Botonera

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12.10.22

II. "JORDI GRAU. UN ESTUDIO CULTURAL DE SU OBRA CINEMATOGRÁFICA (1957-1995)", de Hugo Pascual Bordón (Valencia: Shangrila, 2022)



Prólogo (completo)
HISTORIA DE UN CHICO SOLO
Antonio García-Rayo

Jordi Grau




Durante una de las últimas entrevistas (encuentros) que mantuve con Jordi (Jorge) Grau poco antes de su muerte, ocurrida el 26 de diciembre de 2018, le hice la siguiente pregunta: “¿Jorge, habrías hecho las mismas películas que hiciste al inicio de tu carrera si tú y el productor no os hubierais visto obligados a presentar el guión o la película ya terminada a la Junta de Censura?” Se quedó un largo rato pensativo y tras cambiar las manos y los brazos de postura varias veces, mirándome a los ojos me respondió: “Seguramente habría hecho las mismas historias, pero con escenas menos rebuscadas para sortear a los censores, con menos simulaciones, más coraje en los diálogos y menos complejos y más verdad en los personajes”.

La misma pregunta se la hice también a otros cineastas de su generación, la que el lúcido y erudito historiador Manuel Villegas López bautizó como Nuevo Cine Español en su librito (del mismo título) escrito para la presentación del mismo en el Festival de Cine de San Sebastián de 1967, y en el que incluyó, además de a Grau, a Miguel Picazo, Basilio Martín Patino, Carlos Saura, Manuel Summers, Pedro Balañá, Mario Camus, Angelino Fons, Antonio Ribas, Francisco Regueiro, Vicente Aranda, Antonio Eceiza, Julio Diamante y a Javier Aguirre. Catorce cineastas a los que Villegas López analizó de manera sublime en 180 páginas, hablando en ellas de su primera película (en algunos casos, también de la segunda), y afirmando sin ningún tipo de duda (para él) que ese joven Nuevo Cine Español de principios de los sesenta abría un inédito y espléndido camino de creatividades y posibilidades artísticas y comerciales a nuestra Industria y a nuestra Cultura.

No sucedió así (del todo), por culpa de las censuras: la del Estado, la de la Iglesia (sumada ya por esos años a la anterior, en una sola Junta) y la de una buena parte de la industria, para quien las ideas y proyectos que llevaban en mente los cineastas elogiados por Villegas López, no le entusiasmaban demasiado para lograr los resultados económicos a los que aspiraban con sus dudosas y, en todo caso, raquíticas inversiones. Muchos de ellos tuvieron que claudicar, incorporándose a una producción mediocre; otros se dedicaron a rodar por su cuenta, al lado de productores de su mismo talante, abierto e independiente, con escasos presupuestos que no fueron óbice para rodar películas en la línea de las alabadas por el escritor español. Y otros, como Jorge Grau, se balancearon entre las dos últimas opciones. Pero todos, absolutamente todos, temblaron ante la posibilidad de que su argumento o su película ya terminada, tras dejarla obligatoriamente en la covachuela del Ministerio de Información y Turismo, donde censuraban a diario los torquemadas del régimen y de la iglesia, jueces de lo PERMITIDO o RECHAZADO, se las devolvieran con el sello de PROHIBIDA incrustado en una circular oficial.

Se olvida a menudo el pánico y la rabia que estos cineastas compartían mientras aguardaban a que la Junta de Censura les aprobaran o no su trabajo (película) recién terminada. En el espacio de libertad en el que vivimos hoy, yo mismo encuentro difícil imaginar que este artículo, mi libro, mi película dependiesen de las decisiones que tomasen unos señores/as que abominaran de esa libertad. Más aún: que estuviesen ahí para impedirla, para amputarla. Desafortunadamente, la mayoría de los jóvenes cineastas que alabó Manuel Villegas López en su librito –Jorge Grau entre ellos (y destacado)–, sí las padecieron (¡y a diario, durante años!), aunque a pesar de los cortes, advertencias y cambios de diálogos que les obligaron a realizar, lograron filmar obras hermosas, técnicamente bien elaboradas, imaginativas, con interpretaciones de primer nivel, obras (películas) que fueron recibidas como propias por un público nuevo, juvenil, que las aplaudió y aguardó expectante a las siguientes.

