que domina su capital), el derroche tumultuoso de sentido y fábula, el azar y la vida nómada —sin nomos—, la cruel extensión del desierto: todo aquello que no se puede heredar, ni cultivar ni enseñar. En última instancia, se asocia con la poética seductora y pasional de lo salvaje, que también representa Vanessa, la amada de Aldo, último descendiente de una familia turbulenta y peligrosa que siempre ha conspirado contra el poder y la estabilidad embalsamada de la Señoría. Ella es como una musa inquietante de Chirico, o una sirena: una quimera simbolista. Su atracción es poderosa y fatal, del todo trastornante, desde luego peligrosa para cualquiera. Reina en un dominio ignoto, en cierto modo necrófilo, un más allá de amor y muerte:

Vanessa me acogía en su reino. Me acordaba del jardín Selvaggi y sabía qué me llamaba hasta aquel agujero de cienos enmohecidos. Maremma era la rampa de Orsenna, la visión final que paralizaba el corazón de la ciudad, la ostensión abominable de su sangre podrida y el gorgoteo obsceno de sus estertores. Un hechizo criminal curvaba a Vanessa sobre aquel cadáver como quien imagina al enemigo tendido ya en su ataúd. Su hedor era garantía y promesa. Con aquel mascarón de proa hecha mujer erguida a mi lado abriéndose paso, comprendí que Vanessa se había reunido en aquellas orillas perdidas con su visión predilecta.

El espíritu que Cavafis poetizó en su más famoso texto —Esperando a los bárbaros— ronda de este modo por todo el libro. Acaso, también, ese intervalo de tiempo que se dio en llamar Drôle de guerre, que comprende los meses —sombríos y sonámbulos— en que Francia, enemigo declarado ya del Tercer Reich, aguarda la invasión de su territorio, sin lanzar no obstante ataque alguno contra el enemigo: 

Cuando pensaba en la orden que había recibido de Orsenna y en los ecos que me llegaban de allí favorables a los rumores que enardecían a la ciudad, me parecía que Orsenna se cansaba de su salud adormecida y, sin osar confesárselo, esperaba ávidamente sentirse vivir y despertarse con la angustia sorda que se apoderaba ahora de sus profundidades. Era como si la ciudad feliz, que se había dispersado por todos los confines del mar y había dejado irradiar durante tanto tiempo su corazón inagotable en tantas figuras enérgicas y en tantos espíritus aventureros reclamara ahora, en el fondo de su envejecimiento avaro, las malas noticias como una vibración más exquisita de todas sus fibras. 

Pero también creemos vislumbrar, como una suerte de ruido de fondo y gesto también inaugural, la decisión tajante de Rimbaud —el poeta favorito de Gracq— cuando, sujeto a la fantasía de la muerte de la literatura como única posibilidad de acceso a lo real mismo, culmina el acto de despedida de la cultura y la sociedad de Occidente. Decisión sin duda de orden sacrificial, con un claro componente mítico: “Mi jornada ha concluido; dejo Europa” —escribió—. “El aire marino quemará mis pulmones; me tostarán los climas remotos”. Recorre entonces decidido los puertos del Mar Rojo y en 1880 se radica definitivamente en Adén. Esos puertos que el poeta visita —Djedda (Arabia), Suakin (Egipto), Massawa (Eritrea), Hodeida (Yemen), Adén…— bien podrían equipararse a los asentamientos del Farghestán con los que Aldo fantasea, a su vez, contemplando las cartas marítimas en la sala de los mapas de la fortaleza. Un mismo afán expiatorio, parecido ritual de segregación y vacío que el de Rimbaud adentrándose en el desierto, encontramos en las intenciones de Aldo: 

Yo había deseado aquel exilio por una repentina necesidad de desapego: me aportaba un equilibrio. No echaba de menos los placeres perdidos de Orsenna. Casi nunca salía del Almirantazgo; asombraba a Fabrizio cuando rechazaba los placeres más accesibles y los amores de una hora que iba a buscar casi cada semana en Maremma. Yo no los necesitaba. Para mí, las privaciones apenas justificadas que iban ligadas a aquella vida perdida de las Sirtes y el sacrificio voluntario que implicaba a cambio de nada, encerraban la promesa de una oscura compensación. En su propia vacuidad, su despojamiento y sus normas severas, parecía reclamar y ameritar la recompensa de una emoción más profunda que toda la mediocridad y el refinamiento que la vida de fiestas de Orsenna me había ofrecido. Aquella vida austera se consagraba claramente, en la evidencia de su misma inutilidad, a algo que fuese digno por fin de tomarla; reclamaba un soporte a la altura de su impulso hacia el vacío desdeñosa de apoyos vulgares y como aventurada en precario equilibrio sobre un abismo.

