12.
MASTER & COMMANDER. AL OTRO LADO DEL MUNDO
(Master & Commander: The Far Side of the World, Peter Weir, 2002)
[Fragmento inicial]
Habitualmente suele utilizarse la noción de “género” como una de las herramientas útiles para orientar el análisis de lo que se conoce con esa denominación paraguas de “cine clásico”. Las más de las veces suele consistir en tomar prestado de los estudios literarios una noción cuya definición nunca ha acabado de ser ni completa ni segura. (1) Pero no solo se trata de un concepto supuestamente útil para el análisis. Sobre todo, durante las largas y fructíferas décadas en las que el cine USA fue dominante en las pantallas del mundo (¿ha dejado de serlo alguna vez pese a sus periódicas crisis?), su uso principal no fue otro que el de servir como uno de sus mecanismos privilegiados de gestión (por supuesto, el Star System fue otro no menos importante) para ajustar sus tiros a la hora de producir un cine que se ciñera como un guante a los gustos del espectador universal. Como pasa con tantas cosas de las que Hollywood puso a punto para capturar el imaginario de los asistentes a las salas oscuras, no estamos ante una sesuda reflexión acerca de la segmentación de los deseos conscientes o inconscientes de los distintos tipos de espectadores, de sexos, orígenes y clases sociales bien diferentes (sé, por supuesto que este listado ahora debería expandirse casi hasta el infinito), sino de la búsqueda, mediante la técnica de la prueba y el error, de una fórmula empírica que fuera lo suficientemente flexible para poder ser modificada a medida que los cambios económicos y sociales lo exigieran, llevando a cabo los ajustes necesarios para mantener y ampliar, siempre que fuera posible, su clientela potencial.
1. Por si esto fuera poco, en las últimas décadas la denominación en lengua castellana de lo que antes venía llamándose “género” ha tenido que bregar con la acepción que la vincula con el campo semántico anglosajón que está desplazando a lo que antes se llamaba entre nosotros “distinción de sexo”. Sin entrar ahora en estas arenas movedizas, diré que en las páginas que siguen la palabra “género” designa únicamente, como dice MOLINER, María (Diccionario de uso del español, A-G, Madrid: Gredos, 1984), a un “grupo constituido por ciertas cosas iguales entre sí por ciertos caracteres que se consideran, y distintas por otros caracteres de otras comprendidas con ellas en un grupo más amplio (…) Se aplica particularmente a las clases de obras literarias”.
Para ello los Grandes Estudios, seguidos de inmediato y con entusiasmo por las empresas de menor envergadura, optaron por segmentar esa entidad conocida como “género cinematográfico” en varias categorías que hicieran posible afrontar la diversificación coherente de sus productos. Desde el comienzo del sonoro cuando se asienta definitivamente ese complejo objeto que Noël Burch dio en denominar Modo de Representación Institucional, hasta los años de la primera gran crisis del complejo industrial cinematográfico en los años sesenta del pasado siglo, el vademécum con el que trabajaban los estudios bien podría ser el recogido por Rick Altman en su acercamiento al mundo de los géneros cinematográficos: (2) Una primera división de los espectadores por sexos, parcialmente complejizada por la variable edad para evitar que el sistema dejara fuera al público infantil y juvenil y a lo que entonces se llamaba “tercera edad”. Intuitivamente se afirmó por los cerebros que dirigían la estrategia creativa de los estudios que existían géneros “masculinos” (al menos primordialmente) y otros básicamente “femeninos”. E, intentando no dejar demasiados agujeros en la red, se sostenía la existencia de un tercer y heterogéneo grupo en el que se incluían, a falta de mayores precisiones, a los públicos infantiles y al grupo formado por aquellos que habían dejado atrás “los mejores años de sus vidas”. De aquí se deducía un listado de “géneros masculinos”: aventuras y acción, cine de gangsters, cine bélico, western; femeninos: drama, musical, comedia romántica y weepie; tertium quid: fantasía, cine de época / histórico, comedia slapstick, aventuras de viajes.
