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17.10.23

II. "CRIMEN, HUELLA Y REPRESENTACIÓN. ESPACIOS DE VIOLENCIA EN EL IMAGINARIO CULTURAL", Anacleto Ferrer Mas y Jaume Peris Planes (coords.), Valencia: Shangrila, 2023


Introducción (Fragmento inicial)

MORTUI VIVOS DOCENT

PATRIMONIOS HOSTILES EN EL IMAGINARIO CULTURAL (1)

Anacleto Ferrer Mas y Jaume Peris Blanes

(Universitat de València)


1. EL SIGLO XX CORTO

Por definición, un siglo es un período de cien años: una centuria. Pero como la historia no avanza a una velocidad constante y uniforme, a una velocidad de crucero en todos y cada uno de sus segmentos temporales, para referirse al siglo XX, con sus acelerones y frenazos, sus radicales cambios de rumbo y violentas reacciones, el historiador británico Eric Hobsbawm popularizó una denominación específica, creada por Ivan Berend, antiguo presidente de la Academia Húngara de Ciencias: el siglo XX corto, que es aquel que arranca con el estallido de la Guerra del 14 y alcanza hasta el desmoronamiento de la Unión Soviética en 1991, constituyendo un período histórico coherente (Hobsbawm 1998, 15). 

1. Este texto ha sido concebido en el marco del proyecto «De espacios de perpetración a lugares de memoria. Formas de representación» (PROMETEO/2020/059), Generalitat Valenciana.

La coherencia de dicho periodo procede de la inherente proporción de sus estragos, de la asimetría entre los propósitos que animan a cada uno de sus empellones y las desgracias que los coronan. El XX es el siglo «más mortífero de la historia» no solo «a causa de la envergadura, la frecuencia y duración de los conflictos bélicos que lo han asolado sin interrupción (excepto durante un breve período en los años veinte), sino también por las catástrofes humanas, sin parangón posible, que ha causado, desde las mayores hambrunas de la historia hasta el genocidio sistemático» (Hobsbawm 1998, 22). Los números son escalofriantes: entre militares y civiles, en la Primera Guerra Mundial murieron alrededor de 10 millones de personas y unos 20 millones resultaron heridos. En la Guerra Española del 36-39, el total global de víctimas directas se aproxima a las 350.000; si a ello se añade la población civil muerta en bombardeos y la sobremortalidad en el trienio, «se puede situar el número total de muertos en los 450.000» (Álvarez-Junco 2022, 108). En la Segunda Guerra Mundial, sumando combatientes y población civil, el total de víctimas ronda entre los 40 y los 45 millones, según los historiadores más optimistas. En la campaña de represión política y terrorismo de Estado respaldada por Estados Unidos en el Cono Sur latinoamericano a mediados de los años 70, conocida como Operación Cóndor, los llamados «Archivos del Terror», hallados en Paraguay en 1992, dan la cifra de 50.000 personas asesinadas, 30.000 desaparecidas y 400.000 encarceladas. Eso por ceñirnos a los tiempos y los ámbitos geográficos de los que nos ocuparemos en este libro. Pero podríamos seguir: en el genocidio perpetrado entre 1975 y 1979 por los jemeres rojos en Camboya perecieron un millón y medio de personas. El genocidio ruandés de 1994 se cobró 800.000 vidas en apenas 100 días. La matanza de unos 8.000 bosnio-musulmanes ocurrida en 1995 en Srebrenica estremeció a Europa durante la guerra de la antigua Yugoslavia. Y así un ininterrumpido goteo de crímenes que comunican el siglo XX con el primer cuarto de la centuria siguiente, el de la generalizada memorialización de las atrocidades acaecidas en su predecesor.

En el siglo XIX, la guerra internacional documentada de mayor envergadura del período posnapoleónico, la que enfrentó a Prusia/Alemania con Francia en 1870-1871, arrojó un saldo de 150.000 muertos, cifra comparable al número de muertos de la guerra del Chaco de 1932-1935 entre Bolivia (con una población de unos tres millones de habitantes) y Paraguay (con 1,4 millones de habitantes aproximadamente).

No cabe duda: «1914 inaugura la era de las matanzas», concluye Hobsbawm (1998, 31).


