Botonera

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30.5.23

XVII. "UNA VUELTA MÁS", REVISTA SHANGRILA Nº 42-43, Valencia: Shangrila, 2023.




EL CORAZÓN ES UN COFRE
QUE ENCIERRA TEMPESTADES
[Fragmento inicial]

Manuel Merino




 
 
…Y el oído es su ventana y nuestra voz su puerta, terminaba de sentenciar Eudora, con un soniquete escuchado diez mil veces y otras tantas repetido desde que se crearon mi tiempo y su memoria. 

Y allá seguirá para siempre en el recuerdo, con el brazo derecho en jarras y un trapo arrugado en su puño, mientras la otra mano permanece posada en la columna del porche, entretenida de forma inconsciente en levantar pequeñas costras de pintura con la uña, mientras espera que Miss Missy decida seguir su camino hacia la iglesia con todas las miserias de los habitantes del pueblo bullendo en el desdichado cofre de su corazón. Al final, siempre lo mismo, frases de cortesía y excusas repentinas porque llega tarde y solo entonces, la tía-abuela Eudora, se dará la vuelta cabeceando para avanzar despacio hasta dejarse caer sobre la silla de caña envuelta en una sonrisa que acaba siendo pura carcajada, entre exclamaciones repetidas en las que invoca sin hacerlo a un Señor que nunca pisaría aquel barrio.
Fue aquella tarde cuando comenzó el juego de las reencarnaciones. Era sencillo. Nuestra única defensa posible ante la muerte en aquel incierto valle de lágrimas. Una derivación natural de las creencias locales en la vida eterna, mezclada con ese imaginario que nos aportaron los cultivadores africanos sobre el más allá, o apenas esa necesidad universal de negarse al hecho de morir, aunque fuese defendiéndonos con armas tan primitivas, inocentes y eficaces como la superstición y la risa. Débil respuesta, inútil obstáculo a lo que habría de llegarnos con la lentitud agotadora de la vejez, o acaso de forma inminente y sin aviso en cualquier momento, como les sucedía en la parábola a las vírgenes necias. Pero, a la espera de ese instante misterioso y vacío de regreso y consuelo definitivo, proseguíamos con aquella fantasía descontrolada que a veces nos concedía grandes satisfacciones, estados casi eufóricos en los que los dos exponíamos atropellados comentarios, brillantes o solo mordaces y sin piedad alguna, hasta caer rendidos por la risa, como agitados en una bola de cristal donde una ventisca particular de confetis de plata provocaba nuestras lágrimas. 

– Miss Missy va a reencarnarse en mula. 

Aquella piadosa sierva del Señor, venerable profesora de lenguas clásicas retirada, que acababa de pararse un momento ante nuestro porche para cotillear, fue la primera que mereció una observación de ese tipo. Todavía puedo vernos sentados en aquellas ruinosas mecedoras del porche imaginando cosas; ella frotándose los ojos con el delantal y a mí mismo, aún niño, sorprendido por mi propia audacia, interrumpiéndonos con fabulas impropias y otras observaciones tan desmedidas como aquella, con las que se iba levantando el absurdo edificio privado que nos cobijaría desde entonces.

– Solo falta alguien detrás suyo que vaya echando paladas de serrín.

Y, nuevas carcajadas afiladas como machetes feroces que no podría oír aquella beata cotilla, que ya se alejaba como al trote, apuntalada por el taconeo incesante de un bastón primitivo y ligeramente escorada a la derecha, más apresurada ahora que se espaciaban hasta enmudecer los toques de campana de la Iglesia de los Primeros Cristianos convocando al último oficio del día, durante el que habría de seguir trenzando con detalles minúsculos malinterpretados el inmenso tapiz de una vida que solo narraba la oscura historia de sus convecinos.

Como entonces, secándose las lágrimas felices con el dorso de la mano, vuelvo a ver su sombra abrir con dificultad la puerta del templo y, una vez más, parece llegarme una lejana bocanada de incienso que lucha contra el hedor que cada atardecer impregna esa calle con la frescura del lodo del manso Sangamon, arrastrando un aire pegajoso preñado de zumbidos de mosquitos. Y con él también vuelven sus picaduras rabiosas y la confitura de ruibarbo, la jarra sudorosa de la limonada fría circundada de moscones azules y la sangre en las sábanas. Aquellos cercos oxidados eran el precio del verano. Porque todo tenía un precio, decía Eudora, soltando un manotazo estéril contra el aire de agosto ante su rostro arrugado. Un lado oscuro que contrarrestaba la felicidad inmediata de las pequeñas maravillas que la vida concedía a los vivos, añadiendo después que quizás también a los muertos, como la misma luz de cada día, y, al decirlo, elevaba su vaso que dejaba traslucir la luz del atardecer bendecida por la frescura de la limonada, para apurarla de un sorbo urgente. No podríamos saberlo hasta entonces. Eso aseguraba con una firmeza que nada podría hacer temblar, porque aquella anciana incapaz de mentir, flaca como un verso pero rotunda como un epitafio, tampoco podría equivocarse.

– Elude siempre los recuerdos –advertía quizás para no olvidarlo ella tampoco mientras clavaba esa amenaza sobre su pecho con un firme golpe de barbilla. 


Cementerio de Oak Hill, Lewiston, Illinois



Pero, ¿cómo rechazar tanta certeza? La tambaleante figura de Miss Missy en aquella tarde calurosa, sus gestos y andares equinos o la evidencia de que Cullers iba a reencarnarse en avefría, el venerable juez Rampton en una pitón, o Dan, pese a su apariencia inocente, modales domados, ojos esquivos y voz temblorosa, en una hiena. Cómo dudar de aquellos accesos de imaginación todavía vivos, más fértiles que las tierras que ceñía el fértil meandro donde ambos habían nacido, si con su visionaria capacidad transformadora, se habían perfilado como el eje de una infancia alejada del tiempo en la que, sin embargo, nunca nunca había podido resumirse bajo la fisonomía o costumbres de ningún animal porque nada se le desvelaba cuando estudiaba sus propios gestos fingidos ante el espejo de la entrada, ni tampoco cuando vigilaba la forma cambiante de su sombra resbalando entre las tumbas y aquellos cristos carcomidos o las flores ya mustias como aquella voz suya cada día más opaca y ausente que, tras la muerte de sus mayores, había elegido usar lo mínimo.


[...]




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