EDMOND JABÈS Y JAMES TURRELL, POÉTICAS DEL DESIERTO
[Fragmento inicial]
María Cecilia Salas Guerra
El Gran Mar de Arena en el desierto egipcio
Lejos de excluirnos, el desierto nos envuelve. Nos volvemos
inmensidad de arena al igual que, escribiendo, somos libro.
Jabès, 2000: 36
Introducción: el desierto o la experiencia del lugar
El desierto, lugar privilegiado de una palabra que no tiene lugar, como la del escritor egipcio Edmond Jabès. Lugar privilegiado de la luz sin medida, como la que atesora desde hace décadas, el artista norteamericano James Turrell.
Ese no-lugar, al margen de su poder de captación poético y artístico, constituye para quienes lo frecuentan o lo habitan una ardua experiencia del tiempo y del espacio, de la corporalidad y de la conciencia de sí. El desierto es envolvente: baña con su luz cegadora y cruda; dispensa el color siempre igual y casi tangible; abraza con su vacío silencioso; muestra la vitalidad del viento; confronta, en un abismo de espejos, el peso del cielo y la sed de la tierra.
El desierto fascina y reclama una categoría que atañe a nuestra relación con el mundo y con los otros, pero que no suele ser de uso frecuente, la categoría de lugar, ese segmento espacial que “atrae y retiene nuestra atención”. El lugar “no es una simple representación del pensamiento, es una experiencia efectiva, en verdad, es la realidad misma, tal como la sentimos en nuestra existencia, pues esta se encuentra con el mundo en primera instancia en el seno de su lugar…” (Bonnefoy, 2003, 291).
Desde las sociedades más arcaicas nos llegan las referencias al lugar, por el hecho mismo de que toda impresión de lo sagrado –realidad intensa y eminente– está siempre ligada a un lugar: una hondonada, una roca, una montaña, una cueva, un recodo del camino... un segmento que impregna cuanto le rodea. “Lugares sagrados, lugares santos, lugares cimeros que deben a veces su ser a la epifanía de un signo, pero que no dejan de ser reconocibles y de estar activos, como un aquí, en oposición a un allá. El lugar es la desembocadura del espíritu en el ser” (Bonnefoy, 2003, 292 s.n).
El lugar, chôra en clave platónica, en su condición matricial de la experiencia del hombre en el mundo, es más situante que situado. Es anclaje en la tierra e inminencia de lo que no se deja situar. Quizá por ello, es afín a los modos de decir propios del orden místico y del orden poético, así como del ámbito de la fábula, más que del logos.
Abordar la cuestión de la experiencia del lugar contribuye a pensar la historia de las sociedades, puesto que “el lugar posee la capacidad de acoger cuanto una sociedad percibe como divino, todas aquellas sociedades determinadas por la religión tienen que reconocerlo como el soporte de su experiencia y (…) la existencia del lugar como tal estará en el centro de la conciencia del mundo” (Bonnefoy, 2003, 292). Cada Dios tiene su lugar, de ahí la importancia del templo, la iglesia, los templums, o, incluso, el castillo medieval elevado casi siempre sobre una colina, convertido en el lugar del poder soberano.
Pero la modernidad, desde la Revolución Francesa, sustituyó la servidumbre del lugar por el poder soberano de una ley abstracta, disociada del lugar, y entronizada en la realidad subjetiva. Y el arte mismo registra en lo pintoresco y en la ensoñación romántica el declive y la metamorfosis del estatuto del lugar. Este “ya no será sino una imagen (…) ya no es sino un pensamiento del artista, y pronto se convertirá, con los románticos, en una dimensión de la experiencia interior, madurada por el individuo, vivida en soledad, por cuanto ha dejado de ser una estructura que influye en la actividad social” (Bonnefoy, 2003, 298). (2)
2. De ese declive moderno del lugar da buena cuenta el Desierto de Retz, en las afueras de Paris, en la comuna de Chambourcy. A finales del S. XVIII, François Racine de Monville concibió y ordenó construir, en una explanada de su propiedad, una casa china, una columna ruinosa, una capilla gótica, una tienda tártara, una casa en forma de pirámide egipcia, entre otras edificaciones que evocan civilizaciones antiguas y que se levantan en plena contradicción, o en convivencia y anulación recíproca. En su conjunto, es un extraño monumento a la disociación del lugar y lo sagrado.
