WERNER HERZOG
NADIE PUEDE VENIR A JUGAR CONMIGO
(Fragmento)
Me dijeron que diga no, pero ni siquiera digo eso.
Esta es mi última palabra.
(Dice el hombre que se niega a hablar
y toca la lira en Letze Worte
– Últimas Palabras, Werner Herzog, 1967)
En 1977, el sur de la isla de Basse-Terre fue evacuado por el gobierno francés del archipiélago de Guadalupe, ante la inminente erupción del volcán La Soufrière. Según los vulcanólogos experimentados, La Soufrière descargaría en cuestión de horas una furia equivalente a cinco o seis bombas atómicas. Se esfumaron los setenta y cinco mil habitantes de Basse-Terre y el último científico huyó en bote. La tierra estaba caliente e inestable. Las serpientes, enloquecidas, se arrojaban al agua y se ahogaban en el mar. En las calles desiertas y mudas de Basse-Terre se encontraban al azar cajas de zapatos olvidados en el vértigo de la evacuación. Las heladeras, los teléfonos y los equipos de aire acondicionado quedaron enchufados y en funcionamiento; los semáforos, encendidos para nadie; el muelle, vacío de barcos. Treinta y seis horas después de leer la noticia de la catástrofe inevitable en Guadalupe, Werner Herzog aterrizó allí con dos camarógrafos, […]
[…] Pisó en Basse-Terre una ciudad fantasma, una especie de país de las últimas cosas, una zona de ciencia ficción donde el apocalipsis ya había sucedido, como en Fata Morgana (“Fata Morgana”, 1970), ese documental sobre espejismos en el que un mundo destruido vuelve a empezar en el desierto. Encendió la cámara y filmó las supuestas últimas imágenes de una ciudad. Habían quedado, descartados y hambrientos, cerdos y gallinas. Burros y perros solitarios erraban por las calles, bebiendo de los charcos de agua. Y no había quedado un hombre, sino tres. Se negaban a irse, aceptaban morir: un sobreviviente de tifones entregado a la voluntad divina, recostado entre los árboles, que cantaba con los ojos encendidos; un granjero decidido a cuidar, y a salvar, a los animales condenados; un padre de quince hijos ya puestos a salvo en Pointe-à-Pitre. […]
Porque el cine es un acto de atletismo y no de estética, a Herzog le fascinan las movie-movies, Fred Astaire, el kung-fu y el porno. Buster Keaton como atleta de la fotogenia. Herzog preferiría perder un ojo en lugar de una pierna y, si tuviera una escuela de cine, la única exigencia para ingresar en ella sería una caminata previa de miles de kilómetros, durante la que el aspirante escribiera, mentalmente, una película. Porque el cine no es tierra de eruditos sino de iletrados, se hace con las rodillas y los muslos. No es un gesto artístico sino un ejercicio hipnótico. […]
[…] La Soufrière (1977) es el registro perfecto de una derrota formidable y la clave de bóveda del mundo-Herzog. Somos, como escribió Spinoza, experto en física y pulidor de lentes, finitos pero indefinidos. Ningún hombre tiene los días contados. Los tiene por contar.
I. Los grandes serán pequeños y los pequeños serán grandes
A Herzog, un maestro de la invención de anécdotas y detalles, no le interesa la reconstrucción histórica, no le interesa en absoluto, por ejemplo, la edad de Bruno S., que a sus cuarenta años encarna en El enigma de Kaspar Hauser (Jeder für Sich und Gott gegen alle, 1974) a un adolescente de dieciséis. El “verdadero” Kaspar Hauser, por ejemplo, nunca fue exhibido como fenómeno de circo, jamás dialogó con un profesor de lógica y mucho menos habló del Sahara. El “verdadero” Lope de Aguirre no tenía un brazo más corto que el otro, como el Aguirre de Aguirre, la ira de Dios (Aguirre, der Zorn Gottes, 1972). Herzog inventó el amor por el teatro lírico del barón irlandés del caucho Brian Sweeney Fitzgerald cuando filmó Fitzcarraldo (1982) en la selva amazónica, y falsificó en Peregrinación (Pilgrimage, 2001) una cita inaugural de Thomas de Kempis, que no podría ilustrar mejor el recorrido alucinado de los peregrinos, los únicos que “no pierden el rumbo en los trabajos de su viaje terrenal, ya sea que se queme o se congele nuestro planeta; son guiados por las mismas plegarias, y por el sufrimiento, y por el fervor, y por el infortunio”. A Herzog tampoco le interesa la verificación empírica. De la masa documental disponible para informarse sobre Kaspar Hauser, solo leyó algunos fragmentos biográficos, los poemas de Kaspar y el informe de su autopsia: “Los hechos crean normas y la verdad ilumina” (punto 4 de la Declaración de Minnesota).