2. Puede verse, de manera muy especial, los jugosos capítulos 7 (“¿Cómo se utilizan los géneros”) y 8 (“¿Por qué a veces se mezclan los géneros?”) del libro de ALTMAN, Rick, Los géneros cinematográficos, Barcelona: Paidós, 2000.
Una primera mirada al listado de “géneros” ya pone de manifiesto que incumple la exigencia esencial de una clasificación real. No estamos ante un listado cerrado porque los criterios que sostienen las categorías en presencia no son homogéneos y, por tanto, no puede existir una interdefinición de los elementos puestos en juego que permita cerrar las posibles “fugas” del modelo. En cualquier caso para los grandes Estudios de Hollywood la preocupación principal –ante todo se trataba de ser prácticos– era la construcción de artefactos de sentido en los que, como a la hora de confeccionar un menú gastronómico, se incluyera en el paquete al menos uno de los “géneros” previstos en cada uno de las tres apartados. El resultado buscado no era otro que asegurar la presencia simultánea de un número suficiente de “géneros” en cada filme de forma tal que el atractivo del producto pudiera convocar a todo tipo de público. La idea quizás no sea muy sofisticada, pero los resultados de su aplicación están a la vista.
Aunque podemos pensar que, aunque a medida que las sociedades se hacen cada vez más conscientes de su creciente complejidad y los “públicos” reclaman una diversificación de productos, no es seguro que las cosas hayan ido en esa dirección al menos en lo que a la producción dominante en USA se refiere. Al contrario, todo parecería indicar que, cada vez de forma más consciente, el nuevo modelo de espectáculo patrocinado por las grandes corporaciones con intereses en el campo cinematográfico ha dado un lento pero seguro giro copernicano. Podemos preguntarnos si, como consecuencia de este “giro”, el cine de consumo de nuestros días no ha acabado respondiendo a un paradigma que ni siquiera está dispuesto a reconocer las tradicionales distinciones genéricas que hicieron posible que una industria de prototipos –cada filme es uno y distinto, cualquiera que sea su parentesco con otros filmes– pudiera combinar con éxito lo mismo y lo diferente.
Quizás las cosas sean tan sencillas como reconocer que pese a la llamada al reconocimiento de la diversidad que recorre a nuestras sociedades existen algunas opciones de base que no pueden ignorarse, al menos en el mundo de las industrias del entretenimiento masivo. Opciones que, curiosamente y contra todo pronóstico, acaban restringiendo peligrosamente esa diversidad sobre todo en los niveles más profundos del producto. Con otras palabras, a mayor teórica diferenciación temático-discursiva menor nivel práctico de exigencia intelectual. El descubrimiento no es de ahora, pero la fórmula que parece describir mejor una parte sustancial del cine actual –el cine de nuestros días, el cine nuestro de cada día– tiene que ver con que Hollywood hace tiempo que parece haber apostado por dar otra vuelta de tuerca a la idea del consumo familiar. De tal forma que pocas veces como en el arte, la música, la literatura y el cine actuales se ha puesto en práctica con tamaña convicción, aunque por supuesto nunca se presente a pecho descubierto, una variante de una vieja práctica de rancios principios religiosos: “la familia que ve cine unida permanece unida”). Conclusión: reduciendo al mínimo común denominador familiar la exigencia de sus películas (la mentalidad infantil como medida de todas las cosas) hacia un público al que se zarandea al ritmo de una música atronadora, se le plantean unas historias que vienen a encarnar en obras a las que les viene como anillo al dedo la descripción que tomo de Luc Dardenne:
La impresión de que muchos filmes son puestas en imágenes y música de una mecánica dramática cada vez más trivial, a ras de suelo, sin otra sombra salvo aquella calculada por su conceptualizador-gestionador con el fin de mantener en alerta al consumidor. Ninguna sombra real, ningún misterio, ninguna densidad, ninguna contradicción, ninguna pregunta sin respuesta y sobre todo jamás esa que trabaja cualquier obra de arte, que es el núcleo de cualquier expresión artística: ¿qué es lo que rechaza, resiste, lucha contra esta expresión?(3)
3. DARDENNE, Luc, Au dos de nos images 1991-2005, suivi de “Le fils”, “L’enfant” et “Le silence de Lorna” de Jean-Pierre et Luc Dardenne, París: Seuil, 2008, p.15.
