Botonera

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12.5.22

III. "MARGUERITE DURAS. ESCRIBIR LA PARTE DE SOMBRA", María Cecilia Salas Guerra, Valencia: Shangrila 2022, colección Swann



INTRODUCCIÓN



Marguerite Duras
 


La escritura de Marguerite Duras es fuerza desnuda. Inasible. Móvil. Lisa. Presencia huidiza que desobra al lector. Su escritura escapa como sus personajes, que fluyen y seducen: la madre, Lol, la mendiga, Anne-Marie Stretter, el vicecónsul, entre otros. Es imposible conocerlos. Apenas se les puede ver deambulando sin norte definido: aparecen y desaparecen, portadores de una extrañeza que interpela a quienes se miran en ellos. Se puede decir, con Michel Foucault y Hélène Cixous, que ese efecto de lo escrito es también efecto del arte de la pobreza y de la memoria sin recuerdo que Marguerite Duras inventa y recrea en cada una de sus obras, en las que el lector asiste al abandono y al despojo inexorable no solo de riquezas y monumentos sino de la juventud y la infancia, de los ideales y las promesas. Como la caída en picada de la propia familia en Indochina, por donde divaga la madre viuda, estafada y enloquecida con la idea de la plantación y los diques, adentrándose en el desierto de sal y en la no espera, hasta convertirse ella misma en una inmensa llanura desolada y desconocida para sus hijos. 

¿Cómo es que la madre enloquece sin conocer el placer? ¿Cómo es que, paralelamente a la caída de la madre, los hijos también caen: el mayor en la maldad, el menor en el miedo y la del medio, en el deseo, en lo prohibido, hasta el final de la idea, con calma y determinación? 

Cuestiones como estas conducen a Marguerite Duras a tener que escribir. Imposible para ella sustraerse al ritual de la evocación, en el que los personajes, las situaciones y el espacio tienen igual importancia a la hora de revelar la vida y el mundo como sucesión de pérdidas, de las cuales solo a posteriori se puede medio-decir algo. Así, la madre no enloquece en el momento en el que se ve arruinada por el poder colonial –potenciado a su vez por la fuerza incontenible del mar y por el trabajo incansable de los cangrejos enanos que corroen los diques–, sino que algo en ella, desde muy joven, ya era oscuro e imposible de traducir en la luz del día. Obedecía a evidencias que nadie más podía vislumbrar, hablaba con fantasmas. Lol V. Stein, igualmente, no enloquece la noche en la que Michael Richardson se ve raptado por otra mujer y la abandona a ella en el salón de baile, detrás de las plantas verdes al lado del bar, donde permanece como sembrada, sin noción del tiempo y privada por completo de una palabra que era necesario decir pero no existe. Es que a Lol, desde niña, le falta algo para estar, su corazón es tan inacabado como su primer nombre, al que le ha sustraído una letra, mientras que el segundo nombre es una letra apenas. Lol habita el vacío a fuerza de nada, se convierte en mancha gris en el campo de centeno. Y la joven mendiga, antes de su definitivo exilio geográfico y mental –que le hace andar miles de kilómetros hasta llegar a Calcuta sin saber que ha llegado–, ya estaba exiliada de antemano, abandonada por su propia madre: fue privada del hogar y del terruño, arrojada en busca de una “indicación para perderse”. La mendiga es desierto creciente donde se resecan sus palabras, hasta quedar prendada de una sola, que grita sin saber, como queriendo hacer existir su lugar de origen. Ella es hambre, es grito indolente: Ba-ttam-bang

Escritura o arte de la pobreza, de la memoria sin recuerdo, del dolor sin sufrimiento. Ritual de la evocación en torno a la ausencia y la pérdida. En ello reside, quizá, el magnetismo de la obra de Duras, su poder de raptar al lector, de despojarlo de certezas e ideales sobre la familia, el deseo, la pertenencia a un lugar, la cordura misma.

