IV
EL VIAJE: LA MELANCOLÍA DEL NO-LUGAR
(Fragmento inicial)
El Génesis es tremendamente escueto en lo que se refiere a la expulsión de Adán del paraíso. En 3.23 dice simplemente que Dios “expulsó al hombre del jardín del Edén para que trabajara la tierra de la que había sido sacado”. Sabemos, pues, que se trata del primer expatriado, un desterrado que nunca regresó. Imaginamos su rostro, su expresión corporal, su humor negro, al salir del placentero paraíso para tener que viajar a un mundo en sombras. Suponemos su desazón al saber que por su culpa la humanidad se vería condenada al sufrimiento, y que ya nadie podría regresar a aquel lugar que, de hecho, terminó desapareciendo de la faz de la tierra. Después ha habido otros “Adán”: Prometeo, el monstruo de Frankenstein, el Golem, Galatea… Y todos ellos tristes y melancólicos seres que sufren el saberse fuera del mundo, el no tener lugar en él. Adán se fue del Edén sabiendo que jamás habría retorno o Penélope.
En marzo de 2020, la humanidad fue expulsada al interior. Las autoridades del mundo entero decidieron salvar vidas recluyendo a los ciudadanos en un exilio de puertas adentro. Se mezclan en la memoria los sentimientos de aquellos tiempos extraños: miedo, responsabilidad, agobio, tedio, melancolía. Todo aquello fue ilustrado, en nuestro ámbito, por Madrid, int. (2020), una película mínima, humilde, autoproducida por Juan Cavestany y rodada con sus dispositivos electrónicos caseros por unas decenas de amigos y colaboradores del director, a los que encargó esa misión en aquellos extraños días de reclusión y paréntesis existencial y se grabaron a sí mismos. La película reunía una colección de pequeños rituales cotidianos que terminaban plasmando un estado de ánimo colectivo pues, en un encierro como aquel, la ritualización salva del descalabro psicológico, a pesar de (o quizá por ello mismo) conseguir que los días se pareciesen los unos a los otros como los de un condenado a prisión. Curiosamente, Madrid, int. comienza con una cita del BOE del 14 de marzo: “Se declara el estado de alarma con el fin de afrontar la situación de emergencia sanitaria…”. Pero es una pista falsa, pues nada hay de documento en sus imágenes, ni de testimonio fidedigno, ni de oficialidad costumbrista. Es más: Cavestany cortará después sin concesiones el vacío discurso que el rey Felipe transmitió a sus súbditos. Pero sí aparece otra cita, esta muy elegiaca, del poeta Dylan Thomas, que anticipa el tono del filme: “No entres dócilmente en esa noche quieta” (generalmente traducido más bien como “esa buena noche” a partir del original “good night”). Ahí está la simbología certera que habla de una muerte colectiva, de una noche generalizada, de un miedo social. Lejos del cinéma verité o del documental, Cavestany sustancia un discurso fluido, en un relato que se fabrica a sí mismo pero que seguro será, años mediante, un testimonio de un momento social tan concreto como este. Y hay tres instantes soberanos que resumen su sentido y alcance como pinceladas impresionistas que acaban configurando un lienzo. El primero es el mensaje de WhatsApp que el actor Miguel Rellán envía a Cavestany, en el que afirma: “A pesar de estar confinado, la vida se me amontona”. El segundo es la risotada de María Pujalte que cierra el filme y que lo abre, por así decir, a la esperanza y la luz. El tercero, quizá el más hermoso de la película, es la reflexión que lanza, como un moderno anti-Ulises, Juanjo Millás, anticipando la anormal nueva normalidad que entonces se nos venía encima: “¿Cómo se vuelve a casa sin haber salido de ella?”.
En aquellas semanas, todos revivimos en cierta manera la experiencia de Adán. Adán es también el primer antihéroe. Y todo relato moviliza a un héroe, aunque solo a veces esa movilización implique un desplazamiento en el espacio y el tiempo a lo largo de un itinerario. En los relatos clásicos, el viaje siempre estaba motivado por la búsqueda de un bien, ya fuera material o espiritual, cuyos modelos narrativos canónicos serían la Ilíada, la Odisea, la Eneida o la Orestíada. Quizá los más fructíferos hayan sido el mito del retorno a casa de Ulises, que ha enfrentado el hogar (como lugar de encuentro donde imperan la ley y la institución) al viaje (como espacio de fuga y búsqueda donde triunfan el deseo y la pasión) y, por otro lado, el viaje expiatorio en el que el héroe debe purgar, a fuerza de superar pruebas, la falla de un error cometido en el pasado.