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Dicho lo cual me gustaría comenzar mi acercamiento a un filme como Master & Commander intentando despejar algunas perplejidades que están detrás de un fracaso económico que fue acompañado (magro consuelo para sus promotores) de una recepción crítica más que positiva. No para sacar conclusiones generales sobre este tipo de combinación más habitual de lo que suele pensarse sino para intentar “explicarme” (y entrecomillo prudentemente la palabra) a mi mismo las causas concretas que subyacen en su caso particular.
En las que pueden ser las páginas más brillantes del libro de Altman antes aludido, su autor sostiene que nadie como Ludwig Wittgenstein “se ha expresado mejor acerca de la ubicación del género”. A la hora de proponer cómo debemos considerar los procesos que llamamos “juegos” (de tablero, de cartas, de pelota, de lucha, etc.) el pensador austriaco no encuentra en sus Investigaciones filosóficas (4) mejor fórmula para responderse a la pregunta “¿qué hay de común a todos ellos? –No digas: Tiene que haber algo común entre ellos o no los llamaríamos ‘juegos’, sino mira si hay algo común a todos ellos”.
4. Los comentarios que siguen toman su fundamento en los parágrafos 66 a 70 de las Investigaciones filósoficas (1953). Citamos por la edición WITTGENSTEIN, Ludwig, Investigaciones filosóficas (edición bilingüe alemán-español), México-Barcelona: Instituto de Investigaciones Filosóficas / UNAM / Editorial Crítica, 1988, pp.86-91.
La recomendación parece sensata. Y soy consciente de llevar el agua a mi molino cuando extraigo de la afirmación del filósofo dos hilos conductores. Lo primero que hay que hacer es “mirar”. Y añadiría, además, “ver” las obras que escrutamos. Lo que lleva su tiempo y requiere un esfuerzo. Después tener claro que “identificar algo común” no puede hacerse sin reconocer, en el mismo gesto, las “diferencias”. Aquí comienzan la “distancia” con lo que sostiene Altman, cuando impugna con firmeza la idea de que los géneros son categorías compartidas a gran escala, que aseguran una comunicación clara entre todos los participantes involucrados en las distintas fases de la creación y recepción de las obras (personal de producción, exhibidores, público, críticos) para concluir que, para volver operativo el concepto, los “géneros” deben contemplarse “como el escenario de una batalla entre sus usuarios”. Orden de cosas en el que Umberto Eco planteó la distinción de una claridad meridiana entre interpretación y uso que desborda, sin ignorarla, la perspectiva del estudioso británico. (5) Por mi parte, me parece que para los que nos movemos en el ámbito intelectual de la semiótica estructural, el “género” no existe fuera de la obra que lo concreta en cada caso y que este hecho debe de ser explorado sistemáticamente. A condición de entender que “mirar” no es solo quedarse prisionero de la mirada de Medusa de la obra (los filmes miran a sus espectadores), sino de comprender de qué manera esa obra se relaciona con lo que denominamos contexto pertinente. (6) Para decirlo rápidamente: un filme no es solo el propio filme sino aquellos elementos que él mismo designa como necesarios para su interpretación (para el uso bastan las ganas de jugar).
5. ECO, Umberto, Los límites de la interpretación (1990), Barcelona: Lumen, 1992. De manera especial el capítulo 3, “El trabajo de la interpretación”.
6. Para una indagación en estos procelosos territorios véase el capítulo VI: “La localización de la significación” de HOFFSTADER, Douglas R., Gödel, Escher, Bach. Un eterno y grácil bucle (1979), Barcelona: Tusquets, 1987, pp.175-203.
