A VUELAPLUMA
(Fragmento inicial)
José Saborit
Huyamos de la gravedad de un destino. Que un ingrávido aleteo nos lleve por la ramas. Posémonos en ellas un instante o demoremos nuestra pausa para remontar después el vuelo. Queden las migajas de algunos versos esparcidas por el suelo por si alguien desea seguir su rastro.
Pajaritos muertos
Lo primero que me viene –como caído del cielo y sin esfuerzo, pero con el peso de un símbolo– es la imagen de una gran jaula con pájaros disecados. No sé si está en algún jardín remoto de mi infancia, en algún museo largo tiempo clausurado o entre las desvaídas ilustraciones de un libro perdido en el correr de los días. Es una jaula con barrotes finos de ricas maderas torneadas, cubiertas por una pintura blanca que amarillea y se descascarilla en estratos frágiles y quebradizos. En su interior se alza el esqueleto de un árbol seco, tal vez un alcornoque sin hojas ya y sin resonancia alguna. Sobre sus ramas, minuciosamente dispuestos en armonioso equilibrio, descansan decenas de pájaros. Se diría que su belleza se halla intacta, tanto por las poses erguidas como por el brillo y color de los plumajes, pero todos ellos permanecen quietos y en silencio, circunspectos, con la mirada perdida, varados en su inmovilidad sobre las ramas secas.
No cuesta descubrir que el poder de la imagen y su obstinada persistencia en la memoria proviene de lo que en ella no hay: ni canto ni vuelo. Los turbios negocios de la taxidermia con la muerte lo son todavía más cuando toman por objeto a los pájaros y la fingida apariencia de vida fracasa por la ausencia de vuelo, por la ausencia de voz.
Eso debí aprenderlo toqueteando al periquito disecado que había en casa de mi abuelo. Era tierno, sin duda, y entrañable; suave, delicado y colorido. Pero no por eso dejaba de ser un pajarito muerto.
No era el único que habitó mi infancia. Los pajaritos (muertos) fritos eran una tapa popular a la que nadie hacía ascos por aquel entonces y aunque no puedo asegurarlo con rotundidad, tal vez los probé alguna vez de la mano de mi padre y de mi abuelo. Según me cuenta algún amigo al que le he comentado esto último, hay lugares por Extremadura donde se degustan sabrosísimos zorzales al ajillo.
La poeta Isabel Escudero chamuscó un gorrión cuando era niña. Naturalmente no fue intencionado; aún así, cuando muchos años más tarde publicó un libro titulado Gorrión, migajas, en el que reunía poemas dedicados a pájaros, expresó en sus primeras páginas el deseo de que aquella bandada poética de pajarillos siempre vivos sirviera “de tardía reparación de mi deuda hacia aquel gorrión que mató mi miedo”. Abriendo sus páginas al azar podemos leer: “Pajarito yerto, /más grande la muerte/ cuanto más pequeño”.
Una sensibilidad cercana debió alentar los versos del poeta Miguel Ángel Velasco, amigo de Isabel Escudero, cuando escribió su poema Pájaro:
“Lo vi en el borde del camino; estaba/ todavía caliente./ Abierta el ala hermosa y extendida/ muy delicadamente sobre el pico,/ ocultándole el rostro con pudor,/ como si avergonzado de no ser/ ya cosa de los cielos”.
Fue Miguel Ángel, siempre tan atento a la parca, quien me hizo reparar en un detalle de El triunfo de la muerte de Pieter Bruegel el Viejo: ese esqueleto que en la parte superior izquierda de la composición se sienta para contemplar, pensativo y hasta se diría que compungido, a un insignificante pajarito muerto que yace a sus pies. Mira, me decía Miguel, hasta la mismísima muerte se conmueve ante un pajarito muerto. Y ahora nos decimos: la muerte genérica, tan distante, se muere de pena ante la visión de la muerte concreta, tan cercana.
El lacónico final del poema Destino de Lola Mascarell recurre a una imagen semejante, situada en el lugar que media entre la realidad y el deseo: “Frente a mí, en el jardín, sobre la hierba,/ hay un pájaro muerto/ con las alas abiertas hacia el cielo”.
Pero dejemos que los pájaros muertos se ocupen de sus muertos y regresemos con los vivos. Retomemos el vuelo y el canto, esos dos atributos que les hacen ser, con mucho, los animales que gozan de mayor presencia en la poesía universal [...]