La línea divisoria entre los documentales y las ficciones de Herzog es brumosa y está, a menudo, obliterada. Porque esos documentales son fictions in disguise, ficciones disfrazadas en las que la ficción es una verdad intensificada y bautismal. […]
[…] Las figuras de sus dos grandes líneas de personajes también se confunden, se permutan. Por un lado, los visionarios marginales y malditos, como los renegados de élite salidos de una novela de Conrad, lanzados a empresas desmesuradas de conquista. Son Aguirre o Fitzcarraldo, en los confines inaccesibles de la selva peruana; Francisco Manoel da Silva, devenido el bandido brasileño Cobra Verde y embarcado en la reapertura del tráfico de esclavos en África occidental en Cobra Verde (1987), o el madrigalista homicida Carlo Gesualdo, el príncipe demoníaco de Venosa hundido en la espesura de la composición musical renacentista, con su extraño y anticipatorio cromatismo y sus contrastes rítmicos violentos, con las manos manchadas de sangre, en Gesualdo, muerte para cinco voces (Tod für fünf Stimmen, 1995). Son los megalómanos de prédica mística, como el explosivo tele-evangelista Gene Scott en Fe y moneda (Glaube und Währung, 1980). Y, por el otro lado, los desvalidos, enfermos mentales, débiles o idiotas que lo han perdido todo, excepto su muda existencia, la capacidad de perseverar en su ser, su potencia afectiva. Kaspar Hauser, para quien las manzanas están vivas y los hombres son lobos; el demente soldado Stroszek, confinado en una fábrica de municiones en una isla griega en Signos de vida (Lebenszeichen, 1968); los enanos recluidos y sublevados de También los enanos comenzaron pequeños (Auch Zwerge haben klein angefangen, 1970); los sordociegos de El país del silencio y la oscuridad (Land des Schweigens und der Dunkelheit, 1971), guiados por la cuerda táctil de Fini Straubinger; el inocente y humillado Bruno S. de La balada de Bruno S. (Stroszek, 1976), con su enano, su prostituta y su sueño americano hecho pedazos; el vampiro demacrado y larval de Nosferatu (Nosferatu Phantom der Nacht, 1978); o el soldado Woyzeck, despreciado por sus “superiores”, engañado por su amante y atormentado por sus alucinaciones en Woyzeck (1979).
[…] La naturaleza es crimen y es hostilidad. En El gran éxtasis del tallador de madera Steiner (Die groβe Ekstase des Bildschnitzers Steiner, 1973), se cuenta que un cuervo esperaba al esquiador suizo Walter Steiner cuando era niño, a la salida de la escuela. Steiner le daba pan y leche. Cuando perdió sus plumas, Steiner debió sacrificarlo de un balazo antes de que lo devoraran los otros cuervos. En la naturaleza reina una armonía colectiva de asesinato. Herzog no es un romántico. “No existe la belleza en la selva, la selva es una obscenidad”. En la selva peruana en la que Kinski ve erotismo, Herzog ve fornicación y asfixia. Los restos destrozados de Timothy son extraídos del oso y dispuestos en cuatro bolsas de basura. No hay compromiso en Herzog que no sea visceral. Visceral de víscera y carne cruda. No hay proyecto que no persiga la fusión. Por eso Herzog filma Nosferatu. Un vampiro es una criatura doble a caballo entre dos mundos, un exiliado que ansía morder y chupar, tocar la carne y beberse la sangre de Lucy Harker. Los gitanos advierten a Jonathan Harker acerca de ese agujero negro: “En el camino a Transilvania hay un profundo abismo que se traga al incauto. El viajero que se interna está perdido y no regresa jamás”. El cine de Herzog está hecho de nubes y abismos, de viajes que en definitiva no tienen retorno. No se sale indemne de las visiones, no se vuelve del todo de la tierra de los fantasmas. […]
II. Lo que puede un cuerpo
El ascenso a la boca del volcán La Soufrière rima con el ascenso del escalador de montañas Reinhold Messner en Gasherbrum, la montaña luminosa (Gasherbrum, der lauchtende Berg, 1984) y el salto del campeón de esquí Walter Steiner en El gran éxtasis del tallador de madera Steiner. No son filmes sobre el montañismo ni el salto en esquíes sino sobre lo que puede un cuerpo.
