Botonera

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29.6.23

IV. "MELANCOLÍA. EL MAL DE SATURNO EN EL CINE", Pablo Pérez Rubio, Valencia: Shangrila, 2023.



III
ESCENIFICACIONES DE LA MELANCOLÍA:
DUELOS Y CUERPOS
(Fragmento inicial)


Como si se hubiera inspirado en una lectura atenta del Eldorado de Howard Hawks, Georg Lukács afirmó: “Dos grandes sentimientos matizan toda gran novela: ironía y melancolía… Melancolía porque la lucha con el mundo está perdida de antemano”, en relación con su idea de novela moderna, aquella protagonizada por un individuo problemático que habita un mundo contradictorio, como ocurre con tantos losers de la gran novela norteamericana del S. XX. Y también se ha dicho a veces (creo que el propio Lukács lo hizo) que la melancolía es el estado subjetivo permanente de cualquier manifestación poética, como ya vislumbrara Aristóteles en su asociación entre el hombre de genio y la melancolía propuesta en el Problema XXX, que Santos Zunzunegui ha visto, por ejemplo, en el caso de Orson Welles. El ser melancólico ve potenciada su sensibilidad y, con ella, su capacidad creativa, según una tradición que se abre en el primer Renacimiento y se relanza en el Romanticismo; ya un temprano Ramon Llull sostuvo que la melancolía potencia la imaginación, y David Hume la entendió —a la manera de una catábasis griega— como el origen y la raíz de su filosofía:

“Cuando me canso de tanta diversión y compañía, y tiendo a irme a meditar a mi cuarto, o bien paseo en soledad junto al río, siento mi mente completamente absorta en sí misma, y me veo naturalmente inclinado a conducir mi visión a todos esos asuntos sobre los cuales encontré tanta disputa en el curso de mis lecturas y mis conversaciones. No puedo dejar de tener curiosidad por los principios morales del bien y el mal, la naturaleza y el fundamento de los gobiernos… (…) Ese es el origen de mi filosofía” (Libro I del Tratado sobre la naturaleza humana).

Sin duda esto fue lo que llevó a Paul Hindemith a distinguir la melancolía de la impotencia, la que oscurece, incapacita, disminuye, de la melancolía de la capacidad, que estimula la creación y reaviva el ascenso de la inteligencia y de la lucidez. Søren Kierkegaard siempre se refirió a sí mismo como un ser melancólico, y escribió: “¿Cuál es mi enfermedad? La melancolía. ¿Dónde se asienta esta enfermedad? En el poder de la imaginación”. En su caso, aunaba ambas vertientes de la dolencia: “La melancolía ensombrece todo en mi vida, pero es también una inefable bendición”. 

En uno de sus libros de memorias, Linterna mágica, Ingmar Bergman confiesa al lector que, en un momento de depresión creadora, enamorado de una joven actriz, y horrorizado ante la idea de repetirse, “me retiré a mi isla (Farö) y escribí, en un largo ataque de melancolía, una película titulada Gritos y susurros”. No en balde es esta, precisamente, una de sus más bellas y terroríficas películas. Pero en el hecho cinematográfico la melancolía es también un estado de ánimo, quizá permanente y necesario, en el espectador. Por ello, este es uno de los sentimientos que más veces se pone en escena. Melancolía procede de los términos griegos melas, negro, y kholé, humor, y literalmente por tanto es un humor o bilis negra, aunque los diccionarios expresan también su consecuencia, “tener humor triste o sombrío”, y recogen el sustantivo melankholía y el adjetivo melankholicós (existe en el actual castellano un verbo de escasísimo uso, melancolizar, definido como “Entristecer y desanimar a alguien dándole una mala nueva, o haciendo algo que le cause pena o sentimiento”). Los romanos calcaron el término al latín en la voz atrabilis que, curiosamente, todavía recoge el diccionario de la RAE en la 23ª edición de 2014, la del Tricentenario, como “f. Med. Uno de los cuatro humores principales del organismo, según las antiguas doctrinas de Hipócrates y Galeno”, junto al adjetivo atrabiliario

Humor y bilis sugieren viscosidad, un elemento constitutivo del cine lacrimógeno que, a la vez, supone la interacción dualista de lo físico y biológico —la secreción orgánica de un determinado líquido, especialmente las lágrimas— con lo espiritual —el resultado que provoca en la vertiente anímica del individuo—; de ahí que la propia palabra humor haya derivado semánticamente hacia el segundo de los territorios en expresiones como estar de buen humor o tener un humor de perros. Se atribuye a Hipócrates (Sobre la naturaleza del hombre), o a su yerno y discípulo Pólibo, en el S. V antes de Cristo, la idea de que toda enfermedad estaba causada por un desequilibrio entre los cuatro humores del organismo registrados por Empédocles: sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra. A partir de una alteración de esta última (la bilis fría y seca que en el nuevo mundo de la biopsiquiatría podría ser la serotonina, o más bien 5-hidroxitriptamina) se originaba la melancolía, enfermedad fisiológica cuyas dos características más determinantes eran la tristeza y el miedo. Y, como también haría Galeno ya en el S. II de nuestra era, Hipócrates hizo corresponder los cuatro humores con otros tantos temperamentos básicos del ser humano, entre ellos el melancólico, asociado a la estación otoñal (símbolo también de la decadencia de la persona), seca y fría, a la tierra (frente a los otros tres elementos básicos) y al planeta Saturno, el más alejado del Sol de los entonces conocidos y, también, el más frío y lento de todos ellos. De ahí que pronto se asociara el carácter melancólico con un temperamento “saturniano” e, incluso, llegara a llamarse a la melancolía “mal de Saturno”, hasta que Baudelaire habló de Las flores del mal como “libro saturniano, / que es orgiástico y melancólico”. Bartolomeo Ánglico, monje franciscano del S. XIII, describía ese planeta en De proprietatibus rerum, con esta sugestiva mezcla de literatura y astronomía:

“Saturno es un planeta maligno, frío y seco, nocturno y pesado, y por eso en las fábulas se le presenta viejo. Su círculo es el más alejado de la tierra, y a pesar de ello es para la tierra el más nocivo... En cuanto al color, es pálido o lívido como el plomo, porque tiene dos cualidades mortíferas, a saber, la frialdad y la sequedad. De ahí que el niño nacido y concebido bajo su dominio, o muere o le caen en suerte las peores cualidades. Según Ptolomeo en su libro de los juicios de los astros, hace al hombre atezado y feo, malhechor, perezoso, pesado, triste, rara vez alegre o risueño”.

Se nota en tal descripción el carácter bipolar saturniano, pues si en ocasiones aparece como el dios de la abundancia y de la actividad (una especie de guía intelectual y artística), también es el representante del miedo, la angustia y la depresión, como pone de manifiesto la abundante y terrible iconografía que lo muestra devorando a sus propios hijos (Rubens, Goya, entre otros).


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