Las sobremesas y tardes de sábado siempre me hacen recordar la emoción melancólica de la aventura, uno de los paraísos perdidos de la infancia y adolescencia cuya experiencia Fernando Savater llamó, cuando todavía amaba las cosas hermosas, La infancia recuperada. “Sesión de tarde”, de TVE, programaba, tras la lacrimógena vivencia de la orfandad en Marco o Heidi (aquello sí era empatía con el sufrimiento del otro), películas grandes y pequeñas, maestras y mediocres, oscuras y luminosas, que pertenecían a lo que genéricamente podríamos llamar “aventuras”. Allí aprendimos, por ejemplo, antes de leer a Arthur Schopenhauer y su bello texto titulado “La moral”, que tres son los resortes esenciales que impulsan las acciones humanas: la perversidad, el egoísmo y la conmiseración; que las dos últimas construyen la columna vertebral del relato del héroe aventurero y se oponen a la primera, propia del antagonista; y que, desde aquellas viejas epopeyas homéricas, el lector realiza un pacto para dejarse arrastrar por el relato en forma de viaje, de itinerario que necesariamente debe ser de ida y, después, de vuelta: el héroe aventurero se dirige a algún sitio, alcanza su objetivo y regresa con vida a Ítaca. Jorge Wagensberg: “El cerebro se inventó para salir de casa y la memoria para volver a casa”, y eso es algo que saben muy bien los perros. El viaje es, sin duda, además de una lucha por la supervivencia (es decir, huida de la muerte), el encuentro con uno mismo, pues importa más —como en el caso de los peregrinos, como en el propio acto de narrar— el trayecto en sí que la consecución de la meta, a veces difuminada, borrosa o moralmente cuestionable. Y todo trayecto lleva implícita la noción de deseo, por lo que relato, trayecto y deseo vienen a coincidir en muchos textos de la tradición y la modernidad; leamos así, sin ir más lejos, Las mil y una noches, libro de libros en el que Sherezade ejerce de aventurera a la vez que de fuerza motriz que aúna el deseo, el trayecto y la narración, o Los cuentos de Canterbury, ejemplo claro de libro y relato “en ruta”, siendo esta a la vez moral y física. Así lo vio y nos lo enseñó Jesús González Requena en un modélico texto de la añorada revista Contracampo (“Cuerpo a cuerpo”, número 20, de 1981) sobre un filme que, encuadrado generalmente dentro de los parámetros del western, es uno de los más canónicos relatos de aventuras que ha dado el cine: Tambores lejanos, de Raoul Walsh (1951). “El protagonista (el héroe, el personaje que detenta los atributos fálicos) es la figura de articulación de ambos niveles [el de la acción y el del deseo], su bisagra. Es lógico, por ello, que confluyan en la secuencia final. La muerte del antagonista y el beso sellarán así el enunciado final del relato”. Tras el viaje exitoso y el deseo consumado se produce, volviendo a Schopenhauer, el triunfo del egoísmo conmiserativo (el del héroe, el nuestro) sobre el egoísmo perverso (el del villano). Es lo que Jack London denominó, en el título de uno de sus libros, La llamada de la selva: el deseo inconsciente, de aventura y narración a la vez. Algo hay de infantil (de infancia recuperada) en ello, como bien intuyera Mark Twain en Las aventuras de Tom Sawyer, al reconocer tácitamente que las narraciones de aventuras no cuentan otra cosa que la conversión de un niño en un hombre, tránsito que es también, de manera intrínseca, un gran viaje: “Aquí se acaba esta crónica. Siendo exclusivamente la historia de un chico, tiene que terminar aquí; no podría ir mucho más lejos sin trocarse en la historia de un hombre. El que escribe una novela de personas mayores ya sabe exactamente dónde hay que rematarla: en una boda; pero cuando se escribe de chiquillos tiene que pararse donde mejor pueda”. Twain incluía en el “Prefacio” de este libro una lúcida reflexión: “Aunque este libro esté compuesto principalmente para solaz de muchachos y muchachas, espero que no por eso haya de ser desdeñado por la gente talluda, pues entró también en mi propósito el intento de hacer que los mayores recordasen con agrado cómo fueron en otro tiempo y cómo sentían y pensaban y hablaban...” (cursiva mía). Palabras que remiten a uno de los principios básicos de la aventura: el relato como experiencia inherente al acto de crecer, lo que sabiamente ha filmado Linklater en la antes comentada Boyhood. La aventura permite comprobar el doloroso trance de crecer, y también que, por muy lejos que viajemos, la realidad del “aquí y ahora” se cierne sobre nosotros; bien lo comprobaron los románticos, cuyos viajes “exóticos” no eran sino una fuga de su entorno. Lo mostraron igualmente con tino los responsables (Pixar) de Toy Story 3, al iniciar el filme con la proyección de un viejo VHS en el que un Andy aún niño disfruta del juego y la diversión inocente e infantil; con diecisiete años, ya adolescente, el protagonista irá a la universidad, se acabará una etapa feliz de su vida y sus ojos perderán el brillo de antaño para incorporar una extraña melancolía. Pero no solo el tiempo ha pasado para Andy; también para los juguetes, que acusan el golpe: otrora vivían activamente con el pequeño y ahora pasan a ser objetos para la nostalgia pasiva, chatarra o simplemente basura.
