Botonera

--------------------------------------------------------------

13.6.22

X. "LA NAVE VA", Revista Shangrila nº 40, Valencia: Shangrila 2022




CINE DEL PRESENTE, COORDENADAS CENTENARIAS

Faustino Sánchez







100 años de expresionismo

En 2022 se cumplen 100 años del estreno de dos películas emblemáticas del expresionismo alemán: El doctor Mabuse (Dr. Mabuse, der Spieler, F. Lang, 1922) y Nosferatu (F. W. Murnau, 1922). Se trata de dos obras cumbre de la historia del cine, de las que se han escrito ríos de tinta e infinidad de ensayos, análisis e interpretaciones, pero cuya relación con el cine contemporáneo y el mundo actual no se ha explotado de la misma manera.

A pesar de ser dos de las películas más famosas del mítico movimiento germánico, si nos fijamos en ellas vemos rápidamente que a nivel estético no son las más representativas del movimiento; más bien son rarezas, objetos únicos fuera del espacio y del tiempo que, quizás por esa razón, tienen un alcance universal que puede resultar muy útil para pensar otras realidades. 

En el caso de la película de Lang, estamos ante una obra que centra su dirección y su vigor en el montaje, con una narrativa frenética y una fuerte carga simbólica de los conceptos tratados, que revelan una determinada realidad social a través de la fantasía, la acción y el juego conspiranoico. Fantasía, realismo social, policiaco, noir… Los géneros se hibridaban antes de que maduraran en el propio cine, quizás porque los géneros, procedentes de otras artes, nunca llegaron a ser puros. 

La obra de Murnau, sin embargo, reviste un aliento más poético. Nosferatu es una película llena de planos abiertos, en escenarios reales, con algunas imágenes luminosas y atmósfera naturalista. Se suelen recordar, en Nosferatu, las sombras, el castillo del conde Orlok y la imponente figura de Max Schreck, pero incluso estos elementos, tan propios del misterio, el terror y de los temas recurrentes del expresionismo alemán, están tratados con una mirada mucho más libre de artificios, precisa hasta el extremo, pero limpia. 

Solo habían pasado dos años del éxito de El gabinete del doctor Caligari (Das Cabinet des Dr. Caligari, Robert Wiene, 1920), pero la aproximación estética ya se había abierto, enriquecido y parecía abarcar universos más complejos y totalmente alejados del expresionismo primerizo de Wegener o Wiene. Ya no tenemos esos abigarrados y sinuosos decorados pintados, ya no tenemos esos movimientos ortopédicos de los intérpretes ni una dualidad tan básica (aunque no poco interesante) en el uso del plano general y el primer plano. La herencia pictórica de Die Brücke pasó a ser menos directa, más sofisticada y tamizada por otras influencias. El cine, de repente, en esos dos años, alcanzó un grado de sofisticación y de madurez impensable en otras artes o en otras épocas históricas.

Bien es cierto que, más allá de la estética y del uso de recursos formales, estas dos obras de Lang y Murnau siguen interesándose por lo siniestro, lo macabro, por el papel del Mal en la sociedad y su influencia en el individuo. De hecho, lo que ambos consiguen en sus películas a este respecto llega aún más lejos de lo que consiguieron sus predecesores. Una estética con menos marcas, menos subrayada, consiguió un efecto más profundo y más complejo en la descarnada disección que practicaron al alma humana, a la vez que comprendieron que lo individual no se puede separar de lo social. Núcleo y contexto son indivisibles. La percepción no se escinde.


Categorías clásicas

Tradicionalmente, el cine se ha representado a través de una rígida taxonomía que pone sobre la mesa dos categorías o, mejor dicho, dos filiaciones que podría catalogarse como más filosóficas que estéticas: la de los hermanos Lumière y la de Georges Méliès. Esto ha servido, muchas veces con brocha gorda, para lanzar a un lado y a otro el cine de no ficción y el cine de ficción o, en su versión algo más sofisticada, el cine de la realidad y el cine de la imaginación.

Con el paso de los años han ido quedando patentes algunas máximas sobre la relación entre realidad y representación o no ficción y ficción, como aquella afirmación de Rossellini que decía que toda ficción es un documental de su propio rodaje, o la evidencia de que ninguna película documental está a salvo de su carácter de representación.

