Botonera

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24.6.23

X. "INVERNADERO. CINE Y RESISTENCIA", Mariel Manrique, Valencia: Shangrila, 2023.


BÉLA TARR
LOS ANIMALES MORDERÁN EL VIENTO
EL CINE DESPUÉS DE BÉLA TARR
(Fragmento)




Las manzanas caen al suelo según las leyes de la gravedad, 
hasta en los días de las fiestas revolucionarias. 
Víktor Shklovski, La tercera fábrica (1926)




Esto es lo que escribió en la palma de mi mano el cine de Béla Tarr. La palma de mi mano es muy pequeña. Pero es enorme.


I. Los móviles

A cada uno de nosotros se nos asigna un rol y una máscara, somos manipulados y ejercemos poder. Son los roles y las máscaras condenados a cumplir y a portar, en todos los niveles, los personajes de las dos etapas en las que suele dividirse la filmografía de Tarr. La etapa del “realismo socialista”, con la tensión creciente de los conflictos familiares a punto de estallar en espacios cerrados, y la etapa de la “modernidad” o “madurez”, signada por el encuentro con el novelista László Krasznahorkai para el rodaje de La condena (Kárhozat, 1988), a partir de la cual los personajes comenzarán a girar en espacios abiertos, sin telón político de fondo, en continuos planos secuencia extraordinariamente lentos y largos. 

El poder necesita un territorio arrasado, un escenario de posguerra material y psíquico donde no hay hogar. Como en el óleo El mundo de Cristina (Christina’s World) pintado por Andrew Wyeth en 1948, las criaturas de Tarr miran una casa que está lejos, caídos sobre la tierra y de espaldas al espectador. El poder se alimenta de nuestras esperanzas. La tierra prometida tiene usualmente la forma del dinero (como la maleta de El Hombre de LondresA Lóndoni ferfi, 2007–, basada en la novela homónima de Georges Simenon), pero es más que un fajo de billetes. En El Hombre de Londres, Karrer quiere comprar a su hija una estola de zorro y sacarla de la carnicería en la que se arrodilla para fregar pisos. Buscamos un lugar a donde ir, para ser dignos. El poder hace pie en esa búsqueda. Un lugar como un amor prohibido (la cantante del Titanik Bar en La Condena), un proyecto de prosperidad (para los seguidores de Irimias en Sátántangó –1994), una ocupación que nos haga sentir importantes. […]


II. La trama

En este cine no hay Historia y eso no significa ni el final de la Historia ni el final del cine. Tarr me cuenta, como un cuentista de Vladimir Propp, sus historias menudas. Escucho una voz en off. El cuento transcurre linealmente, no hay ruptura de la lógica de la narración. Así me contaba mi padre el cuento de Pinocho, cada noche de la infancia, sentado al borde de mi cama. Para poder entrar en el sueño, yo le pedía a mi padre que me repitiera el cuento, que no cambiara las palabras. […]


III. Los hilos 

[…] Las cosas y las personas significan, en este cine, a fuerza de ser. Son con tanta potencia, tienen tanto peso matérico, que acaban por desvanecerse. Devienen abstractas. Cuando miro un cuadro, debo alejarme para percibir una forma. Si me acercara demasiado, se desintegraría, se volvería un nenúfar de Monet, mi cuerpo resbalaría y se sumergiría en el agua de un estanque, bajo el puente japonés en Giverny. La distancia fue la obsesión de Alberto Giacometti, por eso tuvo en su taller a la mujer del carrito. Una escultura de mujer montada sobre ruedas. “¿Podrían decirme por qué Giacometti le puso ruedas a esta mujer? ¿A alguien se le ocurre una respuesta?”, pregunta la chica del museo, durante la visita guiada. 

