CIEN AÑOS Y UN DÍA
[Fragmento inicial]
Jesús Cortés
Erich von Stroheim
1972. La editorial Seghers publica un libro coordinado por el crítico suizo Freddy Buache sobre la figura del cineasta vienés Erich von Stroheim.
Aparte de un recorrido cronológico por su carrera, el volumen recopila testimonios sobre sus películas escritos, entre otros, por Jacques Rivette, Luis Buñuel, Michel Ciment, Jean Mitry, Jean Renoir, André Bazin, Georges Franju, Lotte Eisner y Henri Langlois.
La deuda con su obra, la gratitud, el asombro renovado de todos ellos, es patente en cada página. Incuestionable es la palabra que mejor define por entonces su legado.
Habían pasado “solo” cincuenta años, medio siglo, desde el estreno de Esposas frívolas (Foolish wives), su tercer largometraje y sin embargo, como es sabido, el principio del fin de la carrera de un director referente del cine mudo desde el mismo momento en que inició su andadura, como hijo adoptivo primero de David W. Griffith y después de Carl Laemmle, hasta que la finalizó en 1932.
Algunos de los cineastas citados en el libro de Buache y otros, como Orson Welles, Luchino Visconti o el ya fallecido Jacques Becker, estaban entre la lista de los adscritos a su descendencia en el sonoro, los que lo llamaron maestro. A pesar de las décadas transcurridas y lo lejana que empezaba a quedar ya su muerte, acaecida en 1957, su memoria permanecía viva.
Brotaban todo tipo de recuerdos de Esposas frívolas y de La marcha nupcial (The wedding march, 1928), Avaricia (Greed, 1924), Los amores de un Príncipe (Merry-go-round, 1923), codirigida con Rupert Julian, La Reina Kelly (Queen Kelly, 1929), La viuda alegre (The merry widow, 1925), ¡Hola, hermanita! (Hello, sister!, 1932) o su debut, Corazón olvidado (Blind husbands, 1919). Con cualquiera de ellas, con una sola, hubiese bastado para que Stroheim tuviese un lugar destacado en la Historia del cine. Y hubo más, perdidas para siempre, como La ganzúa del diablo (The devil’s passkey, 1920) o la continuación de La marcha nupcial, The honeymoon, de 1929, rodeadas desde tiempos inmemoriales de un aura mítica, como tesoros sin mapa que conduzca a ellos.
Su audacia para filmar lo que otros no se atrevieron y el precio que pagó por materializar en imágenes sus ideas, las mil leyendas sobre sus rodajes o su –cuantitativamente mayoritario– trabajo como actor para otros cineastas una vez fue defenestrado como creador eran material más que suficiente para que cada cierto tiempo volviera a ser tenido en cuenta y no se borrase su antaño inconfundible huella.
Mucho más que Charles Chaplin o Buster Keaton, tanto como quizá solo Victor Sjöström, Erich von Stroheim era reverenciado al mismo nivel como cineasta y como intérprete y cualquiera que lo conociera había tenido la violenta y sensual certeza de sentir a la vez desprecio y atracción por sus personajes y por descontado una rendida admiración por la grandeza de los planos y secuencias que fue capaz de concebir desde el lado oculto de la cámara.
Cincuenta años más han pasado y nada cambió.
En 2023 cuando escribo estas páginas, el cine mudo no tiene conexión con cuanto propugnan los medios que (se) toman el pulso de la cinefilia. La mayoría de espectadores que empiezan ahora a ver cine ni se plantean siquiera buscar en ese pasado tan lejano que no es tenido en cuenta en absoluto por la práctica totalidad de cuantos filman o comunican. Llegará un día, y no está tan lejano, que la historia de los principales cines, el americano, el japonés, el francés incluso, se equipararán, por vergonzosa amnesia masiva, a las del indonesio, el filipino o cualquiera de los que prácticamente nacieron en los años ‘70 del pasado siglo.
Volver a Erich von Stroheim y en particular, a cien años vista, dar a ver Esposas frívolas, el primero de los filmes demasiado grandes para un arte que nació pequeño, es por consiguiente, a poco que se sea un poco fiel a la realidad, un placer cada vez más difícil de compartir, quizá imposible de restituir a quien no interesa otra cosa que su rico anecdotario.
