Botonera

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17.5.23

VIII. "UNA VUELTA MÁS", REVISTA SHANGRILA Nº 42-43, Valencia: Shangrila, 2023.




CINCO LOBITOS (ALAUDA RUIZ DE AZÚA, 2022):
DE LA OSCURIDAD, DE LA BRECHA
[Fragmento inicial]

Aarón Rodríguez Serrano


Cinco lobitos



“Papá, la casa huele a mamá
y la vida siempre pasa la factura”.

Quique González, La casa de mis padres.


1. De la oscuridad

 “Cinco lobitos” es, como es bien sabido, una nana. Esto es, una canción popular que los padres cantan por la noche para tranquilizar los ataques de pánico que atraviesan a sus hijos. Deberíamos leer el título, entonces, en su literalidad y sugerir que lo que Ruiz de Azúa ha rodado es precisamente eso: una tonadilla que se quiere popular y que pretende ofrecer un abrazo y una narración en el territorio mismo en el que el miedo se despliega.

Deleuze y Guattari, como también es bien sabido, le dieron la vuelta al concepto cuando inventaron aquello del ritornello, la canción que el propio niño había aprendido a cantar por su cuenta y a la que se aferraba cuando la soledad de las primeras pesadillas y los primeros miedos se filtraba por debajo de la puerta cerrada de su dormitorio. Y es que, convendrán conmigo: una cosa son las canciones de nuestros padres, y otra muy distinta, las que nosotros mismos elegimos para protegernos a este otro lado de la noche. De hecho –y la película lo enuncia claramente– si uno no aprende su propia canción, si no inventa su propia nana y se genera una máscara bien diferente para moverse entre las sombras, comienzan los problemas. 

Los padres, por definición, trazan (trazamos) una huella en la piel de nuestros hijos, un camino a seguir, una promesa. Promesa idiota, por lo demás: si sigues mi consejo, si caminas tras mis pasos y te identificas acríticamente con lo que yo quiero para ti, es probable que consigas entender un poco mejor el mundo.

Por mucho que cualquier padre quiera considerarse moderno, no intrusivo, acabará siempre moldeando el rostro del recién nacido con –suponemos– la mejor de las intenciones. Quizá para eso se inventó el psicoanálisis, para aflojar la tensión insoportable de las identificaciones y los fantasmas, los espacios de goce en los que la nana siempre vuelve, convertida en otra cosa hasta astillarnos la lengua y dejarnos sin lenguaje –o con el lenguaje de otros– atrapada entre el paladar y la garganta.

La oscuridad de la habitación infantil retorna, y cuando lo hace, es necesario tener una película a mano que nos impida salir despedazados por los aires. De hecho, en uno de los planos más hermosos de la película, Amaia (Laia Costa) vuelve obligada a ocupar esa misma habitación, a convivir entre los pósters, las fotos, los rastros de aquella vida demolida en la que se pensó libre y sin ataduras, una vida que todavía guardaba la promesa de poder ser escogida, voluntariamente, salvo que el rostro de Begoña (Susi Sánchez), su madre, se proyecta como una sombra junto a ella.





Dos generaciones. Una de ellas en fuera de foco, demolida, desmesuradamente rota, un cuerpo que se cree fuerte, gélido e irrompible, pero que empieza a ser minuciosamente carcomido por el cáncer y por el peso desgarrador de la vida no vivida. Otra de ellas dulcemente acariciada por la luz de un ocaso inminente –qué bella es la fotografía de Jon D. Domínguez–, con la impotencia misma de saberse ya presa en la telaraña de los dioses, el jueguecillo sucio e infernal de la maternidad, la soledad, el cansancio. 

La vida adulta, quizá, pero qué vida de mierda.

No se nos contarán las historias de la Amaia adolescente en esa habitación, ni la manera primorosa y esforzada en la que aprendió todos esos otros lenguajes que hacen tan feliz a su madre. Nada sabremos de la niña díscola que quizá fue o de la crónica de sus amores, o de la sensación vertiginosa que sin duda un día le atravesó al creer que podía decir algo traduciendo las palabras de otros, los viajes de otros, las guías turísticas y las webs que prometen lo que ella, sin duda se prometía a sí misma: escapar, escaparse, escamotear el presente. “Como en los viejos tiempos”, le dirá su socia inglesa por teléfono, pero aunque parezca una verdad de perogrullo, lo único que sabemos de esos tiempos es, efectivamente, que ya son viejos. Que quizá, por lo demás, nunca existieron.

“A veces una es feliz y no lo sabe”, afirmará también Begoña más tarde.


2. De la identificación y la cocina
 
Amaia, queda dicho, es traductora. Cayó en la trampa de la maternidad, quién sabe si por amor o si por inconsciencia. Quizá sean lo mismo. En una de las mejores líneas de diálogo, le espeta a su pareja: “Tu dijiste que no se renuncia a nada por tener un bebé, que la gente sigue haciendo cosas, que la vida no cambia… ¡Mentira, mentiroso de mierda!”. En efecto, todos le han mentido, pero ante todo, Amaia se ha mentido salvajemente a sí misma. Se ha construido, como hacemos todos, a partir de las mentiras de los demás. Lo sabemos, por ejemplo, gracias a esa mirada de su madre junto al puesto de pescado, retratada por Ruiz de Azúa en un tremendo plano de perfil:






Amaia habla por el móvil en un inglés impecable. Begoña, custodiando el carrito, no sabe qué hacer con sus emociones: su hija es ya la profesional soñada, el fruto de sus sacrificios –recordará varias veces “lo que le han costado” sus clases de inglés–, la heredera de la que puede presumir frente a conocidas y familiares. Sin embargo, no es suficiente. Debería también ser una persona comprensiva, haberse casado, ocupar un rol femenino total: producir valor económico, demostrar su talento laboral, mantener un historial afectivo intachable y, por supuesto, ser madre amantísima. Las demandas de una madre son, por lo demás, siempre imposibles de satisfacer.


[...]




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