Una obra poblada de personajes arrastrados por el desierto del deseo, exiliados geográficamente y mentalmente, a los cuales Duras consagra su mirada. Solo ella los mira de frente, los inscribe, levanta acta de sus periplos y caídas, de sus fugas y sus abdicaciones. Se convierte en su amanuense, sin caer en la tentación de juzgar a sus criaturas. Simplemente desentierra, excava y trasiega la llanura incógnita de su propia infancia y adolescencia, donde la desdicha y la locura de la madre ocupaban el lugar del sueño. Desentierra escribiendo, y así descubre el misterioso destino de cada uno, y como tal lo presenta, sin glorificarlo y sin compadecerlo. Por ello, más que diálogos, la autora promueve el habla y los intercambios, casi siempre a partir de la desesperación callada, alegre incluso, como en el caso paradójico no solo de los sonrientes mendigos y leprosos sino de los niños muertos de hambre, presas fáciles del cólera y en compañía casi siempre de famélicos perros. Todos divagan por las llanuras y los poblados de Indochina, donde impera una alegría casi salvaje. El amor mismo se presenta en su condición de intercambio a pesar de, sobre un fondo común de desgracia: límite donde la mirada se vuelve belleza. De ahí también el tono neutro, impersonal, del habla en los (no) diálogos y en los (des) encuentros durasianos.

Pero Duras no sabe lo que escribe. Habla desde la catástrofe, desde el alcohol, desde el agujero. Es la constatación implacable, libro tras libro, de que el sujeto es (crea, escribe, dice) donde no piensa y piensa donde no es: Duras no puede conocer a la madre, entonces la ve convertirse en escritura corriente. Tampoco puede conocer a Lol V. Stein, y en su lugar vive el duelo de no ser ella. No conoce a la mendiga ni al vicecónsul, solo ve la risa de ella y su canto de Battambang, y escucha los gritos de ese hombre imposible (de soportar) que dispara por las noches contra Lahore y contra la India en descomposición, porque no puede hacer otra cosa. Dispara para matar por matar. Amanuense de criaturas a las que no conoce, a las que toma por escrito y al pie de la letra, valiéndose para ello del tono impersonal, de la voz en off, y de la voz de otros que, como Jacques Hold, realiza la dura ley del deseo de Lol V. Stein, o Peter Morgan, que levanta acta de la pérdida de sí, de la mendiga y su poder callado de hacer resonar la parte de sombra de los otros. Escribir será, entonces, ritual de invocación, descenso a los infiernos del alma humana de donde Duras regresa con el eco o el murmullo placentario de la palabra: el grito, el canto, la ausencia de una palabra que contamina todas las demás, la (e)videncia imposible de compartir con otros… Por eso, cuando Duras empieza un libro no puede abandonarlo, arrojarlo o quemarlo; lo asume como la gestación de un hijo que debe nacer, solo y libre, precario y misterioso. Escribir es dar a luz, vaciarse, expulsar un hijo que ya no es más un asunto suyo, y por el cual no puede responder: debe respirar por sí solo, mientras Duras vuelve al agujero, se tapa la cara, tiene miedo al acostarse, bebe whisky. Sola, sin nada que escribir, sin nada que perder: ¿bebe o escribe, o las dos cosas, o una más que otra?

Según advierte Michel Foucault, en las frases “escribo”-“deliro” nos reconocerá una cultura venidera, pues la modernidad las aproximó tanto como en otras épocas al “estoy loco”, e intiman con “soy un dios”, o “soy una bestia”, o “una verdad”, o “un signo”. Así, Nietzsche, abismado en la locura, se autoproclama como una verdad: tan inteligente, tan sabio, tan buen escritor… una fatalidad. Louis Wolfson se traslada de su lengua materna hacia el francés y da a luz una neolengua, intraducible. Joyce nos introduce a través de mil páginas en los avatares de un día en la vida de Stephen Dedalus, de paso por Dublín. Raymond Roussel, próximo al suicidio, se asegura de heredarnos un detallado procedimiento donde locura y escritura son una misma cosa. Robert Walser, ¿enloquece y luego escribe o escribe y enloquece después? Ingrid Jonker es poesía de la disolución, de la ausencia total de amarras, en medio de lo cual solo le quedan sus dedos solitarios animando y espiando el fuego, porque una mano sola no puede rezar. Pero también Virginia Woolf, Antonin Artaud, Romain Gary, entre tantos otros, le muestran a la posteridad la peculiar relación de nuestro tiempo con aquello que esquiva y constituye su verdad sombría: la “relación del hombre con sus fantasmas, con su imposible, con su dolor sin cuerpo”. Seremos la cultura que se permitió asumir y reconocer la filiación entre lo que otrora fuera “temido como grito” y “esperado como canto”.

