EPÍLOGO
José Luis Castro de Paz
Es difícil separar la calidad, la inteligencia del corazón, del dolor. Se diría que este es el crisol en que aquélla se elabora (...). Por eso, he procurado siempre, más o menos conscientemente, hacer la desgracia fecunda, incluso creadora.
María Casares
Aunque (hasta ahora) solo tuve el placer de compartir tres o cuatro días con Shaila García Catalán e Iván Bort Gual, lo cierto es que aquéllas fueron jornadas con seguridad inolvidables tanto para los futuros autores del volumen que el lector acaba de concluir —pues se trataba nada menos que de la defensa de la relevante Tesis Doctoral de Iván (“Nuevos paradigmas en los telones del relato audiovisual contemporáneo: partículas narrativas de apertura y cierre en las series de televisión dramáticas norteamericanas”) en 2012, de cuyo tribunal formé parte; y del brillante acceso de Shaila a su plaza de Profesora Titular de Comunicación Audiovisual en 2021, en cuya Comisión participé también— como para mí, tan sorprendido como confortado por el sincero interés hacia mi trabajo y el cariño que me demostraron entonces y vuelven a mostrarme ahora al regalarme el honor de escribir este pequeño epílogo para un libro inmenso. Ambos felices acontecimientos —y sus comidas posteriores…: guardo imborrable recuerdo de una exquisita paella en Vila-real— tuvieron lugar en Castellón, en el seno del Departamento de Ciencias de la Comunicación de la Universitat Jaume I comandado por el profesor Javier Marzal, con el que me une asimismo una profunda amistad forjada a través de décadas de estrecha colaboración profesional y fructíferas conversaciones sobre la historiografía del cine y el necesario papel que —continuamos convencidos— el análisis textual de raíz semiótica y psicoanalítica, pero también próximo a ciertas metodologías de la historia del arte y de la literatura, debía jugar de cara a una necesaria historización de las formas fílmicas capaz de desterrar definitivamente las superficiales recopilaciones de datos o, en el mejor de los casos, las aproximaciones meramente centradas en el contenido de las películas.
El tejido de saberes que conforman la tan sólida como sinuosa red en la que reposa —y se sosiega— el inaudito fulgor de la apasionada, febril y dolorida escritura de las cuatro manos profundamente entrelazadas que han puesto negro sobre blanco esta tan académicamente densa como íntima y hermosa investigación-Cuento “de canciones y furia” que ahora concluye, no podría analizarse cabalmente entonces sin señalar la influencia en ella de la labor docente e investigadora —en verdad decisiva contribución al vigoroso desarrollo actual de los estudios fílmicos españoles— de sus profesores y compañeros de la UJI, entre los que, además del propio Marzal, parecen claves las figuras de Francisco Javier Gómez Tarín, José Antonio Palao Errando y el más joven pero no menos talentoso Aarón Rodriguez Serrano, así como, por supuesto, las de los más destacados teóricos, historiadores y analistas españoles de la celebérrima “generación Contracampo”: Santos Zunzunegui, Jesús González Requena y Juan Miguel Company.
Pese al bien perceptible deseo —cuya energía y hondura, en forma de vigor y temblor enunciativo, el lector habrá percibido con gozo desde las primeras páginas— de enfrentarse a la carne y la sangre de las pregnantes imágenes y sonidos de los dos tan singulares como extraordinarios filmes que analizan, Shaila e Iván no han dejado de exponernos, previamente y con rigurosa nitidez, sus posiciones teóricas y metodológicas, que hilvanan en fruición fructífera el análisis textual centrado en el trabajo enunciativo y el estudio psicoanalítico de inspiración freudo-lacaniana. Bien pertrechados, nuestros escritores encaran entonces las obras que les (nos) “tocan” y que —como ocurre asimismo con buena parte de las películas, cineastas y actores a los que he dedicado y dedico mi experiencia investigadora, como Vida en sombras, 1947; Vertigo, 1958, Alfred Hitchcock, o las obras “exiliadas” de Jomí García Ascot y María Luisa Elío (En el balcón vacío, 1961) y la personalísima trayectoria fílmica en el exilio francés de la actriz gallega María Casares, cuya cita inicial es bien elocuente de lo que late realmente en el fondo de las mismas, y en la que por cierto ocupa destacado lugar Le Testament d’Orphée de Jean Cocteau, título también de 1960, el primer año clave del discurso que el libro construye y auténtico disparadero y aldabonazo de lo que ha de venir, y en el que Casares interpreta, de nuevo, a la Princesa de la Muerte)— son en verdad irradiantes “películas enigma”. Filmes que “se aposentan pesadamente sobre nosotros y nos interrogan” y en los que el “trabajo de cineasta” puede entenderse en cierto modo como mecanismo que permite a este no caer enteramente en la sombra de la melancolía al ser capaz de “arrojar una forma (fílmica)” (y así tomar distancia de) sobre los densos y oscuros núcleos dramáticos —en sí mismos irrepresentables (e insoportables)— que los constituyen.
