Botonera

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27.6.23

II. "MELANCOLÍA. EL MAL DE SATURNO EN EL CINE", Pablo Pérez Rubio, Valencia: Shangrila, 2023.



I
ESPLENDOR, RUINA, MELANCOLÍA
(Fragmento inicial)


La ruina es el resultado de sumarle al esplendor el paso del tiempo. A mediados de 2014, la Tate Britain de Londres inauguró una exposición, Ruin Lust, que tenía como función indagar en la fascinación humana por las ruinas, los escombros y los restos de edificios: avisos del carácter efímero de todo periodo de apogeo. Pocas actividades pueden resultar tan tristes y subyugadoras a la vez como contemplar aquello que el tiempo ha respetado de lo que en su día fueron palacios, castillos, casas de campo, monasterios, cafeterías, centrales eléctricas, piscinas, capillas, centros comerciales, edificios administrativos. El cuadro forma parte del imaginario colectivo, con sillas volcadas, alfombras raídas, puertas descoyuntadas, cortinas arrancadas, muebles despedazados, cristales rotos: el alma de lo que antes fue esplendor, la certificación de la idea de paraíso perdido. Los románticos —con la anterior intervención de Giovanni Battista Piranesi, el gran pintor de la ruina— partieron de la estética gótica para poetizar la certeza de que la naturaleza, por divina, es eterna y más poderosa que lo fabricado por el hombre, frágil y perecedero como él mismo. Las ruinas son, pues, esa sabia advertencia que envía el pasado (como en los cuadros de J. M. W. Turner): eso mismo será de nosotros. Lo que destruyó ciudades, civilizaciones, fortalezas y castillos no hará excepción con nuestros cuerpos, que también serán ruina y escombro algún día. “Polvo serán”…

Quizá los sociólogos sepan explicar por qué la atracción por la ruina y el escombro resurge, al parecer de manera extraordinaria, en periodos de crisis colectivas. No faltó, de hecho, quien asoció la citada exposición con la quiebra del “estado del bienestar” a causa de la gran recesión iniciada en 2008. Como suelen ser más osados, sí ha habido críticos cinematográficos que han explicado en términos similares la profusión de películas de ciencia-ficción que se recrean con la destrucción del mundo y muestran algunas de las principales ciudades del orbe reducidas a ruinas y escombros, con rascacielos semiderrumbados, parques devastados, barrios enteros incendiados y monumentos reconocibles que solo se tienen en pie para verificar que allí mismo estuvo, algún tiempo atrás, el esplendor. Una película española lo escenificó con acierto: Los últimos días (2013), de Álex y David Pastor, que muestra la destrucción de la Barcelona de los Juegos Olímpicos, la torre Agbar (o, mira por dónde, torre Glòries) y los centros financieros, convertida en un futuro muy próximo en cenizas, humo y oscuridad tras lo que se supone un cataclismo atómico. No está mal como metáfora, cierto que poco sutil, de muchos deseos conscientes e inconscientes. Y también del miedo a perder lo que se ha tenido y que no fue, como dijo aquel poeta medieval, más que verduras de las eras. 