Antes de Mallarmé, escribir era inscribir o establecer la palabra dentro de una determinada lengua, con respecto a la cual se compartía una naturaleza –excepto las marcas y los signos descollantes de la retórica, los asuntos tratados y la riqueza de imágenes. Después de Mallarmé –y coincidiendo con la invención del psicoanálisis– escribir se convierte en el insensato juego de “una palabra que inscribe en ella su principio de desciframiento”; se trata de una escritura que detenta el poder de “modificar soberanamente los valores y las significaciones de la lengua a la que a pesar de todo (y de hecho) pertenecía; suspendía el reino de la lengua con un gesto actual de escritura” (Foucault, 2010: 243).

Esta modificación de la escritura tiene dos efectos: primero, cambia y complejiza el estatuto de ese lenguaje segundo denominado crítica, que en adelante formará parte, “en el corazón de la literatura, del vacío que instaura en su propio lenguaje”, de modo que se convierte en un movimiento necesario, pero siempre inconcluso, “por el que la palabra es reconducida a su lengua, y por el que la lengua es establecida sobre la palabra”. En suma, la crítica se convierte en trabajo y producción, en rodeo y ensayo, lejos ya de la función de juicio y mediación entre el enigma de la obra producida y el acto de lectura y consumo de la misma. Pero lo más llamativo es el segundo efecto: la “extraña vecindad de la locura y la literatura”, no porque se desvele un parentesco psicológico sino porque la locura se redescubre como “un lenguaje que calla en la superposición consigo misma”, y más que dar cuenta del nacimiento de una obra, esta singularidad del habla “designa la forma vacía de donde esa obra viene, es decir, el lugar en el que no deja de estar ausente, donde nunca se la encontrará (…) Allí, en esa pálida región, en ese escondite esencial, se revela la incompatibilidad gemela de la obra y la locura, el punto ciego de su respectiva posibilidad y de su mutua exclusión” (Foucault, 2010: 243).

En la obra de Duras, las frases “escribo”-“deliro” se potencian por lo específico del habla femenina que la determina, hasta tal punto que sus contemporáneos Blanchot, Foucault y Lacan, tan atentos a la locura (de escribir), reconocen que algo en los textos de Duras se les escapa, los rapta y los desposee.

Escribiendo, Duras se entrega a la soledad, al silencio, a la brutalidad de la vida; se expone al no saber, al enigma de la existencia: pinta con palabras esa otra región, la parte de sombra, y lo hace sin saber cómo, sin método. Como en el relato de la muerte de una mosca, a la cual asiste inmóvil, con la mirada fija en esa agonía atroz. Sola con ella, con la detestada por todos, la espantable siempre, la fuente de la peste y el cólera. ¿De dónde surge esta muerte de la mosca: ¿del suelo, de la noche, de la nada, de la pared, del cielo? “Me dije: ‘Te estás volviendo loca’. (…) La precisión de la hora de la muerte remite a la coexistencia con el hombre, con los pueblos colonizados, con la fabulosa masa de desconocidos del mundo, la gente sola, la de la soledad universal. La vida está en todas partes. Desde la bacteria al elefante. Desde la tierra a los cielos divinos o ya muertos” (Duras, 2009: 42-44).




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