Para algunos, la literatura no es más que un juego, o incluso una broma que no deberíamos tomarnos muy en serio. Para otros, es en ese juego, en esa broma, donde encuentran un elemento clave a desarrollar, un inicio o ruta que emprender para hacer de la literatura un arte. Y es que la literatura, en parte, es un juego, un juego de palabras, con las palabras, un juego que atraviesa las palabras, que puede deformarlas, dotarlas de otro sentido. Y también puede ser, en parte, una broma, pero no una broma cualquiera, sino, más bien, un ejercicio inteligente disfrazado de divertimento y que hace más ameno algo tan serio como ese forcejeo (necesario, a veces) con el lenguaje.
Raymond Queneau sería uno de esos autores que jugaron, que se divirtieron seriamente para demostrarse a sí mismo que ciertas reglas científicas podrían aplicarse, por qué no, sobre un texto. Diríase que el propio Queneau ideó una técnica específica, como hiciera James Joyce o Raymond Roussel, que, aplicada a su literatura, transformara esa relación entre lo que es real y lo que no, lo que uno narra y la forma en que lo narra y el propio texto.
En Mi vida en cifras (Shangrila), encontramos tres textos inéditos del célebre escritor francés –al que me acerqué, como tantos otros imagino, leyendo su Zazie en el metro– en los que hay una presencia matemática importante y donde uno intuye un lado mucho más personal del propio autor gracias a una ausencia de vanidad de quien no ha de demostrar nada (o no quiere). Dicho de otro modo, son tres textos breves que parecen bosquejos, sencillas historietas que le sirvieron de estudio para aplicar luego ciertas ideas a otros escritos, si bien éstos tienen entidad propia, son independientes y rezuman pequeñas dosis de autoficción.
La sorpresa de esta edición, que se une, claro está, a la sorpresa de estos textos que le sacan a uno la sonrisa, está en el prefacio firmado por Pierre Bergounioux y el posfacio de Manuel Arranz. Del primero, confesar otra debilidad, pues junto a Pascal Quignard y Pierre Michon conforman una triple «p» simple y llanamente extraordinaria dentro de las letras francesas, europeas y universales. Del segundo, destacar su labor traductora y, cómo no, las pistas que nos ofrece sobre los breves relatos de Queneau. Unas pistas que vienen en forma de preguntas, preguntas que el mismo Arranz se formula y que nos interpelen, como si este es un proyecto de autobiografía abortado. ¿Lo fue? ¿Lo es?
Este volumen, breve, brevísimo, se lee con sumo placer y nos devuelve la sonrisa ante algunos relatos o novelas que parecen tomarse demasiado en serio pero que están vacíos, huecos de originalidad. Así, resulta lógico que, de cuando en cuando, necesitemos regresar a ciertos autores que arriesgaron, que demostraron tener picardía, que rompieron esquemas, para ofrecernos otra manera de leer, de entender la literatura, o de ser conscientes de que no todo en la literatura debe regirse por las normas, los cánones, el aburrimiento de las imposiciones.