PARÍS NO NOS PERTENECE
[Fragmento inicial]
1
¿La Nouvelle Vague aquí, entre nosotros? En los años de su nacimiento e implantación, las circunstancias del país no eran las más propicias para que ni los cineastas, ni la crítica más perspicaz y atenta, ni el aficionado incipiente, pudieran sentirse influidos por nada de lo que acontecía en el cine al otro lado de los Pirineos. Por aquel entonces, el cine para los españoles era más un abigarrado conjunto de precarias informaciones a la sombra de una espesa censura, que realidad palpitante, puesta al día, en la que poder sumergirse libre y atentamente. No había mucho donde escoger. La oferta cinematográfica estaba, en el mejor de los casos, mutilada o deformada. Ni la exhibición comercial, ni los Cine Clubs, abundaban en novedades. Menos mal que era frecuentes las películas de los grandes maestros americanos que todavía proseguían en activo; ellos nos hicieron más liviana tanta penuria y nos ayudaron a sobrellevar tiempos tan descomunalmente yertos. Constatémoslo una vez más: nuestra percepción de los desarrollos culturales ajenos estaba imperativamente obligada a ser mostrenca, desordenada y hasta perversa.
En tales condiciones, ¿Qué grado de ósmosis, de relación, de diálogo, ha existido entre nuestro cine y la Nouvelle Vague? La hipótesis es tan concreta como vasta.
Cada vez que nos formulamos una pregunta de carácter general acerca de la situación del cine español en un momento determinado, sobre sus características o su línea de desarrollo, aparecen, en primer lugar y a nuestro pesar, las cuentas de un rosario de carencias. Carencias cuyas causas primeras son bien conocidas y no merece la pena reiterar, pero que son ineludibles cuando se trata de mirar atrás.
2
En aquella España del “nunca pasa nada”, la Nouvelle Vague empezó siendo un eco, un eco más bien lejano, uno de tantos, tal vez de los más ruidosos. Antes que nada nos llegó a lo sumo en forma de epidemia verbal, sufrida primero por los asiduos a festivales y extendida después, por natural contagio, a otras personas que, por muchas que fueran, no dejaron de ser jamás un grupo aislado. Para los que por aquella época despertábamos a todas las cosas a través del cine supuso algo así como el acné de la adolescencia.
Poco, muy poco más que un repertorio de nombres de directores, de títulos de películas, a los que se le atribuía carácter de movimiento y una particularísima importancia, más de oídas que por experiencia, corroboración y decisión propias.
Con ella, el cine, en vez de algo mítico, sumamente lejano, extremadamente inasequible, nos empezó a parecer algo más próximo, incluso posible. Ya no pertenecía solo a los grandes monstruos de Hollywood, sino que también lo manejaban con gran éxito unos jovenzuelos de París totalmente desconocidos. Con el tiempo descubriríamos que esa era una aportación que le deberíamos siempre a la Nouvelle Vague, aunque de hecho no facilitase mucho las cosas a la hora de la verdad, y que los de la Nouvelle Vague se la debían al Neorrealismo italiano.
3
Aquí no se pudo escribir mucho sobre ella. Las noticias nos llegaban más o menos puntualmente a través de los comentarios periodísticos, pero no germinó un discurso específico en torno al movimiento en su conjunto hasta pasado algún tiempo. La mayoría de las opiniones especializadas en el cine por aquellos años, salvo honrosas excepciones y méritos ocasionales, hoy pueden verse como un continuo lamento, una comprensible impostura o una reconocida imposibilidad.
No podía ser de otra manera. Las películas tardaron en llegar, y cuando llegaron solo lo hicieron unas pocas, las más aplaudidas internacionalmente.
Las ediciones Rialp, S.A. publicó, en 1962, la traducción del libro de Jacques Siclier La Nouvelle Vague? que, curiosamente, apareció sin la interrogación de su título original. Y tres años más tarde, en 1965, cuando ya había perdido su impronta febril, había dejado de ser una realidad para muchos de sus miembros y, desde luego, la efervescente “etapa fundacional” era ya pequeña historia de Francia. La Filmoteca Nacional, dirigida a la sazón por el conspicuo Carlos Fernández Cuenca, publicó un opúsculo titulado Testimonios de la Nouvelle Vague, en el que se recogían sumariamente datos cronológicos, bibliografía y fichas técnicas seguidas de su correspondiente argumento, de las cinco películas que habían configurado un minúsculo ciclo de presentación bajo el epígrafe “cinco obras representativas”: A doublé tour, A bout de soufflé, Lola, Zazie dans le metro y Jules et Jim, de Chabrol, Godard, Demy, Malle y Truffaut respectivamente. En líneas generales, junto a notas de prensa y opiniones críticas al socaire de títulos concretos, estos dos pequeños volúmenes, si la memoria no me traiciona, agotan el acercamiento informativo a un fenómeno cuya significación e influencia se había extendido a todo el mundo, y muy particularmente a los países de la Europa Central.
Conviene recordar que en el año 1965 se celebró por primera vez el festival de Pésaro; es el año en el que comienzan a vislumbrarse los primeros síntomas prestigiosos de un “nuevo cine alemán”; en Italia ruedan sus primeras películas Bertolucci y Bellochio, cuya conexión con la nouvelle vague admite pocas dudas; en Hungría, Miklos Jancso realizaba su segundo largometraje, el primero lo había realizado el año anterior; en Checoslovaquia… En fin, en toda Europa se buscaba afanosamente un cine distinto. Mientras en España, a pesar de que el llamado Nuevo Cine Español, estaba en marcha, las cosas iban más despacio.
Ni siquiera las revistas especializadas, ahora establecidas y con vida bastante intensa, podían abordar con garantías todas las implicaciones que suponían para el desarrollo del cine aquellas películas de las que tanto se oía hablar en el extranjero. Por esas fechas se empezó a escribir aquí con gran cautela, como si del faro lejano que se columbraba no llegase más que un indirecto y mediatizado destello de luz equívoca, a la vez vivaz y sombría, que más que alumbrar cegase [...]
Fragmento inicial de un texto para Els Quaderns de La Mostra, de Valencia, publicado en el número 3, de 1984. Se trata de un texto a modo de prólogo para un diccionario titulado Cien nombres para una Nueva Ola. Fueron dos textos los introductorios, uno de Pierre Kast: La Nueva Ola; y el segundo, el mío, titulado París no nos pertenece, que recupero aquí.
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