VIVIR COMO UN MUERTO SIN SER UN ZOMBI.
CARLOS PÉREZ MERINERO, IN MEMORIAM
Tengo para mí que si Don DeLillo hubiese conocido a Carlos (Pérez Merinero) lo hubiese escogido para uno de los protagonistas de su poco conocido texto titulado Contrapunto. Sin duda hubiese visto en él un buen ejemplo de lo que llama “artista adepto a la soledad”. Acaso uno de los más sobresalientes. O por lo menos a la par que Thomas Bernhard, Glenn Gould, o Thelonius Monk, a los que selecciona como protagonistas.
Artistas todos ellos a los que, DeLillo, como digo, califica de adeptos a la soledad. Y de quienes afirma que viven al borde de esa “inmensidad psíquica, otro mundo de hielo y tiempo e introspección invernal”. Palabras que, a mí juicio, no son mala definición de la soledad, definición poética, pero definición al fin y al cabo: “inmensidad psíquica, otro mundo de hielo y tiempo e introspección invernal”.
No sé si a Carlos le hubiese gustado la definición. Yo creo que le habría parecido demasiado rebuscada; él era más directo y sencillo. Pero de lo que no me cabe duda es que la habría considerado una buena descripción de su manera de entender la vida. Y de vivirla; como hizo, por lo menos en sus últimos años.
Ninguno de ustedes conocerá el texto de Carlos titulado La suerte esquiva, un diario que escribió durante algún tiempo y que jamás ha visto la luz de su publicación. Léanlo tan pronto como puedan. En él se ve mejor que en ningún otro texto ese mundo de hielo y tiempo del que habla DeLillo. Tendrán ocasión de comprobarlo cuando lo lean. Espero que alguna editorial tenga la valentía de publicarlo. Es su particular testimonio memorístico, su Árbol de la vida, por citar el libro de memorias de quien da nombre a la biblioteca que hoy nos acoge: Eugenio Trías.
De todos modos, lo que me hizo pensar en DeLillo y su texto Contrapunto, no fue tanto este diario desconocido sino uno de los comentarios escritos por Carlos a los poemas del guion El esqueleto de Bergamín, que, además de ilustrarlos magistralmente, cinematografió con eficiencia Ion Arretxe. Como acabamos de visionarlo, lo recordarán fácilmente.
A partir de la palabra “enterrar”, Carlos (Pérez Merinero) por voz de Juan Diego, dice: “En mi condición de misántropo, me gusta una de las definiciones que da el diccionario de “enterrar”: retirarse uno del trato de los demás, como si hubiera muerto”.
No me digan que no hubiera visto DeLillo en estas palabras a un artista adepto a la soledad. “Retirarse del trato de los demás”. Con ello Carlos rindió homenaje involuntario al dictum sartriano, “El infierno son los otros”. Y digo involuntario porque creo que a la amabilidad y cortesía de Carlos le iría mucho mejor lo que dejó escrito Ortega y Gasset; como es una frase que me encanta, he citado a menudo y suscribo plenamente, no me privo de citarla. Dice así: “El que nace solitario jamás hallará compañía que no sea una ficción”. No me la invento, no se crean. Ya me hubiera gustado inventarla. La pueden encontrar en el capítulo sobre Kant del Triptico. Mirabeau o el político, Kant-Goethe. Más que culpar a los otros, a la manera de Sartre, Carlos buscaba, urdía, ficciones a modo de compañía.
¿Y no es esto acaso lo que hace todo adepto a la soledad?: Urdir ficciones Sean del tipo que sean. Literarias, cinematográficas, musicales, también patológicas, incluso sentimentales, me atrevería a decir. Porque qué es el amor sino una ficción que uno se construye según sus necesidades varias.
En todo caso, yo matizaría la frase complementándola, afirmando “sea artista o no”. Diría así, entonces: “El que nace solitario, sea artista o no, jamás hallará compañía que no sea una ficción”. De este modo no se dejan de lado ni a los lectores ni a los espectadores. Unos y otros tiene el mismo derecho a “retirarse del trato de los demás”, por diferentes que sean sus caminos.
La segunda parte del enunciado de Carlos, afirma “como si hubiera muerto”; y ello implica, una radicalidad sin paliativos. Radicalidad que, sin duda, podrán observar en La suerte esquiva, el texto, o diario, del que les hablaba hace un momento.
Muchas veces, Carlos y yo recordábamos una película que nos gustaba mucho a ambos. Me estoy refiriendo a Yo anduve con un zombie (I Walked with a zombie) la película de Jacques Tourneur, de 1943.
He dicho que a ambos nos gustaba mucho. Pero debo añadir que a él le fascinaba mucho más que a mí. El personaje de Jessica (Christine Gordon), la mujer del administrador de las plantaciones de la película, le trajo durante algún tiempo por la calle de la amargura. No, no era porque le gustase mucho la actriz que lo representaba, que era casi desconocida. No. Carlos no era ni mucho menos un mitómano facilón que se quedase colgado de un cuerpo que sabía de sobra que no era más que una imagen inerte. Detestaba toda mitomanía, y en especial la alimentada por los actores, fueran del género que fuesen. Lo que le atraía del personaje era su peculiar forma de vida, su modo irreversible para retirarse del trato de los demás. En definitiva, su forma de estar muerta siguiendo viva. Su condición, en suma, de zombie.
Más de una vez me confesó, medio en broma medio en serio, que esa era la manera que a él le gustaría estar en el mundo. Como un zombie, sí; pero sin serlo –añadía. Dicho de una manera menos sofisticada, lo que a Carlos le fascinaba era una forma de hacerse el muerto que todos aceptasen como una calamidad insobornable, como una enfermedad que no había más remedio que soportar, frente a la que no cabía decir absolutamente nada.
