Botonera

--------------------------------------------------------------

28.6.23

III. "MELANCOLÍA. EL MAL DE SATURNO EN EL CINE", Pablo Pérez Rubio, Valencia: Shangrila, 2023.



II
EROSIONES Y SEDIMENTOS DEL TIEMPO
(Fragmento inicial)


El cineasta Isaki Lacuesta ha ilustrado en La noche que no acaba (2010) el ya lejano periplo de Ava Gardner por tierras españolas. Si algo me interesa de esta película singular es la descripción del proceso de deterioro físico y moral que experimentó la actriz en ese lapso, el que va de Pandora y el holandés errante a Harem, es decir de 1951 a 1986. Gardner aparece como mito erótico —en terminología ya algo avejentada—, como estrella rutilante de Hollywood, pero también como sujeto expuesto al envejecimiento y a la pérdida de la belleza por la acción devastadora del tiempo, como aquella patética Norma Desmond (Gloria Swanson) que se resistía a ajarse (“En tanto que de rosa y azucena / se muestra la color en vuestro gesto…”) en El crepúsculo de los dioses (1950) y cuyos afeites solo conseguían incrementar la constatación de su vejez o, por mejor decir, de su falsa juventud (“…y que vuestro mirar ardiente, honesto, / enciende al corazón y lo refrena…), como ha ocurrido con esos tres monstruos de Frankenstein que han terminado siendo Nicole Kidman, Mickey Rourke y Renée Zellweger, entre otros. Que el proceso de envejecimiento del cuerpo humano no se puede detener es algo que ha quedado de manifiesto en las últimas décadas con los retoques que tantas y tantos han efectuado en sus cabellos (“…y en tanto que el cabello, que en la vena / del oro se escogió, con vuelo presto…”), rostros, labios, cuellos (“…por el hermoso cuello blanco, enhiesto, / el viento mueve, esparce y desordena…”), pechos y muslos, hasta convertirse en una summa de retazos o de piezas de un puzle sin acabar. Como en el cine mismo: la Ava Gardner que se baña en el mar en Pandora no es Ava Gardner, sino su doble, una muchacha de Tossa de Mar que en su día sustituyó a la diva y que en la película de Lacuesta, sesenta años después, vuelve a salir desnuda de las aguas —ahora en plano frontal— con envidiable dignidad, mostrando a la cámara y al espectador voyeur sus carnes octogenarias, sin retocar, como en un cuadro geriátrico de Rubens. En 1951, una anónima chica que simulaba ser el cuerpo de Ava se bañaba desnuda en las aguas de Tossa; y como todo tiene su repetición (ni tragedia ni farsa, en este caso), en 2010 recrea ese baño nocturno, ya como Ana María Chaler, que así se llama la anciana que fue adolescente: Ana es, pues, el verdadero doppelgänger de Ava. Un palíndromo, Ana, que sustituye a otro palíndromo parecido, Ava.

Melancolía del doble o sustituto que en las películas pone su cuerpo (y a veces algo más: su integridad física, incluso la propia vida) al servicio de la estrella que se lleva los loores. Melancolía del profesional anónimo que presta el cuerpo o una parte de él (pechos, culos, piernas, nucas) creando esa criatura de Frankenstein en la pantalla, quizá un todo formado por pequeñas partes de otros todos anónimos que lo han compuesto en silencio.

Y Lacuesta sabe, y hace saber, que el mérito de Gardner fue vivir en plenitud (“…coged de vuestra alegre primavera / el dulce fruto, antes que el tiempo airado / cubra de nieve la hermosa cumbre…”), sin freno, aligerando con ello lo irremediable: “…marchitará la rosa el viento helado. / Todo lo mudará la edad ligera / por no hacer mudanza en su costumbre”, es decir, la reducción de la belleza a los escombros de un viejo y hermoso edificio (Ruin Lust). Las imágenes de Harem, que muestran a Gardner desesperadamente marchita, con arrugas, ojeras y una mirada derrotada, están rodadas unos cuatro años antes de su muerte en 1990 y riman perfectamente, como en plano/contraplano, con las de su edad dorada (ambas son Ava), pero a la vez desentonan abruptamente (ambas no son la misma Ava).

Como tampoco es Ava (¿o sí?) la escultura de Ava que preside el paseo marítimo de Tossa de Mar desde la altura de una pequeña fortaleza, y parece mirar con nostalgia la playa en que rodó Pandora, como diciendo “Ahí estuve yo, y esta playa y esta película me inmortalizaron”. Pero no. Todos tenemos nuestro doble, por supuesto, y ningún doble es tan perfecto y, a la vez, tan disímil como el que encarnamos nosotros mismos años después de ser nosotros mismos. ¿Soy yo el doble, el doppelgänger, de aquel niño de cinco o seis años que aparece en tal o cual fotografía, de ese adolescente de mirada incierta, de este chaval que sale del juzgado tras casarse? ¿Soy yo, ahora, mi propio doppelgänger de aquellos yos perdidos para siempre en el tiempo? Porque si están en algún sitio es, evidentemente, en mi memoria. De nuevo Verlaine: “Recuerdos, ¿qué esperáis de mí?”.

Lo dijo Susan Sontag a propósito de la fotografía, pero nosotros lo podemos extender al cine: cine y fotografía siempre dejan la huella de una ausencia, aunque su cometido sea verificar una presencia. No lo dijo Sontag, pero lo dio a entender: cada fotografía es un cadáver. Si contemplamos una foto que nos tomaron treinta, cuarenta años atrás, verificamos nuestra presencia (allí estábamos), pero también sospechamos una ausencia (los que estábamos allí ya no somos nosotros). Si contemplamos la foto de alguien que ya ha muerto, el efecto se multiplica. Nunca podemos ver un espejo vacío que no nos devuelva nuestra propia imagen, pero sabemos que, si no nos ponemos frente a él, el espejo solo denota nuestra ausencia. En Sobre la fotografía, la escritora aseguraba que su misión es “arrancar la máscara al mundo”; ese carácter revelador, casi esotérico, se cimenta en su capacidad para hacer visible lo no visible (como decía Paul Klee a propósito de la pintura), para desvelar los aspectos ocultos de lo real: en la mirada, en el gesto, en la postura, podemos descubrir en nuestras imágenes pretéritas aquello que ni siquiera sabíamos que estaba en nosotros. La fotografía es el arte elegíaco y crepuscular por excelencia, y el cine ha aprehendido buena parte de ese carácter, dándole además el consabido movimiento: pocas cosas hay que rezumen más melancolía por todas sus perforaciones que aquellas apolilladas imágenes en súper-8 o vídeo de viajes, celebraciones familiares, juegos infantiles y vacaciones. Cadáveres, fantasmas redivivos que hacen aflorar la nostalgia; bien mirado, esto sí son auténticas weepies. Probablemente la fotografía no captura el alma, como creyeron y creen algunos nativos americanos, pero sí es capaz de arrebatar al sujeto ese “algo” de vida y devolverle su reverberación, a modo de eco, años después. En su admirable Pasión (En passion, 1969), Bergman nos dibuja un presuntuoso arquitecto y fotógrafo interpretado por Erland Josephson que confiesa: “Creo que no puedo llegar al alma con mis fotografías”, pero da la sensación de que en su fuero interno piensa que sí.


[ ... ]




    
Seguir leyendo en