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Vayamos a lo concreto. Master & Commander es un filme que se ubica en el interior de un microgénero que podría definirse, como cine de “época/histórico, aventuras y acción”. Más en concreto, especificando el nicho que cultiva hablaríamos de “aventuras navales de la marina de guerra británica en las Guerras Napoleónicas en la primera década del siglo XIX”. Si fuéramos estrictos apenas podríamos colocarlo en un reducido grupo de obras en el que se codearía con El hidalgo de los mares (Captain Horatio Hornblower, Raoul Walsh, 1951). Ampliando el campo de la mirada no sería descabellado acercarlo a obras como El capitán Blood (Captain Blood, Michael Curtiz, 1935), La tragedia de la Bounty (Mutiny on the Bounty, Frank Lloyd, 1935) o El halcón del mar (The Sea Hawk, Michael Curtiz, 1940), filmes con los que compartiría algunos aspectos. Sin duda podríamos añadir a esta lista la película puesta en pie a finales de la década de los años cincuenta del pasado siglo por el entonces productor independiente Samuel Bronston para la Warner Bros. El capitán Jones (John Paul Jones, John Farrow, 1959) rodada parcialmente en España, sirviendo como prólogo a su posterior carrera de Bronston entre nosotros.
La relación con El hidalgo de los mares se ve reforzada porque tanto este filme como la obra de Weir toman como punto de partida dos conocidas sagas de relatos navales. La primera, escrita y publicada por Cecil Scott Forester (1899-1966), dedicada a la carrera militar de su protagonista Horatio Hornblower, está formada por once novelas (una de ellas inacabada) aparecida la primera en 1937 y la última en 1962, y tres relatos breves ambientados en las guerras Napoleónicas (fines del siglo XVIII y principios del XIX). El éxito literario de la serie llevó a la Warner Brothers a adquirir los derechos de adaptación de los tres primeros volúmenes con vistas a prolongar la carrera estelar de Errol Flyn que ya había protagonizado obras de corte similar como las arriba citadas El capitán Blood o El halcón del mar. Pero para cuando la producción estuvo en condiciones de llevarse a cabo el actor había perdido parte de su atractivo público siendo finalmente sustituido por Gregory Peck en el papel protagonista. Para la escritura del guion de Forester (que figura acreditado en los títulos de la película) y sus colaboradores tomaron episodios de las dos primeras novelas de la serie (7), lo que hace que el filme terminado (espléndidamente puesto en escena por Walsh) parezca más una obra en dos partes bien diferenciadas (la aventura de la destrucción del navío Natividad en aguas de la América española; el asalto a la flota francesa de bloqueo en un puerto del continente seguido de la captura y fuga posterior de Francia de Hornblower) que una historia unitaria.
7. Hornblower contra el Natividad (The Happy Return, 1937) y Banderas al viento (Flying Colours, 1938).
Por su parte Master & Commander nace también del trabajo de bricolaje –eso sí, mucho más sofisticado que en el caso de su predecesor– realizado sobre otra serie de famosas novelas ambientadas en idéntico momento histórico que las obras de Forester. Entre 1969 y 2004 Patrick O’Brien (1914-2000) publicó veinte novelas completas y una inacabada que no solo tuvieron un enorme éxito popular sino que le convirtieron de inmediato en uno de los clásicos modernos de la literatura en lengua inglesa. (8) Y le que le pusieron, más tarde que pronto, en el punto de mira de Hollywood.
8. Su prosa y su talento narrativo han sido comparadas con las de autores como Jane Austen, Herman Melville o Joseph Conrad. Toda la serie Aubrey-Maturin se encuentra a disposición del lector español en excelentes traducciones, obra fundamentalmente de Aleida Lama Montes de Oca. Los aficionados a este “género” literario pueden frecuentar dos series adicionales, ambientadas en la misma época que las ya citadas: primero, la saga Adam Bolitho, formada por nada menos que 30 novelas publicadas entre 1969 y 2011, firmadas por Alexander Kent (seudónimo de Douglas Reeman, 1924-2017); finalmente, la saga Lord Ramage, constituida por 18 relatos publicados entre 1965 y 1989 por Dudley Pope. Para completar el panorama habría que decir que el punto de origen de esta literatura se encuentra en los libros de aventuras navales que el capitán Frederick Marryat (1792-1848) novelista, dramaturgo, pintor y amigo personal de Charles Dickens, publicó a partir de sus experiencias personales como oficial de la marina británica y que se iniciaron con la aparición en 1829 de la celebrada El oficial de la marina, o escenas y aventuras de la vida de Frank Mildmay.
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