2. EL TIEMPO EN EL ESPACIO 

En una pequeña prosa, la poeta Rose Ausländer, superviviente del gueto de Czernowitz, en la Bucovina, reflexiona poéticamente acerca de la intemporalidad del tiempo: 

«¡Los buenos tiempos!» El tiempo no es ni bueno, ni viejo, ni joven, ni malo. El tiempo no es. Nosotros somos el tiempo, bueno, malo, joven, viejo. Metemos nuestras desgracias y nuestras injusticias en los zapatos del tiempo, que no lleva porque no tiene pies, porque no existe (2008, 12). 

Esos zapatos metafóricos que albergan los inexistentes pies del tiempo, en el que se desenvuelve la historia, inscriben sus huellas en el espacio en el que los hechos «tienen lugar», dejando vestigios por los que acceder al dominio de lo ocurrido:

Tradicionalmente, los historiadores han llamado a sus documentos «fuentes», como si se dedicaran a llenar sus cubos en el río de la verdad y sus relatos fueran haciéndose más puros a medida que se acercaran más a los orígenes. La metáfora es muy vívida, pero también equívoca, por cuanto implica la posibilidad de realizar una exposición del pasado libre de la contaminación de intermediarios. Naturalmente resulta imposible estudiar el pasado sin la ayuda de toda una cadena de intermediarios, entre ellos no solo los historiadores de épocas pretéritas, sino también los archiveros que ordenaron los documentos, los escribas que los copiaron y los testigos cuyas palabras fueron recogidas. Como decía hace medio siglo el historiador holandés Gustaaf Renier (1892-1962), convendría sustituir la idea de fuentes por la de «vestigios» del pasado en el presente. El término «vestigios» designaría los manuscritos, libros impresos, edificios, mobiliario, paisaje (según las modificaciones introducidas por la explotación del hombre), y diversos tipos de imágenes: pinturas, estatuas, grabados, o fotografías (Burke 2001, 16).

Y es precisamente a ese giro espacial (spatial turn), que busca leer el tiempo en sus escenarios a través de la materialidad de los vestigios, al que se ciñe este libro que –parafraseando el título de la obra referencial de Karl Schlögel– habla de espacios en los que leemos el tiempo, descodificando sus signos y construyendo sentidos. Un tiempo que –como poetiza Rose Ausländer– acaso no exista, pero que, paradójicamente, deja en quienes lo transitan trazas a veces indelebles y casi siempre perceptibles. Son testimonios escritos, orales o visuales (en forma de fotografías y películas), lugares de crimen y restos dispersos de objetos usados en la vida cotidiana de quienes los habitaron, víctimas y perpetradores.


3. ESPACIO Y REPRESENTACIÓN

Pero esta no es una obra de Historia, al menos no estrictamente. Es un volumen colectivo sobre representaciones culturales de espacios de violencia. No se mueve tanto dentro de las lindes de la ciencia social pura, «de la teoría de la conceptuación y la judicación» (Cassirer 2016, 19), cuanto del terreno más escurridizo de la imaginación cultural, de lo simbólico-emocional, de la memoria. De una cierta subjetividad, en suma. Esto no le resta importancia al tema tratado, sino que lo sitúa en otro ámbito de abordaje, al que Ernst Cassirer denominó en 1923 de las «formas simbólicas», fundamentales a la hora de «relacionarnos con comunidades amplias; para construir esos demos de los que formamos parte y sin los cuales es imposible entender una democracia» (Álvarez-Junco 2022, 17).

El objeto de este libro es, pues, la representación de las violencias masivas del siglo XX. ¿Cómo pueden la imagen fotográfica, la ficción literaria, el cine o los discursos testimoniales, dar cuenta de ellas? ¿Mediante qué formas visuales y texturas de lenguaje aluden a la compleja malla de violencias, dinámicas de poder y humillación que las atraviesan? ¿Cómo nos permiten comprender algunos de sus ángulos muertos, de sus zonas de sombra y de todo aquello que parece escapar a una primera mirada sobre estas grandes matanzas?

Para responder a esas preguntas nos hemos centrado en textos culturales, de muy diverso tipo, que ponen el acento en una dimensión central de estas formas de violencia: el espacio en el que tienen lugar. Campos de concentración, cárceles, centros clandestinos de detención y tortura, pero también espacios de trabajo forzado o reeducación moral, forman un complejo archipiélago de lugares de violencia que podemos analizar en dos direcciones complementarias.