La contemplación de las cartas marítimas constituye, desde luego, el primer signo de la transformación anímica del protagonista. La bóveda donde se guardan los registros cartográficos actúa como una copa alquímica donde se producirá la fermentación espiritual. En ese ámbito que recuerda a una cripta, lugar del secreto y de la conversión, Aldo será iniciado en el espíritu heroico de los antepasados: 

Poco a poco, sin embargo, había empezado a colorearse para mí de un reflejo singular; el ocio de los primeros días tendía a organizarse a mi pesar alrededor de lo que no podía seguir dudando en reconocer como un misterioso centro de gravedad. Un secreto me ataba a aquella fortaleza, como ata a un niño un escondrijo descubierto entre unas ruinas. A primera hora de la tarde y mientras el sol ardía, quedaba vacío el Almirantazgo con la hora de la siesta; a través de los cardos recorría los fosos hasta la poterna sin ser visto. Un largo pasadizo abovedado con escalones separados y húmedos me conducía al reducto interior de la fortaleza: caía en capas sobre mis hombros el frescor sepulcral y entraba en la sala de los mapas. 

Otros signos luego se sucederán: una noche, se avista la sombra de una vela, un navío misterioso que franquea la línea de las patrullas; en otra ocasión, en las ruinas de Sagra, Aldo encuentra un bajel que tal vez use el enemigo; posteriormente, la iglesia de San Dámaso, en Maremma, se agitará infestada de rumores, advocaciones y conjuros, signos pululantes y sulfurosos de una revuelta que aparentemente no deja de crecer…

Aldo —conviene tenerlo en cuenta— es un lector o intérprete un tanto neurótico, un perseguidor paranoico y obsesivo de todos esos indicios; ve detalles en los más leves signos: gestos etéreos o rastros mínimos que pone en relación, como se actúa precisamente en la interpretación de un mapa. Activa esos puntos aislados que ha entrevisto, tal si buscase una ruta perdida que le permita rasgar el velo de las apariencias, y alcanzar con ello una dimensión por fin nueva, desconocida. Mística del acceso (al) más allá. 

Hay reminiscencias de Achab en Aldo, cuando lo vemos visitar con reiteración precisamente la sala de los mapas; trazando líneas, observando las rutas suplementarias de un espacio no recorrido hasta ahora. En este lugar se encierra —y enciende— el joven e impetuoso soñador para tratar de atrapar las líneas del destino. Entra en esa bóveda como quien se funde en la gruta donde la naturaleza ha encriptado su sino. Algo en ese su deseo febril y transgresor que se incuba en la sala de los mapas recuerda efectivamente a Achab, que remite también a Jonás en el vientre del Leviatán. Que a su vez remite a Noé y al diluvio. La cripta de los mapas, santuario que custodia los recuerdos del pasado guerrero de Orsenna y promete los designios futuros, es la cabina del Pequod y, a la vez, el arca de Noé: el arca antes de la catástrofe. Antes del sacrificio trágico.

La novela está imbuida, ciertamente, de un ambiente apocalíptico. Funestos presagios vaticinan una conflagración dramática, el fin de una pasividad o una apatía un tanto bufonesca amén de insignificante: “más que a una nueva erupción, recordaba a las lluvias de sangre, al sudor de las estatuas, a una señal negra izada en lo alto de aquella asta gigantesca en vísperas de una epidemia o de un diluvio”. Un fin de mundo se va gestando envuelto en aires de profecía y oscuras premoniciones. Todo ello traduce la fascinación, entre angustiada e histérica, de una población —con Aldo a la cabeza— que irá cediendo al vértigo de la acción inexorable, la que habrá de provocar tal vez el enfrentamiento final y acaso la caída de la entera civilización, y con ello todo lo que Orsenna representa:

una ciudad amenazada, una corteza carcomida hundiéndose a trozos bajo un peso excesivo en aquellos pantanos de los que había sido flor suprema. Como el rostro de una mujer aún hermosa y sin embargo irremediablemente envejecida que la luz fúnebre de la madrugada hace de pronto desmoronarse, el rostro de Orsenna me confesaba su cansancio; un soplo de anunciación remoto dentro de mí me avisaba de que la ciudad había vivido demasiado y que le había llegado su hora, y entonces, arremetiendo yo mismo contra ella malignamente desafiante en esa hora turbia en que se declaran los tránsfugas, sentía que las fuerzas que hasta entonces la habían sostenido cambiaban de bando.

