EXTÁTICOS, DURMIENTES
[Fragmento inicial]
Alberto Ruiz de Samaniego
El sueño es lo más inocente que existe
y el hombre sin sueño, el más culpable.
Kafka, Diarios.
Yo he dormido en la gruta
donde nada la sirena.
Nerval. El Desdichado.
El cuadro es muy conocido, pero acaso no tanto la historia que él representa. Se trata de los siete primeros cartujos, entre los que se encuentra su fundador, san Bruno, cuando fueron visitados por san Hugo, por aquel entonces obispo de Grenoble. Este último había enviado a los monjes, recién erigido el monasterio, unas viandas, de las que andaban ciertamente necesitados. Los frailes vacilaban entre contravenir sus severas reglas de ayuno o aceptar el convite y, mientras debatían esta cuestión, cayeron en un sueño extático. Cuarenta y cinco días más tarde, san Hugo les hizo saber, por medio de un mensajero, que se disponía a ir a visitarlos, pero, cuando este regresó donde el obispo, le informa que los cartujos se hallaban sentados a la mesa comiendo carne, y eso en plena Cuaresma. Alarmado, llega san Hugo al monasterio y puede comprobar por sí mismo la infracción cometida. Es entonces cuando los monjes despiertan del sueño en que habían caído y el obispo pregunta al hermano fundador si es consciente de la fecha en que estaban y, por ende, de la liturgia correspondiente. Sin embargo, san Bruno, ignorante de los cuarenta y cinco días transcurridos durante el sueño, recuerda tan solo la discusión acerca de la comida, que acaba de producirse, a su parecer, en ese mismo instante. En el cuadro podemos apreciar a san Hugo, incrédulo, que se inclina hacia la mesa, mira los platos y ve cómo el contenido se convierte en ceniza, su dedo señalando el acontecimiento. Asistimos, pues, al instante preciso del despertar de los cartujos, casi coincidente con la inmediata abrasión de la carne. Los monjes han despertado con mirada melancólica, plena de incertidumbre. Están perplejos, aletargados, ajenos, idos, vienen de otro mundo: todavía no han escapado del olvido.
No menos grandiosa es la escena en que Mircea Eliade (en De Zalmoxis a Gengis-Khan [1]) recupera la historia de Hermótimo de Clazomene, considerado por algunos como una encarnación anterior de Pitágoras. Hermótimo poseía, como el mítico sabio, el poder de abandonar su cuerpo durante largas temporadas, incluso años. Permaneció, por ejemplo, “dormido” mucho tiempo en la caverna sobre el monte Ida, que es donde aprendió precisamente la técnica del éxtasis prolongado. En aquellos estados catalépticos hacía largos viajes y, al regresar, predecía el futuro, purificaba ciudades. Pero un día, mientras Hermótimo yacía inanimado, sus enemigos quemaron su cuerpo y su alma ya no retornó.
1. ELIADE, Mircea, De Zalmoxis a Gengis-Khan, Madrid: Ediciones Cristiandad, 2010, p.47 y ss.
Cenizas, sueño, olvido: aboliciones o aberraciones del tiempo. Fundaciones, purificaciones, (no) reconocimientos y mensajes somniales: desapariciones. Podríamos añadir, por ejemplo, otra inaugural desventura, la de Epiménides de Creta, tal como la recogió Diógenes Laercio (I, 109): enviado por su padre a apacentar las ovejas, se quedó dormido, a mediodía, en una gruta, pero tardó en despertar cincuenta y siete años. Al salir del sueño, buscó en vano su rebaño y cuando regresó a su casa, aparte de hallar todo cambiado, solo pudo ser reconocido por su hermano menor, que entonces era ya un viejo. Epiménides vivió un momento de la eternidad en el breve lapso de una cabezada de sueño. Muy semejante es la historia, situada en el Extremo Oriente, que relata Pascal Quignard (2): “Un leñador del bosque de Henan se llamaba Wang Tche. Un día, se demoró mirando a unos mayores que jugaban a las damas bajo el alero. Cuando la partida terminó, se dio cuenta de que el mango de su hacha se había hecho polvo. Los siglos habían pasado. Frotó su rostro que se esparció”. En ambos casos, parece como si el motivo de la infancia incidiese en una condición de especial receptividad –o de exposición– en lo que atañe a esta experiencia de pasmo. Como si la enorme capacidad imaginaria del niño lo dispusiera para una especial absorción en la que el mundo y su tiempo quedasen en segundo grado frente a la virtud de generación continua de realidad alternativa o alterada que él posee. Facultad de hacer surgir y desaparecer mundos, como el toque de una varita mágica de hada que le permite, en medio del juego, saltar a la eternidad por encima del tiempo y cotidianamente; hasta que los adultos, el tiempo de los adultos, viene a interrumpir el hechizo, y, entonces, el semblante del durmiente extático se esparce o derrumba finalmente como materia vuelta cenizas.
2. QUIGNARD, Pascal, Sobre lo anterior. Último reino II, Buenos Aires: El Cuenco de Plata, 2016, p.141
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