La afirmación de Rossellini, de profunda raigambre baziniana, parece estar hoy en día más vigente que nunca, y periódicamente es reivindicada por algún teórico o cineasta. Acerca de ella, resulta elocuente una anécdota que tuvo lugar en el año 2019, cuando la revista británica Sight and Sound, fiel a su tradición de generar cánones cinematográficos universales, lanzó una encuesta entre críticos, programadores y cineastas sobre los mejores documentales de la historia del cine, pidiendo a cada uno de ellos una lista de sus 10 favoritos. La mera decisión de generar una lista en torno a ese vago concepto dual de ficción o no ficción ya resultaba polémica, y la respuesta del cineasta James Benning estuvo a la altura cuando en su lista incluyó una única película, Titanic (James Cameron, 1997), incluyendo el siguiente comentario: “Este es mi único voto: un documento asombroso sobre la mala interpretación. Y, debo añadir, todas las películas son ficciones”. (1)

1. This is my only vote: an amazing document of bad acting. And, I might add, all films are fictions.

Acerca del hecho de que todo documental es una representación, sabemos que cualquier documental (si es que tiene sentido seguir utilizando este término), como cualquier ficción audiovisual, está impregnado de puesta en escena y de decisiones que condicionan el resultado, como la posición de la cámara o el momento en el que empezar o terminar un plano. La representación está en la propia naturaleza del cine, en la manera de aproximarse a su materia primaria: el espacio y el tiempo.

Por este motivo, el propio origen de esta categoría adolece de este problema: las películas de los hermanos Lumière son emblemas de puesta en escena. No solo porque tenían actores que interpretaban un papel, lo ensayaban y representaban frente a la cámara (desde el regador regado hasta los jugadores de la partida de cartas), o por la mera elección de una u otra toma, sino también porque la propia decisión de cómo disponer los elementos en el cuadro, desde dónde filmarlos y cuándo filmarlos determinan indudablemente el punto de vista. Como dice Benning, todas las películas son ficciones.

Pero se puede ir más lejos todavía en esa linde entre realidad y representación. Obviando ese punto de vista del realizador, que sería el sujeto, también existe un condicionamiento decisivo en el objeto, en lo filmado, desde el momento en que ese objeto son personas conscientes de que están siendo filmadas. La presencia de una cámara condiciona su comportamiento, sus gestos, su mirada, y por lo tanto su vida desaparece durante unos momentos. La persona filmada se convierte en un fantasma, ya que no existe para sí misma sino para aquello que está siendo filmado. Vive durante un tiempo para cumplir un rol, para ser otro: su imagen proyectada.

Estas disquisiciones, antiguas y tan ampliamente abordadas, volvieron a salir a la luz en el S. XXI con el advenimiento del digital y su capacidad para intentar sortear estos límites. El mejor ejemplo puede ser el caso del cineasta chino Wang Bing, quien convive filmando a sus personajes hasta que la cámara desaparece por la costumbre, si esto es posible, o al menos minimiza su interferencia en la realidad. El cine digital, con sus cámaras pequeñas y su capacidad de grabación casi ilimitada, puede plantearse este objetivo de diluir realidad y representación.

Sin embargo, ya entrada la tercera década del S. XXI, nos encontramos con que el efecto mayoritario en el audiovisual ha sido el contrario: la representación ha colonizado la vida; todo instante es susceptible de ser grabado, toda nuestra existencia podría ser perdurable y, de tal manera, la propia identidad muta condicionada por esa imagen de espejo corregido que intentamos dar. La sobreexposición acaba llevando a una pregunta: si cuando la representación era una excepción de la realidad la ficción era su mecanismo de exhibición, ¿cuál es el mecanismo de exhibición de la realidad cuando la excepción es la propia realidad íntima y la norma es una realidad performativa susceptible de ser grabada? ¿Tiene sentido, en un momento en el que el diario íntimo, la creación y la confesión conviven diariamente en las redes sociales, hablar de categorías que ya son indiscernibles e impregnan no solo el cine sino la vida? [...]






Seguir leyendo el texto en