Al escritor francés, como a sus compañeros o discípulos de escrituras como George Perec o Boris Vian, le iba el juego, las combinaciones, las variaciones numéricas o estilísticas como dejó claro en sus necesarios e inevitables Ejercicios de estilo, para él, el acto de escribir era una fiesta en la que no había que ceñirse a límite alguno, lo que no quita para que recurriese a ciertas restricciones impuestas, por él mismo, a las que circunscribir sus textos: asociaciones libres, sueños y ensoñaciones como materia prima que le hicieron caminar por las proximidades de los surrealistas, hasta que rompió con el dominante André Breton, y más experimentalmente en el Oulipo con los Ítalo Calvino, Marcel Duchamp, François Le Lionnais, y etcétera, sin obviar su implicación en el Colegio de Patafísica, junto a Boris Vian y Max Ernst, o su elección para la Academia Goncourt y a la Academia del Humor, responsabilidades compaginadas con la defensa de Isidore Isou y Henry Miller, ambos acusados de obscenidad, o la protesta contra la acusación que pesó sobre André Breton por de degradación de monumento público; más tarde trabajaría en la editorial Gallimard como lector y director de la Enciclopedia de la Pléyade. A nuestro hombre también le gustaba hurgar en distintas enumeraciones de seres variopintos y fuera de lo que se suelen considerar como los cánones de la normalidad, en ese terreno ahí está su antología de locos literarios. La suya era una apuesta firme por los derechos de la literatura, una gran afirmación, a la escritura con sus plenos derechos y sus propias reglas, la misma voluntad de estilo que la defendida por Paul Valéry o Stephan Mallarmé, que no se los marca nadie sino ella misma.
Ahora, editado por Shangrila, ve la luz «Mi vida en cifras», pequeño volumen en el que se reúnen tres sabroso textos de tonalidades autobiográficas, eso sí, con el sello propio del espíritu lúdico del autor. Tanto el primero de los textos que es el que da título al libro como el tercero, El apartamento, cabalgan por el campo matemático: en el primero aritmetizando su existencia, desde su propio nombre y apellido, las letras contadas, a sus señas de identidad, ampliando los números a la cantidad de los alimento ingeridos y la cantidad de los componentes químicos de estos, sin dejar de lado la asistencia a algún bistrot y las cantidades de líquido y sólido ingeridos, los minutos de la vida, las horas trabajadas, del baño y otros menesteres, todo ello por la senda de lo que afirmase en otro lugar: «La virtud que más me atrae es la universalidad; el genio con el que más simpatizo es Leibniz», lo que denota el gusto por las matemáticas, que necesarias resultan -según señalaba- «hasta para los poetas más refractarios a ellas, pues hasta éstos están obligados a contar hasta doce para componer un alejandrino». Nadie ha de temer no obstante, ya que su lectura no supone el requisito que coronaba la Academia de Platón: «que nadie entre aquí si no es geómetra». En lo que hace al tercero, en él confiesa que en sus años escolares, no ayudaba mucho a la comprensión un profesor que era un verdadero zote, reconvertido de peón en docente, no comprendía nada de nada en el terreno de las matemáticas; entre los libros amontonados de su apartamento, convertido en almacén, halló un libro de álgebra al que luego sumó otros que por allá andaban, tuvo una verdadera iluminación que le llevó a comprender las ecuaciones y el resto, abriéndole las puertas de una verdadera afición, podría hablarse de enamoramiento. En el texto no aparece que su afición le llevó hasta adherirse a la Sociedad Matemática de Francia, y a frecuentar el grupo Bourbaki, pionero entre otras cosas de la teoría de conjuntos; auténtico auto-didacta, ya que su formación académica había sido la filosofía llegando a participar en el célebre seminario, hasta lo mítico, de Kojéve sobre Hegel junto a Jacques Lacan, George Bataille, André Breton, Raymond Aron, Eric Weil, Maurice Merleau-Ponty, Pierre Klossowski, etc. Dicha afición a los numérico no quedaba fuera de su quehacer literario como puede observarse en los dos textos a los que he aludido, y en otros en los que juega, aleatoriamente, combinando y sustituyendo palabras halladas en diccionarios.
El segundo texto, Autobiografía amañada, presenta algunos flashes acerca de su familia, y su proverbial espíritu de moderación, intercambiable con mediocridad, que él heredó y que lo elevó a mayor potencia. La mediocridad se dejó ver en sus estudios. A los 18 años entró a trabajar en un banco, e informa también de que vivió con sus padres hasta que éstos murieron. Sostiene que no es que fuese el colmo de practicante de las relaciones sociales en el trabajo ni fuera de él, siendo prácticamente sus únicos intercambios los que mantenía con los diferentes comerciantes con los que trataba, a las que se han de sumar algunas conversaciones realmente insustanciales. Jubilado, sin sentir frío ni calor, ya comenzó a leer novelas y vio que contenían tantas ideas falsas que decidió escribir una…fue a por folios a un quiosco y junto a él se topó con una niña parlanchina…y se produjo un encantamiento que le transformó.
Y con una prosa que se balancea entre la literaria y la hablada, entre sueño y realidad, por los bordes de los límites borrosos, avanzamos no sin humor y frases contenidas, por la existencia de este escritor ue dinamizó las letras y que acogíó en la capital del Sena a Gertude Stein, a Carson McCullers, abiendo las puertas de la escritura al propio Patrick Modiano.
Libro que se abre con un Prefacio de Pierre Bergounioux, Homo numericus, y se cierra con un Posfacio, El color de los cangrejos de río, del traductor Manuel Arranz, yendo acompañado por los dibujos de Claude Stassart-Spinger.