RAINER WERNER FASSBINDER
PARA RAINER, CON AMOR Y SORDIDEZ
(Fragmento)
Veronika Voss: “Me has regalado la felicidad”.
Dra. Katz: “Te la he vendido”.
Die Sehnsucht der Veronika Voss
(La ansiedad de Veronika Voss, R. W. Fassbinder, 1982)
El cuchillo de cocina del suicida no es solo un cuchillo, es el amante perdido. El revólver del asesino no es solo un revólver, es un falo. El mundo es desesperante porque todo puede ser, también, otra cosa. Todo puede ser, en definitiva, su contrario. La muerte es el maestro de Alemania. El sexo y el dinero son los maestros del mundo. Sexo, dinero y muerte son la tinta de la historia. De la Historia. “Las historias simples son las verdaderas”, decía Rainer. Hay que contarlas como quien cuenta una fábula a un niño, para ayudarlo a soportar la vida hasta la muerte.
Como todos, Rainer solo quería que lo amaran. Como pocos, sabía que el amor no era el cambio sino lo que había que cambiar. Por eso desconfiaba del romanticismo revolucionario. Porque el amante entrega el látigo para que lo azoten y lo empuña para azotar, al mismo tiempo. El mundo es desesperante porque una sola cosa puede dividirse en dos, exactamente opuestas, y ser esas dos cosas, a la vez. […]
A los treinta y siete años, lo encontraron muerto frente a un televisor. De la nariz le chorreaba un hilo de sangre. Sus papeles de la última noche hablaban de Rosa Luxemburgo. Rosa había crecido en un país con la lengua cortada, un país cuya lengua estaba prohibida. Rainer tuvo una única especialidad: mostrar el corte, la escisión, el tajo. […]
[…] Pobló su cine de espejos y maniquíes, de objetos parlantes que nombraban el disciplinamiento, el desdoblamiento y la repetición, los círculos y la ronda. Amaba a Douglas Sirk, del que había aprendido a hacer cine con las cosas y no sobre ellas. Lo amaba también porque le había enseñado que el amor es el más refinado instrumento de opresión social, el más insidioso y eficaz, por lo que un happy end no puede ser nunca un happy end, ni en el mejor de los casos. Leamos al Rainer escritor, que para describir a Sirk escribe esto: “La abuela de Douglas Sirk escribía poemas y tenía el cabello negro. Douglas todavía se llamaba Detlev y vivía en Dinamarca”. […]
[…] “Entiendo al opresor cuando veo las acciones de los oprimidos”, dice ahora Rainer, que es adorable y brutal, tierno y dictatorial, pastor y tirano. Rainer que pone en imágenes a Freud y escucha Me and Bobby McGee en versión Janis Joplin. Que se enamora de negros, inmigrantes y proletarios, de marginados a los que ansía convertir en estrellas de su star system personal, de víctimas de la cultura burguesa que acaban suicidándose. Que no cree en la solidaridad entre las víctimas, porque las víctimas tienen derecho a ser tan inhumanas como cualquiera, tan feroces como sus verdugos, tan atroces como el amo. […]
[…] Rainer expuesto y sobreexpuesto, probándolo todo. Y cuando digo “todo”, es todo. […] Rainer en su gineceo particular, con sus Mata Haris y sus musas camp, sus condenadas al yugo matrimonial, su Effi Briest liberada en el alucinante y brevísimo espacio de una hamaca. Convertido en clisé de la industria cultural, con sus gafas de sol y su campera de cuero, su sobrepeso y su anarquismo que vende tan bien, su suerte de morirse joven que cotiza tan alto en el panteón, que liquida con un timing fenomenal a los que suelen pasarse de la raya. Rainer pasado de rayas, de líneas de coca y de guion, metiéndose pastillas en el lóbulo frontal, ultra-super-acelerado, fugado del sueño de dormir y del sueño del boom económico alemán con su renacimiento amnésico y conservador, su muro y sus tabúes a toda máquina. Rainer que no verá a Helmut Kohl pero supo ver a Helmut Schmidt. Punto y aparte. […]
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