La primera atañe a la propia naturaleza de estos sitios como territorios pensados o refuncionalizados para la práctica de la represión; como espacios, pues, atravesados por lógicas de poder y cuya propia distribución arquitectónica resultaba funcional al ejercicio de la violencia. En su propio funcionamiento, y en la práctica de quienes los ocupaban, se generaron documentos, imágenes, discursos y narraciones que hoy nos ofrecen una entrada de indudable valor para comprender aquellas dimensiones de la masacre que, precisamente, parecieran resistirse a la comprensión.

La segunda atañe al modo en que esos mismos espacios, su materialidad y su configuración, son pensados, evaluados y representados en artefactos culturales de muy diverso cuño. Si nos interesa centrarnos en las representaciones culturales es porque estas no operan desde la nada, sino que forman parte de esfuerzos sociales más amplios por dar forma y sentido al horror vivido en estos lugares. De hecho, las novelas, películas, testimonios o composiciones visuales que se dan cita en este libro recogen y abordan una preocupación central de nuestro tiempo, la de articular imágenes inteligibles del pasado –y especialmente, del pasado violento– que nos permitan hacer uso de él en el presente. 

Esa preocupación esencial se halla en el centro de las nuevas culturas y lenguajes de la memoria que desde las últimas décadas del siglo XX han venido a transformar la relación entre pasado y presente, en un periodo de transformación de la experiencia temporal que sostenía los modos tradicionales de relación con el pasado. Como señaló Andreas Huyssen (2002), a un periodo de aceleración extrema de las formas de vida y de la circulación de información, corresponde una percepción general de que el pasado, y nuestro conocimiento y experiencia de él, se halla en peligro. El extraordinario desarrollo de las culturas de la memoria en las últimas décadas surge, sin duda, de esa angustia. Y en su interior, la memoria de las grandes masacres del siglo XX, y muy especialmente del Holocausto, ha desempeñado un rol esencial. 


4. MEMORIA Y LUGARES DE VIOLENCIA

En ese esfuerzo colectivo por construir una memoria social de los acontecimientos traumáticos, la función de los espacios no ha sido menor. Desde la creación de monumentos hasta la marcación y resignificación de espacios de represión, las políticas conmemorativas han situado a los espacios físicos como un eje de intervención prioritario en su intento de fomentar la institucionalización de los marcos sociales de la memoria y de la identidad comunitaria. Como explica el historiador de los conceptos Reinhart Koselleck, a pesar de lo diferentes que son las reacciones que los monumentos provocan, hay una exigencia común que emana de todos ellos:

Los monumentos que recuerdan una muerte violenta aportan identificaciones: en primer lugar los muertos, los asesinados y los caídos son reconocidos en un sentido concreto: como héroes, víctimas, mártires, vencedores, gente allegada, eventualmente también como vencidos; también como garantes y portadores del honor, de la creencia, de la fama, de la fidelidad, del cumplimiento del deber; y finalmente como defensores y protectores de la patria, de la humanidad, de la justicia, de la libertad, del proletariado o de las respectivas constituciones. Las series pueden prolongarse.

En segundo lugar, a los observadores supervivientes se les hace una propuesta de identidad ante la que deben o tienen que adoptar una conducta. Mortui viventes obligant, tal como reza la fórmula ciega, que cada cual hará suya según las categorías arriba citadas. Ellos nos conciernen. El monumento a los caídos no solo evoca a los muertos, también lamenta la vida perdida para darle sentido a haber sobrevivido.

Finalmente se da el caso que está presente en todos, que tomado en sí tiene más o menos significado: que los muertos sean recordados como muertos (2011, 67).

«Morir es solitario, para matar al otro hacen falta dos», concluye Koselleck (2011, 68). Y es precisamente en la intersección conflictiva de esos dos sujetos donde se genera el crimen y se gestan las divergencias interpretativas acerca de la naturaleza activa o pasiva de los implicados: ¿víctimas o victimarios?

En su estudio pionero, Pierre Nora propuso la idea de «lugares de memoria» para aludir a todos esos objetos cuya razón fundamental es «bloquear el trabajo del olvido» (2008, 34) y establecer una relación de continuidad con el pasado de la comunidad. En su afortunado sintagma, la idea de lugar no hace referencia, como pudiera parecer, a un espacio físico, sino a una amplia gama de realidades, tanto materiales como inmateriales, capaces de condensar una determinada fracción de la memoria colectiva. Para Nora, los lugares de memoria 

son, ante todo, restos […]. Museos, archivos, cementerios y colecciones, fiestas, aniversarios, tratados, actas, monumentos, santuarios, asociaciones, son los cerros testigo de otra época, de las ilusiones de eternidad […].