Fue en esos siniestros años sesenta de la Dictadura, cuando Jorge Grau, con poco más de treinta años –había nacido en Barcelona el 27 de octubre–, rodeado de torquemadas por todas partes, rodó sus primeras y hermosas películas: Noche de verano (1962), El espontáneo (1964), Acteón (1965), Una historia de amor (1967) e Historia de una chica sola (1969), cine de juventud, que visto hoy por quienes entonces traspasábamos la adolescencia, nos trae recuerdos de aquél pasado incierto: los hábitos externos y ocultos, el vínculo con el mejor amigo, las broncas con la panda, eso que hablábamos (murmurábamos) en silencio o lo que gritábamos para hacernos oír y hacernos sentir fuertes, los ligues –así les llamábamos entonces– con las chicas, la colisión continua y a veces violenta con nuestros padres, las diversiones y las juergas en guateques y fiestas en terrazas al aire libre al ritmo de los grupos musicales –nacionales y extranjeros– de aquella época, las frecuentes idas a los cines –a la sesión de tarde– con la chica que nos gustaba, para una vez dentro, poco a poco, entrelazarnos las manos y, superando la timidez de esos años de prejuicios y cegueras, en la oscuridad de la sala, acercándonos un poquito más, sentir el roce de nuestros labios, con delicadeza, con un cierto temor a que fuese un beso de pecado, de esos que había que confesar después, beso, por cierto, que nada tenía que ver con los que las actrices y actores de Hollywood se daban en la pantalla, excitados y sensuales. Todo esto me viene a la memoria cuando vuelvo a ver las películas juveniles de Jorge Grau y las de los otros realizadores nombrados por Villegas López. Unos comportamientos y vivencias que en letra impresa, de manera sencilla y casi documental –pero gloriosa–, unos años antes (en 1955), Rafael Sánchez Ferlosio había plasmado en El Jarama.

Muchas de esas vivencias y emociones se perciben en este libro que ahora vais a leer, escrito por otro joven –pero del siglo XXI–, Hugo Pascual Bordón. ¡Qué alegría experimenté cuando supe que un profesor universitario, de no más de 30 años, que trabajaba y colaboraba en diversas universidades estadounidenses, se disponía a escribir un libro sobre Jorge Grau! ¿Había por fin alguien que se interesara por los cineastas de la generación que apadrinó Manuel Villegas López? Me dio rabia y pena a la vez la indiferencia y el olvido con el que los medios de comunicación españoles trataron su muerte. La mayoría ni la mencionaron y quienes lo hicieron, algo tarde, la despacharon con unas breves líneas que mostraban su ignorancia sobre el cineasta y el entorno cinematográfico al que pertenecía. Así que bienvenida sea esta obra en la que Hugo Pascual Bordón saca de ese olvido a un cineasta que será obligatorio visionarlo, estudiarlo y analizarlo cada vez que se quiera hablar de la España de los años de la Dictadura maquillada de tecnocratismo y catolicismo de perfume Opus Dei.

Además de un gran cineasta español, Jordi Grau fue también un excelente escritor: de libros, de artículos periodísticos y de guiones. En 1962, poco después de rodar los documentales Costa Brava (1959), Sobre Madrid (1960), Medio siglo en un pincel (1960), Ocharcoaga (1961), Laredo, Costa Esmeralda (1961) y Barcelona vieja amiga (1961), escribió El actor y el cine, libro publicado en 1962 por Ediciones Rialp (editorial madrileña gestionada por intelectuales del Opus Dei), el último de una colección sobre temas cinematográficos que alcanzó la cifra de 33 títulos. Lo que da idea del interés que a todos los niveles suscitaba el cine en esos años, no solo por la afluencia de espectadores a las salas, sino por la venta de libros y revistas especializadas. El actor y el cine es un libro particularmente interesante porque es el primero que se publica en España y uno de los primeros que se editan en el mundo sobre el papel que juega el actor en una película. Se incluyó en la Serie B de la Colección Cine Rialp, coordinada por los socios del Cineclub Monterols de Barcelona, del cual Jordi Grau era uno más de sus socios. El actor y el cine fue uno de los libros con los que sumé formación a mi periodismo cinematográfico. Con el bagaje pedagógico que el entonces joven (aprendiz) de cineasta había traído de Roma, donde había estudiado en su Centro Sperimentale di Cinematografia, y con la experiencia acumulada en sus numerosas puestas en escena teatrales en Cataluña, Jorge se atrevió a mostrarnos las intimidades del actor en un libro, haciéndolo de dos formas: desde la reflexión de un director de actores (de teatro), y desde el análisis del trabajo de interpretación de medio centenar de actrices y actores (entre ellos, algunos españoles) de aquellos años. Lo explica en el prólogo: “Estudié tres años en un conservatorio dramático y he visto también muchas falsas ilusiones que no por falsas acaban pronto (...) Lejos de mí, sin embargo, la idea de ayudar en plan maestro. Si alguna definición categórica se ha escapado en el tableteo de mi máquina, acháquese al fervor con que han sido escritas las líneas que siguen y no a un desmedido afán dogmatizante”. 