Luego, las monsergas religiosas que circulan por la iglesia de San Dámaso —señales y visiones de desastres y nacimientos, de catástrofe y de fuegos purgativos: ese santo lugar es como una gran reserva de energía indómita— redoblarán las impresiones y las interpretaciones impulsivas que han ido fermentando en el corazón aventurero —jüngeriano, sin duda— del ardiente Aldo, implementadas morbosamente por su propio deseo transgresor, enfebrecido además por las sugerencias y los ímpetus carnales de Vanessa y la familia Aldobrandi. 

Profético, herético, apocalíptico, el volcán Tängri del Farghestán se erigirá al fin como la criatura en la que concurren todos los signos de la pesadilla largo tiempo anhelada: el fin de un mundo y la erupción incierta de un orden nuevo que habrá de nacer necesariamente de la muerte misma: 

muy alto, muy por encima de aquel vacío negro, erguido con una verticalidad que se cernía sobre nuestras nucas y pegado al cielo con una ventosa obscena y voraz, emergía de una espuma de nada una especie de signo de final de los tiempos, un cuerno azulado, de una materia lechosa y ligeramente rielante que parecía flotar, inmóvil y definitivamente ajeno, final, como una extraña concreción del aire. Angustiaba el oído, el silencio alrededor de aquella aparición que invitaba al grito, como si el aire se hubiese vuelto opaco a la transmisión del sonido, y frente a aquella pared constelada, evocaba el final flácido y nauseante de las pesadillas sobre las que oscila el mundo, y donde ya no nos llega el grito de una boca incansablemente abierta sobre nosotros.

El volcán surge como un intensísimo lugar de imantación. En “aquella aproximación nocturna a la cosa desconocida todo el barco se cargaba de una electricidad sutil”, reconoce Aldo: “Un hechizo nos tenía ya atados a aquella montaña magnética. Una espera extraordinaria, iluminada, la certeza de que iba a caer el último velo mantenía en vilo aquellos minutos estragados”. 

El volcán Tängri, negra boca sagrada de sombra que expulsa fuego y muerte, es la cosa misma —en puro sentido lacaniano—: el oscuro corazón negro de lo real, atractor fascinante y tremendo que consume, hasta la fatalidad, a quien allí se aproxime, como una mariposa es atraída por el fuego.

Por eso, el narrador nos habla —no puede ser de otra manera— desde la pérdida y la derrota: escritura después del diluvio. Amor fati nietzscheano. Ha dicho sí a la vida hasta su dimensión más trágica; ha tocado el vórtice o el secreto mismo del universo: las fuerzas que disponen sus elementos y los alteran, los engendran y los disipan. Y el velo de lo real finalmente se ha rasgado: 

Cuando el recuerdo me lleva —apartando por un momento el velo de pesadilla que sube del rescoldo de mi patria destruida— a aquella noche en la que tantas cosas quedaron en suspenso, sigue fascinándome la asombrosa, la embriagadora velocidad mental que parecía quemar los segundos y los minutos, y por un momento tengo el convencimiento siempre singular de que se me dispensó la gracia —o más bien su grotesca caricatura— de penetrar el secreto de los instantes que se revelan a sí mismos a los grandes inspirados.

Voluntad y pasión funesta, compulsión de muerte que va fatalmente ligada a la suprema afirmación trágica de la existencia. Melancolía, prueba atroz y sabiduría del desengaño, al cabo. La escritura constituye también la expiación de quien ha tenido el valor, o la demencia, de cruzar la frontera, y pasar al acto

yo no contaba con las palabras para decirle lo que Marino o una mujer enamorada habrían entendido con una mirada. Lo que yo quería no tenía nombre en ningún idioma. Estar más cerca. No seguir separado. Consumirme en aquella luz. Tocar. Abrasarme en aquella luz surgida del mar.