No es menester insistir ahora —pues han podido degustarla sobradamente— en la profundidad alcanzada a lo largo del portentoso análisis de Annette y Titane que se nos ofrece. Partiendo con toda lógica de los acercamientos críticos más destacados, que conforman un primer y utilísimo colchón interpretativo, y de las declaraciones de los cineastas (se trata de textos de radical subjetividad, autoconscientes y brutalmente autorales), apoyándose asimismo con fluida erudición en las influencias pictóricas y literarias de las que los directores parten o con las que se relacionan consciente o inconscientemente, y sin pasar por alto el preponderante papel que merece en ambas el deslumbrante uso de la música (obviamente central en el inaudito musical que es Annette), Shaila García Catalán e Iván Bort Gual se adentran en esa “habitación siempre en llamas” del deseo y desde allí, a la vez reflexivos y apasionados, dolientes y lúdicos, penetran hasta el fondo oscuro y terrible de estas dos extremas e inolvidables “historias de amor” que iban a alzarse con los más destacados galardones en el Festival de Cannes de 2021.
Ese claro que a encender ese “deseo” de los autores hubo de contribuir, también, el tratarse de películas que retorcían y revolucionaban el fantástico francés y que, dirigidas por un hombre y una mujer de generaciones distintas pero tradiciones en parte coincidentes, abordaban, cada uno a su intransferible modo, las cuestiones centrales que ya latían —y sin duda continuarán haciéndolo, como no puede ser de otra forma— en buena parte de las investigaciones de la pareja: parecían decirles algo sobre “el estatuto del cine y del arte de nuestro tiempo”; se posicionaban “ante el péndulo masculino/femenino (…) desde posiciones dolorosas”; planteaban “el problema de la paternidad y la maternidad en un mundo en el que ya no se pueden esconder bajo la alfombra los pecados del patriarcado”, “las mujeres hablan o si no, lo hacen sus cuerpos”, “los vínculos simbólicos son frágiles” y los padres decepcionan. Pero películas en las que, aun así y pese a todo, el (inaudito y fantástico) nacimiento de sus descendientes —“que transportan el brillo de un último gesto de belleza, no son de este mundo”— les suscitaba preguntas sobre de qué manera el imaginario de la ficción contemporánea se enfrenta a la reformulación del papel del hijo, “su irrupción y su falta” (“ser padre o ser madre requiere aceptar que los hijos alteran el orden simbólico. Tener hijos es aprender a perder”).
Pero permítanme que como historiador del cine —y para dar por terminado un texto ya demasiado largo después de la densidad de las casi seiscientas páginas que acaban de leer— destaque finalmente el solvente arrojo de nuestros autores a la hora de proponer sugestivas hipótesis historiográficas sobre las que habrá que pensar con detenimiento, precisamente por centrarse su trabajo en películas tan recientes. Si la “historia” que nos plantean tenía su origen en ese ya citado 1960, año de la irrupción de la Nouvelle Vague y en general de los cines de la modernidad, y en el que dos enormes filmes franceses (Les quetre cents coups de François Truffaut e Hiroshima, mon amour de Alain Resnais) obtenían respectivamente la Palma de Oro y el Premio de la Crítica en Cannes, otros dos cintas de aquel país, sesenta y un años después, volvían a triunfar en el certamen, convocándoles a indagar en una hipotética “suerte de nueva ola que todavía está por llegar”.