También un fotógrafo español, Pablo Genovés, ha dedicado algunas de sus colecciones a mostrar los efectos de la devastación sobre teatros, museos, iglesias, palacios, bibliotecas... Son collages que introducen elementos desasosegantes en estos espacios del orden aristócrata o burgués: inundaciones, piedras, escoria, barro, humo, hielo. Es la destrucción provocada en luminosos salones de la cultura del poder lo que estimula la reflexión (hasta lo más bello y elevado puede ser aniquilado por la naturaleza o el tiempo) y la sensación de melancolía (allí donde antes hubo valiosos sillones, cuadros, tapices, lámparas o alfombras ahora solo hay suciedad, agua, lodo, tierra). Cronología del ruido y El ruido y la furia son los títulos de estas exposiciones, que introducen en el juego propuesto por Genovés el elemento sonoro perturbador, ese sonido inarticulado y desorganizado que es el ruido, en el marco de una armonía concertada. El fotógrafo escupe esas imágenes no reales, ideales (¿un pedregal o una ciénaga en el suelo de un lujoso salón rococó?) para alertar de una doble conciencia: la posibilidad de que haya resurgimiento tras la catástrofe, renacimiento tras el oscuro caos, pero también de que esas imágenes no sean más que un anticipo de lo que, tarde o temprano, realmente ocurrirá en esos espacios, cuando el efecto devastador del tiempo, de la erosión o de las catástrofes naturales convierta en escombro verdadero, en ruina, lo que ahora es un floreciente templo que muestra el esplendor de la humanidad. No hace falta recurrir a los ángeles trompetistas del Apocalipsis, anunciando la caída de pedrisco, fuego y estrellas incandescentes sobre la Tierra, o a sus más recientes y abundantes recreaciones fílmicas, para comprender que somos precisamente porque un día no fuimos y algún día no seremos. Y algo anterior, y del mismo autor, es Precipitados, en la que salones rococó, bibliotecas neoclásicas, escalinatas con enormes arañas e interiores estilo imperio son anegados por la arena del desierto o las aguas del mar. La belleza creada por el ser humano devastada por la hostil naturaleza. 

Las de Genovés o Pastor son imágenes contemporáneas que parecen venir a ilustrar aquellos lúcidos versos de Rodrigo Caro, poeta español del S. XVII: 

“Estos, Fabio ¡ay dolor! que ves ahora
campos de soledad, mustio collado,
fueron un tiempo Itálica famosa;
aquí de Cipión la vencedora
colonia fue; por tierra derribado
yace el temido honor. (...)
Solo quedan memorias funerales
donde erraron ya sombras de alto ejemplo;
este llano fue plaza, allí fue templo;
de todo apenas quedan las señales”.

Versos escritos precisamente en otro gran periodo de crisis general como fue el Barroco. Si existe la melancolía colectiva, el motivo visual de la ruina la expresa con exactitud y solvencia. El esplendor pretérito, lleno de la vanidad humana, se ha convertido ahora en reliquia, señales, memorias funerales. La melancolía colectiva activa, por un lado, la nostalgia por el boato pasado ahora en decadencia o por la honrosa derrota que trajo la destrucción; pero también actúa como eco insoportable de lo que jamás debió suceder. Un paseo por los dos campos polacos de Auschwitz y Birkenau, entre la ruina y la conservación (igual que ocurre con el cadáver de Lenin obscenamente exhibido desde hace casi un siglo en un mausoleo de la Plaza Roja de Moscú), moviliza una melancolía bien distinta: no asistimos a los restos de una Itálica desmoronada que se contemplan para evocar la grandeza del pasado, sino a unos restos que tienen como motivo único evitar el olvido del horror y mantenerlo en la memoria, pero también recordar y certificar al visitante que aquel, el horror, efectivamente tuvo lugar. Y fue allí. Recorrer lo que fue Auschwitz, esas ruinas de la abyección, supone enfrentarse a dos sentimientos complementarios: la ira y el dolor. Pero solo otro sentimiento, el de la melancolía colectiva, es capaz de ponerlos en juego; solo así se explica que en algunas estancias del campo de exterminio nazi se conserven intactas (como reliquias laicas del pasado) maletas, gafas, calzado y hasta pelo de los miles de personas que dejaron allí sus vidas. O que de las paredes de no pocos pasillos de los barracones del primer campo cuelguen centenares de fotos de víctimas anónimas que ponen de manifiesto que aquellas tenían rostro, mirada, gesto. Cada una de esas imágenes devuelve al visitante su propia mirada de décadas atrás, como si entre el prisionero de 1944 y él mediase la mínima longitud, apenas un centímetro y apenas un instante. Ese es el poder evocador de la ruina si en su contemplación brota la melancolía.

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