Sin embargo, lo que llama la atención, aún en la modernidad, es cómo el desierto –experiencia efectiva o dimensión metafórica– preserva el estatuto de lugar en la obra de poetas, artistas y pensadores. Como el mar, la selva, la montaña, el desierto es un paisaje alterno, allende ciertos marcos (asfixiantes) de la civilización.
Del desierto proviene la obra de Edmond Jabès y la de James Turrell, en las cuales pervive o se reivindica la sobriedad (nepsis), la ausencia de caminos y de garantías, la experiencia del pensamiento silencioso, el despojamiento de atributos. “El desierto nos restituye nuestros rasgos olvidados. El desierto es divino espejo pulverizado” (Jabès, 1984: 69).
En ambas obras se trata de la experiencia del lugar por excelencia, donde viene a reafirmarse el exilio constitutivo de la existencia; ese estar fuera de, haber salido de… ambulare, exulare: acción de quien sale definitivamente, exul. El desierto como el lugar de esa posibilidad positiva de la existencia que es el exilio: caída, alejamiento, partida y des-gracia indispensable para la realización del ser mismo. Reencuentro, entonces, de la existencia en cuanto textura y consistencia del exilio (Nancy, 2018:3). El ex de exilio y existencia es lo propio, extraña propiedad, propiedad de extrañamiento, de la cual se alimenta la poesía moderna, remontando al éxodo mismo, a la judeidad, a los místicos y a los padres del desierto. De donde cabe agregar que el exilio no es algo que sobreviene, sino que remite a la experiencia en la que se advierte el “ser sí mismo un exilio, el yo como exilio, como apertura y salida” (Nancy, 2018:3).
Edmond Jabès, María Zambrano y Jean-Luc Nancy, entre otros pensadores, diferencian claramente el destierro, la expropiación, la deportación y el exterminio –abrasadores con su plena negatividad en el mundo contemporáneo– del exilio, en cuanto rasgo ineludible de la existencia. Por ello, no debe confundirse una obra como la de Jabès con una apología de la errancia y el vagabundeo, ya que se trata de una obra que nos llega como la exigente experiencia de asumir “lo propio como ese exilio”. Y dado que “lo propio es necesario (…) es necesario que la relación consigo mismo tenga lugar, que tenga su lugar, y ese lugar debe pensarse como exilio” (Nancy, 2018: 4). El exilio es el asilo que le es dado al ser hablante, a su cuerpo y a su estar con… El asunto, para Nancy, es qué nombre se puede dar a ese exilio como asilo… Para Jabès sería estado de escritura, de espera y de apertura. Para Turrell sería búsqueda indeclinable de la luz.
Se pregunta Zambrano, comentando el mito platónico de la caverna, donde los hombres no se plantean salir a la luz, temerosos de que, bajo la luz sin sombra, vida no haya:
¿La vida así sin sombra se aparecerá como una desposesión? La religión de la luz inspira, engendra el monacato anterior al cristianismo, la religión del desierto donde los solos se comunican sin palabras, sabiéndose en el mismo lugar físico y metafísico, un lugar donde el poder no es ni tan siquiera pensable (Zambrano, 2009: 77).
1. Edmond Jabès: comparecer ante la palabra
¿Quién osaría, en medio de las arenas, hacer uso
de la palabra? El desierto no responde sino al grito,
al último, envuelto ya en el silencio de donde saldrá el signo, porque siempre se escribe en los confines imprecisos del ser.
Jabès, 1989: 45
Escritura nómada es la de Edmond Jabès, inclasificable y escurridiza para la crítica. Puesta en acto de la no-pertenencia y la ruptura, de la disponibilidad y la apertura, del exilio y el desfase. Extranjero en Egipto (su país de nacimiento), pero sin saber que lo era hasta ser desterrado; extranjero en Francia (país de su lengua materna y de sus afinidades literarias), pero sin saberlo hasta pisar suelo francés; extranjero en Italia (de donde tiene la nacionalidad primera), pero sin haber vivido allí. Hombre del desierto (sin pertenecer a tribu alguna, sin profesar la fe de los anacoretas) cuya patria es la escritura, el libro. Trasiega entre el blanco de la arena, el blanco de la página y el blanco entre las palabras.
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