En efecto, poco o nada tenía Jordi Grau de dogmático: ni en el verbo ni en la imagen. Defendía con vehemencia lo que creía, pero escuchaba a quien tenía delante y, si le convencía, lo asumía como verdad. Escribió mucho artículos, cuatro para mi revista AGR Coleccionistas de Cine: “Momentos de pausa en La dolce vita” (AGR 21), “¡Con argumento taurino!” (AGR 23), “Las felicitaciones navideñas de Jorge Grau” (AGR 28) y “60 años: Bonjour Nouvelle Vague!” (AGR 41). Quedar con él primero, para proponerle el artículo, después en un segundo encuentro para bosquejarlo –Jordi quería siempre que lo examinásemos juntos– y finalmente para entregarle mi revista con su trabajo publicado, era una gozada para ambos. Grau se sentía orgulloso de escribir para AGR Coleccionistas de Cine y no lo olvidaré nunca. Por eso quise también dedicarle un reportaje a sus felicitaciones navideñas, una costumbre del cineasta/escritor/pintor que se remontaba a 1958 y que consistía en dibujar él mismo un número de tarjetas de felicitación para desearle con ellas a sus amigos y amigas más íntimos un siguiente próspero año nuevo. Las estuvo pintando hasta un año antes de su muerte. Tampoco tuve duda en que fuera él el encargado de hablar de la Nouvelle Vague cuando esta cumplió medio siglo de vida (sus ideales y propuestas se advierten en su cine), ni cuando Arturo Zavattini, el hijo de Cesare, me entregó una colección de imágenes inéditas del rodaje de La dolce vita, hechas por él, para que las publicara en AGR Coleccionistas de Cine. ¿Quién mejor que Jorge Grau, que había conocido a Fellini durante una clase en el Centro Sperimentale di Cinematografia y con el que luego había mantenido una amistad de por vida? En fin, tampoco lo dudé cuando quise hablar en mi revista de la cinematografía taurina, tan amplia y tan diversa, donde se encontraba su película El espontáneo.

Los toros, su drama, su Cultura, su energía vital y animal eran una de sus más arraigadas aficiones y pasiones. La última película, de haber encontrado productor, podía haber sido también de argumento taurino. Pero no lo encontró, aunque lo buscó hasta debajo de las piedras. También en Portugal, donde estuvo a punto de cuajar la producción de ese proyecto de fin de vida durante el viaje que hicimos a Lisboa para asistir a la inauguración de una exposición sobre carteles cinematográficos en su Cinemateca. Un viaje de cuatro días, acompañados de Gemma Arquer, su esposa (de la que ya no se separaría hasta su muerte, en 2014) y del escritor y periodista José Manuel Alonso Ibarrola. Un viaje inolvidable que nos permitió hablar de muchas cosas, paseando por esa ciudad de cuestas y callejuelas, saboreando sus gigantescos e interminables platos de mil diferentes pucheros. “Antonio, ya tengo a dos productores que están dispuestos a poner dinero para que haga la película, pero necesito otro más...”. Fue otra frase que le oí decir en la ciudad que despide al Tajo en su concurrencia con el mar. Un productor que no llegó nunca. Era difícil encontrarlo (y menos en España). Con más de 80 años a cuestas, era pedir mucho. Es cierto que ha habido directores que filmaron con esos y más años, sin ir más lejos el portugués Manoel de Oliveira, que hizo su última película a los 107 años, el mismo de su muerte (en 2015). Pero Oliveira tenía su público y su productor. Y a Jorge Grau la faltaban las dos cosas. “¿Sabes lo que más me repatalea?” –otra frase que tengo grabada–: “que me recuerden por esa película en que sale desnuda María José Cantudo”. Se refería a La trastienda, una de las cuatro películas que hizo para el productor José Frade: la citada, El secreto inconfesable de un chico bien y La siesta, todas ellas en 1976, y la que rodaría en 1978: Cartas de amor de una monja.

En 1976 hacía un año que había muerto el Dictador y el cine español empezaba a recorrer el camino del destape, donde Frade fue un maestro y empresario avispado. Atrajo a algunos jóvenes cineastas –Pedro Olea, Francisco Regueiro, Antonio Mercero, Andrés Velasco y Miguel Picazo– que sin rebosar los fotogramas de sus películas de desnudos, aceptaron introducir en ellas escenas de cama y sexo como no se habían visto antes en el cine español. También asumió provocaciones políticas, como las de Jaime Camino en su Las largas vacaciones del 36 (1976). Pero fue La trastienda con la que José Frade alcanzó la mayor recaudación de taquilla de aquellos años. Y en ello tuvo mucho que ver el insinuante cartel que Prieto diseñó para promocionar la película. Y por supuesto, la imagen de María José Cantudo desnuda que el productor filtró a la prensa cinematográfica. La trastienda –inicialmente se iba a titular La cama prohibida– fue una de esas películas que tuvieron doble versión: la que se estrenaría en España, con ligeros desnudos y algo de sexo, y la que se pudo ver en el extranjero, a la que se le sumaron las escenas que Frade sabía que la censura nacional nunca permitiría. Conservo en mi Archivo la guía que editó para la venta de la película en el extranjero, conteniendo varios desnudos de María José Cantudo y escenas de sexo a todo color fusionadas con otras de los encierros de San Fermín en Pamplona, lugar donde transcurre la trama.

Pero Jorge Grau es muchísimo más que La trastienda, y sin dejar de alabarla y criticarla a partes iguales, Hugo Pascual Bordón se adentra en el terreno del cineasta más profundo y en el del hombre comprometido con la cultura y la política de un tiempo excepcional: el de la Transición. Gracias por este libro Hugo, y gracias a la editorial por publicarlo en estos tiempos de escasa lectura y precaria cultura cinematográfica.





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