Yendo un poco más lejos, ¿quién va a encontrar ejemplar, y menos aún querer seguir su ejemplo, que es otro cantar, a alguien que murió prácticamente en la indigencia después de estar veinticinco años trabajando en lo que pudo y cuyo mejor momento profesional fue un camino de obstáculos? ¿Un muerto sin revalorizar interesa ya a los jóvenes?
Temo que incluso a un nivel puramente cinematográfico, el aspecto audaz y despiadado de sus películas sea ya lo único llamativo del cine de Stroheim y apenas nada se retenga del orden moral, el secreto romanticismo, la belleza que matiza todo su arte.
Es un cine tan acabado el suyo y que vive tan de espaldas a que pudiese llegar el sonido, ese progreso largamente deseado... por los moneymakers del negocio, que no es necesario extrapolar nada, ni pensar en el valor potencial de ninguno de sus elementos. Más bien convendría dejar de escuchar el tic tac del reloj que marcaba la hora de la muerte de esta silenciosa forma de expresión y tratar de desentrañar lo que de verdad fue importante y todavía lo es; es decir, con cuánta atención y capacidad aprehende un cineasta, en un instante, a un personaje, por insignificante que sea, con qué cuidado y sentido elige encuadres y profundidades de cada plano, cuándo y por qué deja abierta una escena seguro de completarla o cambiarle el sentido con la siguiente, cómo dosifica la información para construir un elemento dramático, de qué manera hace irrumpir la comedia en la más terrible de las situaciones o sabe ensombrecer cualquier remanso de ligereza.
De esos secretos, como tantos directores de su estirpe, apenas dijo nada Stroheim las muy pocas veces que se refirió a su obra y las palabras ajenas pobremente han podido desvelarlos, ni siquiera en los años en que eran multitud los que hubiesen querido conocerlos.
Esposas frívolas fue la única de las empresas grandes que acometió no contaminada desde su mismo nacimiento por las injerencias, censuras, advertencias y amenazas que le acompañarían toda su carrera. Cuando llegaron, durante el rodaje, quizá no supo aceptar que iban a ser consustanciales a su forma de filmar y de pensar el cine y las afrontó con humor y dando pruebas de fuerza, dos armas que le serían negadas ya para siempre cuando comenzase a preparar su siguiente película, Avaricia.
Su elevado coste y sus avatares de producción no me interesan demasiado porque las películas son lo que se ve en pantalla y nada más debería ser necesario para reconocerles su valor digamos neto, aunque páginas y páginas de fabulaciones más o menos veraces hayan tratado de arrinconarlo como si fuese el residual.
La censura que se cernió sobre ella, como todas las censuras, vengan travestidas de las más imaginativas formas, tuvo (y aún hoy tiene) una base puramente económica y resulta, por muchos argumentos moralizantes que se esgriman para justificarla, en tirar dinero a la basura a priori, sin dejar que sea el público el que juzgue si le gusta o es capaz de estar sentado más tiempo del habitual en la sala. El hecho de que a continuación de semejante fiasco fuese alumbrado uno aún mayor, el de Greed, con sus nueve horas de metraje esquilmados hasta roerle los huesos, da que pensar.
Por ejemplo, en cómo vieron los directivos del estudio el hecho de que una pareja de millonarios norteamericanos como lo son los otros protagonistas de Esposas frívolas sea tan vilmente engatusada, expuesta y avergonzada públicamente por nobles rusos, decadentes además. También en la imagen de Montecarlo como ciudad del vicio, imán para tahúres y trampa para ricos extranjeros. Cómo no se detuvieron en la consideración del cine que estaban haciendo los extranjeros en Hollywood, campando a sus anchas y sacando las vergüenzas a los países de donde procedían y al que los acogió y les dio crédito ilimitado en función de un currículo que muchos directamente se inventaron o embellecieron sin el menor pudor.
Y estos cabos podrían desatarse sin problemas si Avaricia hubiese remediado la injusticia cometida con el creador, pero el solo hecho de permitirle iniciar la adaptación de una novela que fue un hito de la literatura más descarnada y menos conservadora de finales del siglo anterior era la crónica de una muerte anunciada. Por supuesto fue un nuevo fracaso, por supuesto fue devorada por la crítica.
En realidad es para lo que nació.
[...]
Seguir leyendo el texto en