Ciertamente, el cine moderno que entonces nacía iba a consumar el Neorrealismo italiano —adherido a los traumatismos de la 2ª Guerra Mundial— en lo que este suponía de nueva mirada sobre el mundo y de problemática moral relacionadas con la Historia y las catástrofes colectivas. Si, como agudamente señaló Jacques Aumont, ya algunas escrituras (Dreyer, Chaplin, Wyler) y determinados avances tecnológicos habían preparado el camino con la aparición de innovadores relaciones dramático-espaciales que trataban “en todos los casos de añadir tiempo y movilidad al espacio, de captar este como una duración, de no remitirse ya a la exploración analítica típica de la edad de oro clásica” (1), la nueva poética solo se iba a dilucidarse en Europa tras la contienda, en forma de violento retorno a lo real. Después de una larga temporada entre bambalinas, la visión y la conciencia del horror lo transformaba todo, confrontando la fábrica de sueños con la industria de la muerte: el “gesto” documental frente al gesto teatral; una imagen opaca, dispersiva, insignificante, frente a la confiada y confortable representación clásica del mundo; una narración débil, errática y oscilante frente a la linealidad tradicional, “un encuentro con la historia y sus ruinas. El definitivo final de la inocencia”. (2) En este trayecto inexorable, L’avventura iba a alzarse como filme clave a la hora de indagar en las fracturas causadas en el relato cinematográfico de ficción por el impacto de la Shoah —la nunca resuelta desaparición de Anna en la película antoniniana toma cuerpo en un espacio vacío “no vacío”, cargado de ausencia, un agujero “entre la indiferencia y el olvido” (3)— y esa ausencia no sería entonces (en cierto sentido y de acuerdo con las bien conocidas tesis de Gilles Deleuze y su tan influyente concepto de “imagen-tiempo”) más que una continuación del movimiento italiano en tanto conciencia intuitiva de la nueva imagen en ciernes, desarrollada ahora intelectual y reflexivamente por la Europa de la modernidad cinematográfica y “las nuevas olas”.
1. Jacques Aumont, El rostro en el cine, Barcelona: Paidós, 1998, pp.116-117.
2. Domènec Font., Paisajes de la modernidad. Cine europeo 1960-1980, Barcelona: Paidós, 2002, p.31.
3. Domènec Font, Michelangelo Antonioni, Madrid: Catedra, 2003, p.139.
Si entonces la herida trágica de Auschwitz —y el terrible vacío y la “ausencia” infinita resultantes— se convertía en obsesiva indagación del arte moderno, en su más angustioso “meollo” representacional, su incidencia en los estilos y modos de representación cinematográficos hubo de producir también y por lógica decisivos efectos, visibles todavía —mediante asimismo la trascendental influencia del monumento documental de Claude Lanzmann— en ese cine inicialmente llamado “slow cinema” pero denominado más tarde y con más precisión “cine de la ausencia” (Lisandro Alonso, Gus Van Sant, Wang Bing, Pedro Costa, Aki Kaurismaki, Tsai Ming-liang, o Carlos Reygadas…), caracterizado a grandes rasgos por su extrema economía estilística y por el despojamiento de una narración casi siempre esquiva e irresuelta, y que iba a triunfar en los más destacados festivales cinematográficos en el entorno temporal del cambio de centuria y de milenio.
¿Será posible que filmes como Annette y Titane, que cineastas como Leox Carax y Julia Ducournau, nos señalen de algún modo las nuevas preguntas y angustias de un mundo tan agotado como cambiante e inestable inaugurando así —más allá de sus indiscutibles precedentes— un cine transgénero capaz de darles forma, como nos sugieren los autores del libro? Quizás tengan razón, pues no parece del todo descabellado pensar que el “meollo” representacional de nuestro convulso presente pueda en parte hallarse en la violenta radicalidad formal con la que se nos obliga a adentrarnos en los sufrientes cuerpos desgarrados que protagonizan las películas analizadas y en las fallas simbólicas que tan dolorosamente nos dan a ver. Escuchemos pues con atención a Iván y Shaila, y reflexionemos pausadamente sobre las relevantes cuestiones que han situado sobre el tapete las páginas precedentes:
La cámara no pierde [ahora] a los cuerpos que filma, como ocurría en la modernidad europea, sino que recorta las distancias y se pierde en ellos, se desorienta en sus cortes. El cuerpo es el altar imaginario del sujeto contemporáneo, campo simbólico de reivindicaciones pero, empapado de goce, nos ofrece su peor cara. El cuerpo es lo irreversible del tiempo.