THEO ANGELOPOULOS
TODO LO SÓLIDO SE ROMPIÓ ENTRE LÁGRIMAS
(La revolución perdida en O Thiassos y O Megalexandros
(Fragmento)
Todo lo sólido se desvanece en el aire.
Karl Marx - Friedrich Engels, Manifiesto del Partido Comunista, 1848.
En El viaje de los comediantes (O Thiassos, Theo Angelopoulos, 1975), una troupe de comediantes deambula con sus maletas y un baúl a cuestas por una Grecia progresivamente desgarrada por la dictadura del General Metaxas, la Segunda Guerra Mundial, la resistencia a la ocupación nazi, la liberación por las tropas aliadas, la intervención británica en la política doméstica, la guerra civil, la derrota comunista y la instauración, con apoyo norteamericano, del régimen del Mariscal Papagos. La narración se inicia con el regreso de la compañía, en 1952, a la ciudad de Aegion y se ramifica en múltiples bucles temporales regresivos lanzados en forma cronológicamente desordenada entre 1952 y 1939, para cerrarse con un plano semejante al de inicio. Con la estación de tren de Aegion a sus espaldas, en 1939, avanza la totalidad de los integrantes originales de la troupe, embarcada en una gira de presentación de la pieza popular Golfo, la pastora, típica del repertorio de las compañías trashumantes, escrita por Spyridon Peresiadis en el S. XIX.
[…] O Thiassos se desarrolla simultáneamente en tres niveles: la representación teatral de Golfo, la pastora; el mito según la Orestíada y Electra; y la historia griega durante el período 1939-1952. La “realidad” histórica irrumpirá en la vida de los comediantes y diferirá continuamente la representación teatral, para hacer de esa vida una versión contemporánea y trágica del mito, sin final feliz. No hay perdón para Orestes en O Thiassos, como sí lo hubo para el Orestes enjuiciado ante el Areópago al que Atenea declaró inocente, tras haber alegado órdenes de Apolo. No hay perdón para el revolucionario comunista en la Grecia moderna. Hay persecución, tortura, martirio y muerte. La política ingresa en el teatro, a punta de pistola, anuncio militar o bombardeo, e hinca sus dientes en los modestos actores ambulantes, obligados a tomar partido en un país en guerra permanente abandonado a su suerte por propios y extraños y ocupado por extraños con la aquiescencia especulativa de los propios. La cuna de la civilización acuna el desastre. Los victimarios se encarnizan con las víctimas: el castigo no viene de los dioses sino de los prójimos.
[…] Un pastor mira a cámara, en una carretera rural enlodada. Nos mira, al comienzo de Alejandro el Grande (O Megalexandros, 1980), desde el monte Parnaso, la antigua morada de Apolo y de las musas, el terreno sagrado de la narrativa épica y la patria simbólica de la poesía. Al Monte Parnaso se dirigió Edipo para preguntar al Oráculo de Delfos, en el santuario situado a los pies del monte, cuál sería su destino: “Matarás a tu padre y te casarás con tu madre”, respondió el oráculo, cuya máxima era: “Conócete a ti mismo”.
El pastor dice: “Cuando ellos vinieron por nuestras tierras, Alexandros, descendiente de los Elios, una raza de guerreros que gobernaba las montañas, reunió a sus macedonios y expulsó a los extranjeros. Luego se dirigió al corazón de Asia, donde liberó lenguas y naciones. Una tarde, mientras contemplaba la puesta de sol sobre el gran río, se sintió triste. Esa noche abandonó a sus compañeros y emprendió, solo, el viaje hacia el fin de mundo”. De allí en más la película contará, desde el primer amanecer del S. XX, la historia de Alexandros durante los primeros ochenta años de ese siglo. Será el jefe de revueltas campesinas perseguido por el ejército aliado a los latifundistas. El prisionero político y el viudo doliente que contempló el asesinato de su esposa, el día de su boda, con un disparo del que era, en verdad, destinatario. El evadido de prisión con compañeros de celda y secuestrador de aristócratas británicos. El capitán enigmático que negocia, en concepto de rescate, su amnistía y la de sus rebeldes y el mantenimiento de las tierras de Mavrovouni en manos de los campesinos, amenazados por la explotación de minas de carbón por industriales británicos apoyados por los terratenientes y el gobierno. El héroe a caballo recibido como un dios en los pueblos rurales que atraviesa hacia Mavrovouni, cuyos habitantes han cumplido, en convivencia con anarquistas italianos y a la manera del socialismo utópico, el sueño revolucionario de una comunidad ideal que ha detenido el tiempo y abolido la propiedad privada. El líder devenido tirano que, a su arribo a Mavrovouni, sacrifica corderos inocentes, pone en hora el reloj de la torre, impone la ley marcial y fusila a comuneros y rehenes. El filicida. El héroe en desgracia utilizado para derrocar al gobierno y cercado desde las montañas por el ejército nacional, en pleno conflicto diplomático con Gran Bretaña, cuya flota ha rodeado Grecia. El déspota literalmente devorado por los comuneros, en una ceremonia orgiástica y caníbal en la que desaparecerá hasta su último pedazo y al término de la cual solo quedará, en la plaza central del pueblo, una cabeza de mármol y una mancha de sangre.
En la última escena, un niño herido, con una venda blanca y sucia en la cabeza, contemplará montado a un burro, desde la montaña, la caída del crepúsculo sobre Atenas, iluminada a sus pies por la luz eléctrica de la modernidad. Es 1980. El niño ha crecido a la sombra de Alexandros, lleva su nombre y ha sido educado bajo una ventana, a escondidas y a oscuras, por la voz del maestro rural, encarcelado y dispuesto a entrenarlo en parábolas, del otro lado del muro de la cárcel. La voz en off del pastor anónimo cuyo relato abrió el filme será la voz que lo clausure: “Y así es como Alejandro entró en las ciudades”. ¿Qué hará el nuevo Alexandros en el nuevo siglo, al entrar en Atenas? ¿Qué harán los pequeños Orestes y Alexandros, que han visto y han vivido la derrota de los anhelos libertarios del S. XX? […]
Seguir leyendo en