Para decirlo con pocas palabras: Carlos prefirió progresivamente vivir como un muerto. Y yo creo que, los últimos meses de su vida, los que de algún modo describe en su diario La suerte esquiva, lo consiguió plenamente. Todo el mundo lo respetaba. Se extrañaban, pero nadie decía ni mu al ver su actitud. Todo lo contrario. Yo diría que fue en esta época, en la que se hacía el muerto y se atrincheró en su casa, cuando hizo los amigos que más le adoran hoy en día. Tampoco fueron muchos, no crean.
Recordar. Una vez más. “En mi condición de misántropo, me gusta una de las definiciones que da el diccionario de “enterrar”: retirarse uno del trato de los demás, como si hubiera muerto”. ¿Qué más hubiese necesitado DeLillo para incluirlo junto a Thomas Bernhard, Glenn Gould y Thelonius Monk en ese inventario de soledades que es su texto Contrapunto. Tuvo mala suerte DeLillo al no conocer a Carlos (Pérez Merinero). Su texto Contrapunto se resiente de ello.
Esto me trae a la memoria, además, una cita de Foucault para quien “La huella del autor está solo en la singularidad de su ausencia; al escritor le es asignado el papel de muerto en el juego de la escritura”. La escritura no sería tanto la expresión del sujeto que escribe cuanto la apertura de un espacio en el que el sujeto que escribe no cesa de desaparecer.
Como sin duda sabrán, Carlos pasa por ser escritor de novela negra. Escribió muchas otras cosas, ahí está para demostrarlo, la colección diseñada por su hermano David. Pero la llamada novela negra es un género que sin duda, cultivó con ahínco y le ha otorgado una cierta imagen de marca. Una práctica que le propicio hacer guiones. Y una imagen de marca que se singulariza por asumir a un asesino como protagonista. A diferencia de otros autores, no es un detective, o un guardia civil, o cualquier otro sujeto de orden, quien deja su huella en el texto, sino un asesino, que, por lo general, provoca muertes por doquier. Y muertes bastante chirriantes. Todas ellas tratadas con violencia, sí, pero sobre todo con humor. Es decir, según Foucault, a Carlos le gustaba hacerse el muerto matando. Pero también se podría decir que le gustaba desaparecer tras la imagen de un asesino, como intentaba desaparecer tras los directores con los que escribía guiones. Diferentes formas de alimentar esa ausencia, esa peculiar manera de desaparecer, de la que habla Foucault. ¿No es desaparecer una forma de estar muerto? ¿De aparentarlo, al menos?
De esto está hecha la singularidad de Carlos (Pérez Merinero). Curiosa paradoja en alguien que personalmente no era capaz de matar una mosca, dicho sea, literalmente y en todos los sentidos. Y curiosa paradoja la de hacerse el muerto trabajando sin parar. Y curiosa paradoja la de estar con alguien, pero a la vez radicalmente solo. Un muerto, en suma, muy vivo, pero muy vivo; un muerto-vivo, es decir un zombie; pero que no es tal. El colmo de lo paradójico.
Lo paradójico es lo que mejor enuncia la obra y la personalidad de Carlos (Pérez Merinero). Si alguien quiere hacer una tesis doctoral sobre él y su obra, no tendrá más remedio que teorizar sobre sus paradojas. Y le costará lo suyo. Porque pocas personas, muy pocas, podrán testimoniarlo. Quienes hace tiempo dejamos atrás el estructuralismo sabemos que tan importante como el texto es la biografía del autor, su tiempo, sus circunstancias históricas, sus condiciones de escritura, su época, en definitiva. Aquí tendría que volver a citar a Sartre y su psicoanálisis existencial. Pero, tranquilos, no lo voy hacer. Bastará con decir que en realidad los textos de Carlos son una invitación continua a equívocos y malentendidos; encierran multitud de trampantojos. Lo que le inyectan su energía y vigor son, en realidad, sus extremos: criminalidad y humor, generosidad y cicatería, angustia y alegría, seriedad y cachondeo, simpatía y hostilidad, angustia y sosiego, cortesía y mala leche, acracia y disciplina…. En fin, toda una serie de extremos tan antagónicos como radicales que le otorgan interés y gracia tanto a la obra como a la persona. Pero la persona, su biografía, será importante para quien afronte una tesis doctoral sobre Carlos (Pérez Merinero).
Con espléndido arte DeLillo describe en Contrapunto las historias de unas soledades rotundas, que nos dejan impresionados tal vez porque las vemos como soledades increíblemente sólidas, tenaces y tajantes. Soledades radicales y perfectas. Pero a las que, a mi juicio, les falta un toque, o complemento, que las vuelva de pedernal. Les falta, dicho en plata, la compañía de Carlos (Pérez Merinero).
Él es la única presencia que haría menos críptica la frase: “El artista, adicto a la soledad, vive al borde de un mundo de hielo y tiempo e introspección invernal”. Una frase que parece inventada no para que se comprenda fácilmente, sino como una excelente metáfora de la manera de vivir de Carlos (Pérez Merinero).
¡Qué duda cabe! Él sí se construyó una soledad de pedernal, de auténtico pedernal. Los que lo conocimos, lo sabemos de sobra. Lo sabemos y lo padecimos. Para corroborarlo no hay más que leer La suerte esquiva, el diario al que me he referido y que ustedes todavía no conocen; sus memorias póstumas, por llamarles de algún modo. Su árbol de la vida, que podría decir Eugenio Trías. Un árbol, ciertamente, árido, seco y muy poco alegre.
Texto leído el 8 de febrero de 2017 en la biblioteca Eugenio Trías,
de Madrid, con motivo de un homenaje a Carlos Pérez Merinero.
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