[…] “Algunas estatuas de Giacometti […] me causan este curioso sentimiento: son familiares, caminan por la calle. O vienen del fondo de los tiempos, del origen de todo, no dejan de acercarse y retroceder, en una inmovilidad soberana. Cuando mi mirada intenta domesticarlas, abordarlas –pero sin furor, sin cólera ni rayos, simplemente debido a esa distancia que me separa de ellas y que de tan comprimida y reducida que estaba yo no había notado, al punto de creer que estaban cerca– , se alejan hasta perderse de vista: esa distancia entre ellas y yo de pronto se había desplegado ¿A dónde van? Por más que sigan siendo visibles, ¿a dónde están? (Hablo sobre todo de las ocho grandes estatuas expuestas este verano en Venecia)”, escribe Jean Genet, en su librito El atelier de Alberto Giacometti (L’atelier d’Alberto Giacometti, 2007). No sé de dónde viene ni a dónde va Irimias, así es el líder carismático, su origen y su itinerario se rodean de un halo previsible de misterio. Pero lo que me asedia es el hecho de que, aunque pueda verlos, no sé a dónde van ni dónde están Irimias, János, Eszter, Karrer o Estike. Aunque estén frente a mí, no sé desde qué lugar me están mirando los hombres, las mujeres y los niños de Tarr, sus cacharros, sus gorros y sus botas, sus estufas a leña. 

De la imagen-movimiento a la imagen-tiempo en la que el tiempo fluye en el plano secuencia, cosido por adentro, montado (de “montaje”) desde el interior. De la imagen-tiempo-que-fluye a la imagen-del-tiempo-suspendido, que pasa cada vez más lentamente, se ralentiza hasta detenerse y hacerse cristal, lienzo o fotografía. El plano secuencia en Tarr: larguísima duración, bajísima velocidad, intensidad máxima nacida de la vocación por la materia. […]



BÉLA TARR
QUE TU ROSTRO NO ME DOMINE JAMÁS
NIÑA CON GATO EN SÁTÁNTANGÓ


Estike. Niña. Estike-niña-mala. Puma. Puma suelto dentro de Estike. Estike me dice, “el niño me dice: No es malo, es mío. No hay que tenerle miedo. No se come a la gente, no come carne, solo come el alma”. […]

Estike quiere saber cómo es ganar, quiere ser útil y ser admirada por Sányi. En su escondite, acaricia el lomo de un gato, le susurra una canción de cuna. Estike vive en una novela de Lászlo Krasznahorkai, puesta en imágenes en una película de Béla Tarr llamada, como la novela, Sátántangó (1994). Estike está viva, por ahora. Comienza a rodar por el piso de su guarida, sujeta con fuerza al gato, que se debate, con desesperación, entre sus manos. Cuerpo pequeño que se arquea, gato que llora como un niño, niña que vuelve a rodar en un campo de batalla. Otra niña, llamada Mouchette, persistía en arrojarse al césped y rodar, rodar hasta caer al agua. Mouchette-niña-buena. Estike rueda y estruja al gato y lo lacera, hasta hacerlo sangrar. El rostro de Estike aterroriza al gato. Es el rostro del amo que ejerce su derecho de espada, que funda su ejercicio del poder. “Soy más fuerte que tú”, dice la niña-cruel, “te mataré y no me sentiré triste”. El gato se hace pis y caca. Puma huele el olor a miedo, enfurecido dentro de Estike. “¿Cómo te atreves? ¿Cómo eres capaz de dar tanto asco?”. Estike comienza a morir. […]

[…] Es esta una primera posibilidad del poder: ser ejercido por coerción. Martirizar la carne. Las arañas de Satán tejen su tela; los que esperan ganar, bailan su tango. Estike vierte en un plato de leche el veneno inoculado en su corazón. Veneno para ratas. En la novela donde todavía vive Estike, llama al gato impostando un tono dulce en la voz. “Ven, ven. No te imaginas lo que tengo para ti”. La promesa de un plato de leche envenenado, que es como la promesa de un árbol de monedas. 

[…] Es esta la segunda posibilidad del poder: ser ejercido por manipulación, bajo la forma del futuro deseado. No recurrir al golpe sino al canto de sirena. En un instante de confianza fatal, el gato acude al llamado seductor de su ama y el ama hunde su hocico en la leche. Sin dudar. Estike retrocede, luego. Hasta llegar a la pared. Espera, inmóvil, la convulsión y el estertor. Puma paralizado dentro de Estike. “Me cuesta respirar. Un intenso dolor me bloquea la respiración. El dolor me arranca del pecho, me invade las costillas, la espalda, los hombros, los brazos, la garganta, la nuca, las mandíbulas”. Estike recoge y cuelga de su brazo el rígido cadáver del gato. Ya no lo soltará. Puma jadea malherido dentro de Estike. 




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