Así como “hay otros mundos, pero están en este”, no hay duda de que después de visitar otros mundos, estamos más preparados para aceptar nuestra propia muerte. Por ello, esa experiencia iniciática —y, por tanto, traumática— del dolor de crecer ha sido también amplia y fértilmente tratada por la ficción de aventuras. Los contrabandistas de Moonfleet (Fritz Lang, 1955) y Viento en las velas (Alexander Mackendrick, 1965) son algunos de sus jalones fílmicos más sobresalientes, aunque sea la figura de Sabú la que la encarna con prototípica iconografía en El libro de la selva (Zoltan Korda, 1942). “A partir de ahora, este niño ya no se llamará Toomai el pequeño, sino Toomai el de los elefantes, que es el nombre que llevó su bisabuelo antes de él. Lo que nunca ha visto un hombre lo ha visto él durante toda una noche, y cuenta con el favor de los elefantes y de los dioses de las selvas. (...) Todo aquello era en honor de Toomai el pequeño, que había visto lo que jamás ha visto un hombre: ¡el baile de los elefantes, de noche, solo, y en el corazón de las montañas de Garo!” (Rudyard Kipling en la novela original). Efectivamente, la aventura conlleva la revelación esplendorosa de un secreto, de un arcano: nadie acaba tras ella igual que la comenzó. La experiencia cinematográfica es, así mismo, el acceso a la caverna platónica, una de las primeras incursiones de la literatura occidental conocida; de ahí el enorme y doble impacto que provoca la aventura contemplada en la pantalla, como fascinación que retrotrae a la infancia y como oráculo resplandeciente a través del cual se accede a lo absoluto a través de lo metafórico, lo metonímico o lo alegórico. Nadie sale de un cine —de una caverna luminosa poblada por fantasmas, poblada por representaciones de nosotros mismos— igual que entró, porque en el cine tampoco se deja de crecer y porque el cine también puede ser el descubrimiento, a veces doloroso, de un conocimiento vital. Quizá por ello el cine de aventuras es, antes que nada, manifestación de un espíritu libérrimo, como corresponde a su legado romántico, heredado de las novelas decimonónicas o de las primeras décadas del S. XX surgidas de las plumas de Stevenson, Doyle, Dumas, Sabatini, Scott, Verne, London, Conrad, Melville, Hughes, Kipling, Traven, E. Rice Borroughs... La pasión aventurera va íntimamente ligada a la recreación exótica (tanto espacial como temporal), pero también, y sobre todo, al aliento individualista y ácrata que inspiraba, por ejemplo, al pirata y al cosaco de Espronceda, al Sandokán de Salgari —totalmente desaprovechado por el cine, salvo alguna estimable y poco conocida película italiana de clase B— o al Nemo de Verne, que en el terreno del celuloide revive en gozosas películas como El mundo en sus manos (Raoul Walsh, 1952), basada en una novela olvidada de Rex Beach y máximo exponente de la apología de la vida al margen de la ley (“mi ley, la fuerza y el viento”), dentro del fértil subgénero de piratas que en los años ‘50 ofreció notables manifestaciones bajo la firma del propio Walsh, y de Tourneur, King, Siodmak o Curtiz.
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