Botonera

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6.6.22

V. "LA NAVE VA", Revista Shangrila nº 40, Valencia: Shangrila 2022




IMÁGENES PARA UNA PANDEMIA
CUATRO STRADE, DE ALICE ROHRWACHER *

Roberto Amaba







Después del resplandor, de una imagen nula y ciega calcinada por el sol, la pantalla recupera la visión. Demasiado blanco, crimen de luz, la memoria visual de una explosión nuclear, la combustión de un meteorito sobre el cielo azul. Esta ha sido la sensación. Asumido el destello, la imagen se encarna, empieza a sangrar. La emulsión adquiere un tono entre corinto y aloque, un candilazo, una huella derretida, un crepúsculo de la química, una herida artificial. El cuadro se estabiliza y al blanco y al naranja los reemplaza el verdor. Una pista forestal cubierta de vegetación. Guijarros, hojas muertas tapizando la cuneta, roderas en el camino, un punto de fuga distante, huecos filtrados entre la sombra y la luz. Sobre la música de carillón, una voz femenina sitúa la acción: “Es abril”. Y el espectador despierto, aquel que ha mirado la fecha de filmación, sabe que no es un abril cualquiera, que es uno que tuvimos que tomarnos como un asunto personal: el del año 2020.




La voz en off continúa con su breve pero imprescindible labor de contexto: “No podemos acercarnos los unos a los otros…”. El enunciado coincide con una acción de montaje, con un cambio de plano. Este conflicto supone una revocación de la letra a cargo de la imagen, la infracción de un mandato porque este “No podemos acercarnos” viene acompañado de un avance, de un brinco en el espacio. No es un salto en el eje porque el lugar ha cambiado, pero el efecto de aproximación es sensible. La imagen se ha acercado como consecuencia de una decisión óptica y de otra mecánica, esto es, mediante la elección de una focal más larga y de un ensamblaje. Al margen de esta disputa material, el lenguaje sigue abierto en un doble frente, primero porque la frase es inquietante y segundo porque se ha quebrado a la mitad, generando una pausa con una inflexión de voz. El vacío, apenas unas décimas de segundo, vendrá a vestirse con el complemento circunstancial de causa.





¿Por qué no podemos acercarnos los unos a los otros? La voz femenina, omnisciente, tiene la respuesta: “Debido a un virus”. Acotación que coincide con un disturbio visual ya conocido: la imagen que tiembla y que luego flamea, que vira al rojo y que, de repente, se inunda de blancor. Considerando la imagen como territorio, sobre la superficie desierta, en medio de lo desconocido, pensando la pared blanca, danzando en los aerosoles incertidumbre, un virus. En este punto, eliminado el rótulo inicial, hacemos inventario: diez segundos, dos planos, un corte y dos oraciones. Pero esto no puede considerarse el planteamiento, solo un aviso y una introducción. La exposición del proyecto comienza con el nuevo plano que nos lleva a un interior. Al espacio confinado que todos conocimos aquel mes de abril del año señalado. Un dormitorio vacío, una habitación de aspecto juvenil, entre la cal y la madera apenas una mesa, una estantería, almohadones, libros y trastos. Y una ventana; una esperanza, una apertura y una posición. Al otro lado, lo prohibido, el destierro: un jardín.




En el cambio de plano descubrimos a la voz en persona. Aunque la declamación sigue siendo en off, proclama sus intenciones: “Así que pensé en acercarme a mis vecinos”. Al contrario que en la ocasión precedente, palabra e imagen quedan hermanadas desde que la primera persona del singular se refleja en el autorretrato audiovisual. Cámara en mano, apoyada sobre su hombro derecho, Alice Rohrwacher nos muestra la mitad de su rostro y el trabajo de sus dedos sobre la plenitud de la lente. Óptica que hace un zoom tenue y deslavazado pero que abunda en su anhelo clandestino: salir, moverse, encontrar un modo de contacto. “Llegar adonde mi cuerpo no puede gracias a mi ojo mágico”. En esta aspiración no hay mayor discurso sobre la posibilidad de trascender los cuerpos, no es una apelación al desdoblamiento y a la metafísica del alma, solo un juego espontáneo y sincero, una inocencia casi infantil. Esa es la magia de un ojo que la cineasta, como escuchamos, no está segura de hacer funcionar.





La imagen se evapora. El fantasma de Alice desaparece y reaparece cambiando mínimamente la ubicación. Un respingo, un campo más abierto que ella vuelve a cerrar. Antes de hacerlo, en la nueva y efímera posibilidad, advertimos que ha tenido tiempo de improvisar una rima circular: el objetivo, la esfera del reloj, una espiral de color. Sobre un primer plano creciente y desenfocado, su última confesión: “No sé si va a funcionar, porque no estoy familiarizada con esta vieja cámara y la película está caducada”. El plano queda ocupado por su medio rostro y su media cámara, por las facciones difusas y por la oscuridad convexa del objetivo. En la demostración de su falta de pericia para guardar el enfoque, Rohrwacher baja el párpado sobre su ojo libre. La piel del ojo afirma, el velo que cae y transfiere la incapacidad al tiempo que confía en la experiencia del ojo de la extensión. El gesto, el parpadeo, es la seña convenida para el cambio de plano, amén de la concordancia definitiva entre su pérdida de visión y su ganancia de mirada [...]








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