Los lugares de memoria nacen y viven del sentimiento de que no hay memoria espontánea, de que hay que crear archivos, mantener aniversarios, organizar celebraciones, pronunciar elogios fúnebres, labrar actas, porque esas operaciones no son naturales. Por eso la defensa por parte de las minorías de una memoria refugiada en focos privilegiados y celosamente custodiados ilumina con mayor fuerza aún la verdad de todos los lugares de memoria. Sin vigilancia conmemorativa, la historia los aniquilaría rápidamente: Son bastiones sobre los cuales afianzarse. Pero si lo que defienden no estuviera amenazado, ya no habría necesidad de construirlos. Si los recuerdos que encierran se vivieran verdaderamente, serían inútiles. Y si, en cambio, la historia tampoco se apoderara de ellos para deformarlos, transformarlos, moldearlos y petrificarlos, no se volverían lugares de la memoria. Es ese vaivén el que los constituye: momentos de historia arrancados al movimiento de la historia, pero que le son devueltos (2008, 24-25). 

Así pues, para el historiador francés, la proliferación de lugares de memoria en la modernidad sería un síntoma del agotamiento de los medios tradicionales de transmisión memorial, que obligaría a una proyección de sus contenidos en «lugares» físicos o simbólicos que aseguren la posibilidad de su transmisión.

En la mayoría de los casos, los espacios tratados en este libro constituyen lugares de memoria de primer orden, incluso algunos de ellos funcionan hoy como centros destinados específicamente al recuerdo y al estudio de la violencia represiva. Pero lo que los singulariza es que, además, han sido espacios en los que formas extremas de violencia han tenido físicamente lugar, lo que los distancia de otros muchos espacios de memoria, como monumentos, museos o lugares de conmemoración que no fueron nunca sitios destinados al ejercicio de la violencia masiva. 

Esa específica particularidad es la que se ha tratado de cifrar en conceptos diversos como los de «paisajes del trauma» (Tumarkin, 2005), «necrolugares» (Meloni, 2019), «sitios de genocidio» (Kovács, 2018) o «geografías del crimen» (Sánchez-Biosca, 2021). Desde planteamientos diferentes, esos autores aluden a la especificidad de estos espacios, que llevan inscritos las marcas de la violencia y que poseen, también, un carácter traumático para la comunidad. De algún modo, la violencia extrema que tuvo lugar en ellos no ha dejado nunca de suceder. Leer esos lugares hoy es tratar de revelar en ellos el modo en que sus violencias han atravesado los tiempos. 

Es por ello por lo que estos espacios ocupan un lugar conflictivo en los archipiélagos de la memoria. Por un lado, forman parte de lo que la comunidad ha decidido que es significativo para entender aspectos cruciales de su pasado y de lo que, por tanto, constituye de algún modo su identidad. Por otro, las historias de sufrimiento, deshumanización y profundo resquebrajamiento del tejido social que estos lugares convocan los convierten en lo que Carolina Aguilera ha denominado un «patrimonio hostil» (2019), ya que

si bien buscan instituirse en relatos articuladores de la identidad nacional, al mismo tiempo remiten a historias sobre las que constantemente se actualizan desacuerdos morales y políticos, que pueden cuestionar el concepto mismo de comunidad nacional (2019, 97).

La naturaleza conflictiva, ambivalente y contradictoria de esos patrimonios hostiles, en los que tuvo lugar una experiencia profunda de daño y devastación, es abordada en la decena de trabajos que componen este volumen. Los cuatro primeros aluden a algunas de las violencias masivas que tuvieron lugar durante el Tercer Reich y la II Guerra Mundial; los tres segundos, a la compleja red de espacios de violencia desplegada en la España franquista, desde la primera postguerra hasta el tardofranquismo; los tres últimos artículos abordan la representación de espacios de tortura y represión en las dictaduras del Cono Sur latinoamericano de mediados de los años setenta del siglo XX. Un siglo corto, sí, pero prolijo en crímenes masivos como ningún otro.

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