Messner escala y hace cumbre con su compañero Hans Kammerlander en los picos del Gasherbrum I y II, en un único ascenso y al estilo alpino, sin oxígeno ni sherpas, con un escueto morral desprovisto de mazas, cuerdas adicionales de reserva, ganchos sofisticados o taladros mecánicos. Inicia la travesía en plena madrugada, con luces en los cascos, a gran velocidad porque solo puede cargar una módica cantidad de provisiones. Ya había sido el primero en escalar las catorce montañas de más de ocho mil metros que existen en la tierra, el primero en escalar el Monte Everest sin oxígeno (“como era justo”, porque podía exigirse a las posibilidades de su cuerpo franquear ese límite). ¿Por qué enfrentarse nuevamente a la altura alucinatoria del Nanga Parbat, su némesis, la cumbre en la que perdió a su hermano y casi todos los dedos de los pies en una antigua expedición? “No lo sé”, dice Messner mirando a cámara. “Todo mi ser es la respuesta”. Cuando se baña desnudo en agua de montaña, el agua lo bautiza como a los fieles de Huie Rogers, como al niño sordociego bajo la ducha bendita en el país del diccionario Lorm. Piero della Francesca se rendiría a estas imágenes. […]
[…] En el tríptico de documentales que funcionan como piezas de Americana de pura cepa (los antes citados Fe y moneda y El sermón de Huie, más Cuánta madera podrá roer una marmota –How much wood would a woodchuck chuck, 1976), se muestra lo que puede el aparato fónico de los predicadores Gene Scott y Huie Rogers y los rematadores de ganado reunidos en el Campeonato Mundial de Rematadores de Ganado en New Holland, Pennsylvania. “El lenguaje de los rematadores de ganado americanos es la poesía del capitalismo”, dice Herzog. Semejantes a los buzos entrenados en la apnea, expertos en trabalenguas y prácticas de respiración con ex cantantes de ópera, hijos bastardos de Hölderlin o Kleist, los rematadores aceleran sin freno sus anuncios de apuestas hasta convertirlos en mantras rituales de subtitulado imposible. Cerramos los ojos y nos balanceamos, acunados por el cántico de una hiper-lengua. Los pastores religiosos, por su parte, también hipnotizan desde la garganta. Están al borde de la combustión, son tan ignífugos como los pozos petrolíferos kuwaitíes que arden en Lecciones en la oscuridad (Lektionen in Finsternis, 1992), tienen la lengua de fuego. Su verborragia torrencial es una erupción volcánica, un alud.
El cuerpo puede, también, la destrucción. Herzog ya lo sabía, antes de cumplir veinte años, cuando filmó su primer documental, Hércules (Herakles, 1962), en el que alterna la oda al músculo de los fisiculturistas con imágenes desoladoras de bombardeos aéreos, accidentes fatales en carreras automovilísticas, atascos de tránsito y enormes basurales. […]
III. Todos los paisajes empezaron inmensos
“Me gusta dirigir paisajes”, ha declarado Herzog, que declina las topografías para hacer resonancias magnéticas de cerebro en gran escala. Así recuperó y reinventó la tradición del cine alemán mudo de alpinismo, para hacer de la fisura en el hielo una fisura en el córtex del mármol cerebral. Los paisajes herzogianos nacen siendo inmensos y progresivamente se convierten en mapeos mentales, trepidaciones laberínticas de una cabeza. Al desplazar a una única imagen el viaje a pie del protagonista de Los anillos de Saturno, la novela de W. G. Sebald, el artista inglés Jeremy Wood eligió una seda en la que imprimió el registro en GPS de quince años de caminatas por Londres, y la tituló My Ghost (Mi fantasma, 2015). Cuando oscila en la sala en la que se expone, la seda agita el mapa, como si se tratara de una sinapsis neuronal. Cuando los filma Herzog, los paisajes son como esa seda que informa aparentemente acerca de un recorrido al exterior y percute como una red de terminales nerviosas. Herzog opta por el rodaje en exteriores y se fuga, en cuanto puede, de la filmación en estudios. Pero el aire libre es aparente. Como en esa seda de Jeremy Wood, o como en las telas de Caspar David Friedrich, estamos adentro de un circuito psíquico. […]
IV. Heimweh
Bruno S. quiere llevarse la mesa de utilería alquilada en una tienda de antigüedades en la que se practica la autopsia de Kaspar Hauser. “La mesa es la justicia, Der Bruno debe tenerla”, explica a Herzog, y pinta para que lo vea. En la pintura naíf de esa mesa, Bruno aparece acostado sobre ella y una burbuja de diálogo le sale de la boca. En la burbuja dice: “Causa de muerte: Heimweh”. En una traducción que será siempre aproximada, Heimweh quiere decir, en alemán, nostalgia del hogar o de la patria. Pero en el caso de Bruno, ¿nostalgia de qué patria y de qué hogar, si jamás los tuvo? Debe existir también una figura imaginaria de ese refugio frente a la intemperie. Sería, como la mesa, una figura justa, la figura imaginaria de lo que no tuvimos. […]
[…] La pregunta no es por qué muere la gente, sino por qué cierta gente marcha hacia la muerte, como el pingüino que en Encuentros en el fin del mundo (Encounters at the End of the World, 2007) se aparta de sus compañeros de colonia para internarse en un camino solitario sobre el banco de hielo. Aun si lo devolviéramos a la colonia, volvería a apartarse y emprender su caminata suicida. La orden para los de mi especie humana es no tocar a esa clase de pingüinos, no interrumpir su marcha, dejarlos ir. Ese animal torpe y tiernísimo caminará solo. No podría ser de otra manera. Nadie podría acompañarlo. Nadie. […]
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