... DEL MUNDO, UNÍOS.
SOBRE LA TRISTEZA PROLETARIA DE LOS DOMINGOS
[Fragmento inicial]
Miguel Ángel Hernández Saavedra
1984 (Michael Radford, 1984)
He interiorizado la pena de los domingos. Los trabajadores naturalizamos la tristeza de los domingos. Bueno, en realidad, ya no es así: solo en algunos casos, por muchos que sean. Son demasiados los que libran los miércoles. Hubo un tiempo en que los trabajadores –que se llamaban a sí mismos “obreros”– producían felicidad a destajo, también los domingos. Era una felicidad industrial, rutinaria, de cadena de montaje. Una felicidad desmontada, pero feliz al fin y al cabo. Una bienaventuranza de viandas en el campo, en las afueras de la urbe, casi más dentro que fuera. La felicidad del fútbol y cosas así. Yo la viví siendo niño. Una dicha estúpida o familiar, a la postre dichosa.
Después, muchos años más tarde, cuarenta años después, lo cual es mucho más tarde, tal vez fueron treinta y seis, leí Los domingos de Jean Dézert. No voy a recordar esa historia. ¿De qué serviría a quien no la ha leído? Solo diré que su autor, Jean de La Ville de Mirmont, murió joven, demasiado joven para el futuro literario que le esperaba, aunque eso nunca se sabe: siempre hay un Rimbaud contra “un futuro”. Murió destrozado por un obús. Citaré lo siguiente:
Y Jean Dézert se va solo a contemplar a los aligátores que, en sus cubículos de cemento llenos de agua tibia, sueñan con las piernas relucientes de jóvenes negras, pasando el vado bajo el claro de luna.
¿Cómo se puede sobrevivir a estas líneas? Entiendo al obús.
En aquellos tiempos de transición entre la máquina y el robot, entre la inteligencia natural y el artificio calculador, entre el ritmo y el algoritmo, la melancolía iba perdiendo peso a medida que los asalariados engordaban. La melancolía vale su peso en plumas de oro, tejidas con el polvo de los ángeles estrellados. ¿De qué hablan los ángeles cuando Dios duerme y los hombres se desvelan? ¿Alguien conoce a algún ángel que escriba? ¡Demonios! En aquellos tiempos… La deslealtad y el cotilleo empezaron a considerarse necesidades expresivas. (INCISO. He poseído tres máquinas de escribir. Mi querida Olivetti Pluma 22, heredada de mi padre. Mi querida Olivetti Studio 46, mía y solo mía. Una estúpida máquina eléctrica, eslabón fallido, que no sé dónde está y… Ahora ya no sé escribir sin pantalla. Le escuché a un humanista decir –les doy una pista: o Harold Bloom o George Steiner– que, con los procesadores de textos, cualquier idiota piensa que está escribiendo un libro. Yo he publicado cuatro). Los trabajadores empezaron a preocuparse por el colesterol. ¿No es esa una señal de progreso incontestable? La vida se convirtió en una magnífica mercancía, empaquetada entre semana y adornada con el lazo azul del viernes, rojo del sábado –aunque los niños seguíamos siendo demasiado inocentes como para saber a qué obedecían los extraños ruidos de la habitación contigua, donde dormían papá y mamá– y gris del domingo. No obstante, los efluvios llegaban hasta la tarde del viernes; la coca en los mofletes de la semana que le permitía al trabajador, como en la canción del cuento (Heigh-Ho, Heigh-Ho), levantarse y acostarse con la serena convicción de que, siendo las cosas como son, la vida no está tan mal.
El gris dominical era una colección de grises, una gama de domingos: domingo marengo, domingo acero, domingo topo, domingo elefante, domingo violáceo, domingo lavanda, domingo pizarra, domingo antracita, domingo perla, domingo cemento, domingo visón, domingo ceniza. Es verdad que los domingos perla no abundaban, lo cual aumentaba la esperanza –no del todo ciega– de que hicieran acto de presencia como aquella vez, tres o cuatro veces a lo largo de años, en que fueron celebrados con el entusiasmo de una tarde de viernes. Después, muchos años más tarde, treinta y siete años más tarde, tal vez fueron treinta y tres, leí un sermón del Maestro Eckhart donde citaba a San Juan y decía:
Dios es una luz que brilla en las tinieblas.
¿Cómo se puede sobrevivir a esta línea? Entiendo que la luz viaje tan deprisa.
Hoy, los domingos son hojalata. De colores, pero hojalata. Yo no tengo nada en contra de la hojalata, a no ser que se trate de la hojalata del Hombre de Hojalata, que no supo conservar su corazón. (No hay malvadas brujas del este, solo aspirantes). Hoy, la hojalata abunda e inunda los corazones; la sangre se llena de virutas polícromas que no engañan al estómago, pero confunden al cerebro. Hoy nunca es hoy, sino ayer o mañana. ¡Emprende! ¡Sé positivo! (INCISO. Tengo polvo de tiza en los dedos. Dibujo en la pizarra secuencias lógicas que ningún genio maligno conseguirá desbaratar. Los adolescentes me observan con la cautela de un viejo desdentado. “¿Nos dirá la verdad?”, se preguntan silenciosos entre las sienes y el área de Broca, taladrada por consignas que encubren con la exactitud de una mentira perfecta la realidad de la época: el fin del trabajo asalariado, la precarización del conocimiento, las nuevas virtudes de la ética empresarial. Leo su pregunta no escrita, inscrita en las miradas, grabada a silencio lento entre las cejas de los jovencitos, de las niñas que han dejado de serlo, la pregunta muda, y me enternezco. Antaño, la escuela –se decía– reducía las distancias sociales; hogaño, las acentúa. Tengo polvo en los dedos, mas polvo ensimismado: siempre hay un Góngora para un Quevedo). Algunos años después de ver la luz, quince exactamente desde que nací, leí un libro que decía:
Todo se desvanecía en la niebla. El pasado estaba borrado. Se había olvidado el acto mismo de borrar, y la mentira se convertía en verdad.
Era el año 1984. Yo llevaba chapas en la chupa. En una de ellas, había una A dentro de un círculo. Algo había leído sobre un tal Bakunin; del príncipe Kropotkin no sabía aún nada. Me apoyaba en una ignorancia afable y expectante que, a falta de revoluciones, algunas circunvoluciones mágicas producía. La ignorancia y yo siempre nos hemos apoyado mutuamente. La profesora de latín le espetó a mi padre: “¿Por qué lleva esa chapa?, ¿sabe de qué va?, ¡no tiene ni idea!”. La profesora de latín, que además era mi tutora, llevaba gafas cuadradas. Se llamaba Nieves, pero la cumbre de su inteligencia permanecía pelada y, traspasado el umbral de la primavera, a falta de deshielo, de su boca salían desiertos satisfechos, autoengañados, convencidos de no ser eriales sino bosques germánicos bajo el poder de Marco Aurelio. Cómodamente, se daba el lujo de regalarnos latinajos cada cuarto de hora. A ella le debo, pese a sus pesares, haberme grabado esta sentencia en la memoria:
Que tu entendimiento, que juzga todo, te inspire una especie de culto.
[...]
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