Botonera

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30.9.22

VI. "ENSAYOS SOBRE JEAN-CLAUDE ROUSSEAU", VV. AA. (Valencia: Shangrila, 2022)




ALMA, HIJA, LÁMPARA
EN TORNO A LE TOMBEAU DE KAFKA
(fragmento inicial)

Mariel Manrique


Le Tombeau de Kafka (2022)



No necesitas salir de tu habitación. Quédate sentado en tu mesa y escucha.
Ni siquiera escuches, simplemente espera. 
Ni siquiera esperes, mantente callado, quieto y solitario. 
El mundo se ofrecerá libremente a ti para que lo desenmascares; 
no tiene elección; rodará en éxtasis a tus pies.
 
(texto de Franz Kafka que un amigo citó
a Jean-Claude Rousseau luego de que este terminara su cortometraje,
y que Rousseau afirmó no haber tenido presente al filmarlo 
–entrevista de Mathilde Prévot
en el marco del festival internacional 
Cinéma du Réel, 16 de marzo de 2022)



Alma, deja que tu luz entre en mí. Invoco tu luz que es imagen, imagen como un hilo de migas de pan hacia la casa, una bengala entrevista en el mar nocturno, la señal intermitente del farero. En la casa es de noche y cae el agua y yo perdí mi mapa de navegación. Invoco tu imagen adorable, un resplandor en el que no hago pie, como un peregrino de tendones rotos, una máquina vieja y mal soldada, la mala soldada que soy para esta guerra. Tu imagen como una medalla y un sentido, un puñado de viento o el estrépito que hace la brújula al caer. Afuera corren los ciervos en el bosque. Alma, déjame caer en ti. 

Un hombre solo en una habitación de hotel, en Praga. En la habitación, una recámara; una especie de altar o de tumba, de atrio o de aro o de promesa. La pista de Bacon, el agujero de Beckett, el lugar sin nombre. Allí se hará la imagen, como un don. Allí la imagen se ejecutará, como un ritual. Por eso el hombre se entrega lentamente y en silencio repite sus acciones. Abandono de sí, reiteración de una serie precisa de gestos. Así intenta el hombre habitar la imagen. No la ha imaginado ni previsto, se ha sentado a esperarla. Ha elegido el sitio de la espera. Lo ha encuadrado al intuir la condición bifronte de su geometría: rígida en su perspectiva matemática, pródiga en su capacidad de desmaterialización. Sabe que la materia succiona y descompone, que la ecuación se astilla, se licúa. Que él será, finalmente, el buque en el ojo de la espiral marina, el buque que se adentra y se disuelve en la espuma. El espacio es un tablero de líneas, superficies vidriadas, pocos objetos distribuidos en el cuadro. Los objetos son imágenes dentro la imagen, un atlas de imágenes es todo lo que ven mis ojos. Yo apenas sé qué soy. 
En épocas de gran aturdimiento, me tiendo en la calma de esta habitación anónima, donde nadie hablará. Nadie me contará nada. En épocas de grandes relatos, me tiendo a descansar en esta falta de épica. Nadie dirá qué ha sucedido, nadie me dirá qué hacer. En épocas de gran velocidad, tiendo a quedarme quieta. No es desconcierto ni parálisis. Es una pasión inmóvil o, quizá, un gran cansancio. Me voy vaciando de mí, menguo y prescindo. Como este hombre ante mí, que intenta no irrumpir ni arrebatar, no proyectar ni proponer un cierto estado de las cosas. Este hombre ha reducido al máximo el repertorio de sus gestos corporales. Entra y sale del cuadro sin hacer ruido. En la época agotadora del Gran Ruido, este hombre ha decidido callar. Tiene un único plan y es modestísimo y es casi imposible, también. Porque nadie nos ha enseñado cómo hacerlo, o no hemos sido capaces de lograrlo, al pensar demasiado en nosotros mismos. Él ha decidido ser parte de una imagen, pero sin herirla. Sin obturar su flujo, sin bloquear su soplo, sin oficiar de conductor, de prestidigitador, de pregonero. Y si se calla es porque sabe que, por definición, una imagen no sabe decir. No le hace falta. Es pura presencia desplegada, remolino y ruptura de la perspectiva, línea de fuga hacia el trance o el éxtasis. Llave del tesoro hacia la disolución del cuerpo. 


Hija, deja que tu reino entre en mí, tu reino de pocas y pobres posesiones, de cosas tan tiernas y tan puras, tus mínimas estrellas de papel plateado. Tu reino de prodigios ignorados, inútiles y a solas, jamás enumerados en los libros de historia. Tu reino sin historia que narrar, excepto la de un cuarto en el que se desordenaron los juguetes, nunca hubo un ábaco ni una progresión, no habrá posteridad ni restos de tu amor, solo una caja cerrada con cenizas. Yo me preguntaré dónde estás, me sentaré a esperarte entre muñecos de tela y de cartón, y no diré: “Alma”. Porque regresaré, en mi supuesta madurez, al lenguaje de los desajustados. Una tartamudez, un balbuceo, una dislalia. La desesperación de verte sin poder tocarte, de atravesar tu imagen de aire, de asir tu vacío hasta llorar. Afuera corren los ciervos en el bosque. Yo escucho el mantra de tu respiración. 


El hombre se sienta en una silla, frente a un escritorio. Sobre el escritorio hay un sombrero. A un costado veo un sofá, al otro costado veo un espejo. El hombre mira a través de la ventana. Y eso es mucho o es poco y es toda la civilización occidental, depurada hasta el hueso, con su sucesión de planos breves, su punto de vista estático, sus fundidos a negro, sus sonidos: jirones de conversación desde la calle, súbito fondo de música clásica, apertura y cierre de un cajón. El hombre extrae, del cajón, una tacita de porcelana. Ve un insecto muerto sobre el vidrio que cubre el escritorio. Y esto es un sismo o una irrelevancia, o ambas cosas a la vez. Esa hipnosis de la ambigüedad que no le importa a nadie, o es insumo del arte, o te enloquece. No hay reloj que cuente las horas, solo el trabajo de la luz del día. Estamos suspendidos en la duración, en una eternidad envuelta en catorce minutos. La duración dura hasta cerrar los ojos [...]




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