PRÓLOGO
NO VOY A OCULTARLE NADA
Alberto Ruiz de Samaniego
No voy a ocultarle nada, asegura en una de las conversaciones de este libro Julien Gracq. Desde luego, no podemos recibir esta declaración, en boca de alguien tan elusivo como él, más que con un deje de ironía y escepticismo. Sobre todo, en un escritor que ha denunciado, en libro tajante y polémico (La literatura como bluff), las campañas de promoción literaria que se basan en desvelar –o desnudar– la vida, más o menos secreta, púdica o impúdica, de algunos autores; y que, por tanto, ha declarado en múltiples ocasiones, y con rotundidad, que no le “gusta airear” su vida privada. Aun más cuando, como en este caso, lo más privado tal vez sea la intimidad de su oficio: “No me gusta tampoco mostrar los estados sucesivos de mis libros”.
Y, sin embargo, nada de lo verdaderamente importante nos oculta Gracq a lo largo de estas conversaciones demoradas, serenas, muy precisas y a veces casi cordiales, para alguien con –justa– fama de arisco como él. De hecho, podríamos trazar toda una poética al hilo de la lectura de estas largas entrevistas, excepcionales ya solo por la poca disposición a dejarse entrevistar que el autor siempre mostró. La razón, aquí mismo la cuenta: la función del escritor es, justamente, escribir; otros, individuos de otras profesiones, habrán de encargarse de la edición, la distribución y la promoción de esa escritura.
Pero de escritura, en el fondo, se trata. Porque eso es lo importante, lo decisivo para Gracq, que, digámoslo ya de entrada, no entiende la vida sin ella. Tal como le confiesa a Jean Carrière en 1986: “El hecho de haber aprendido a leer muy pronto, y el hecho de que las experiencias de la infancia que realmente dejan huella tuvieran que ver en su mayoría con algo escrito, ha debido de contar en mi desarrollo”. Leyendo escribiendo (otro título de un libro de Gracq, sin coma entre los términos, como se encarga también él mismo a menudo de avisar) define a la perfección el punto de partida de su actividad como autor: “Creo –y lo he escrito en alguna ocasión– que todo libro surge (en buena medida) a partir de otros libros. La necesidad quimérica, que afecta a “muchos creadores”, de no deber nada a la literatura que les ha precedido, no me preocupa. El mundo y la biblioteca forman parte en la misma medida de los elementos a los que me refiero cuando escribo, y nunca me avergonzaré de ello. Ficciones y reflexiones sobre la lectura siempre, y desde el principio, se han mezclado más o menos estrechamente en todos mis libros”.
Aunque no se trata únicamente de que, en sus libros, Gracq interpole a menudo reflexiones sobre literatura; ni que, en ocasiones, juegue, generalmente de forma velada, más o menos tácita, a rememorar situaciones, personajes o atmósferas de la gran tradición cultural de Occidente (el mundo artúrico, por ejemplo, o Rimbaud o Pushkin, como reconoce en estas entrevistas, lo maravilloso tal como lo entendió el surrealismo, o el mundo de revelaciones mágicas del imaginario del Romanticismo alemán). Sino de algo de mayor alcance, y que podríamos resumir de la siguiente manera: la vida logra su más alto grado de precisión e intensidad solo a través de la literatura, o mejor: en su paso –exigente, arriscado, angustioso incluso– por la escritura. Esto es lo que, por ejemplo, comenta en la conversación con Jean Roudaut: “Un libro surge de una insatisfacción, de un vacío cuyos contornos no se descubrirán del todo más que en el transcurso del trabajo, y que pide ser colmado por la escritura”. Una charla esta con Roudaut en la que, finalmente, Gracq, es verdad, no oculta nada de la más íntima relación de un escritor con su oficio; marcada por una cierta impotencia o un no saber que busca su lugar, su punto de apoyo y de poder, su culminación a través de los caminos tortuosos pero cautivadores (tan absorbentes como hipnóticos) de la expresión escrita: “Yo no me impongo ningún deber, es la escritura la que me impone uno. Más concretamente, una exigencia, porque es necesario poner a punto un texto. Es una dificultad con la expresión, la escritura es un combate con la expresión. Hay que llegar a una forma, a abarcar algo de una manera prácticamente definitiva. Esa es nuestra dificultad, pero esto no es un sacrificio. Es algo apasionante. Lo único que se le puede reprochar es que nos aparte de otras preocupaciones: uno está encerrado con un libro. Pero, en ningún caso privado de perspectivas, porque el escritor, que trabaja en una ficción, es como una esponja, está abierto a todas las influencias. Prácticamente, está al acecho, a su pesar, de todo aquello que puede confluir en su obra, alimentarla, de manera que no es tan ajeno al mundo exterior, sino todo lo contrario. Se ha convertido, más bien, en una succión de aire que pide a las sensaciones que acudan a alimentar lo que está en trance de hacer”.
El deseo de escribir tiene que ver esencialmente con una necesidad de precisión, de acabar con ese lado difuso de la experiencia y de ajustar cuentas con las palabras, hasta alcanzar la plenitud de una forma: “Para mí (este periodo anterior a la escritura) fue un periodo de incubación, de rumia –comenta Gracq a Bernhild Boie, ya en el 2001–. Se mezcla un magma bastante confuso de movimientos y de imágenes, esperando que eso prenda en alguna parte. Es realmente impreciso. Dicho lo cual, yo jamás parto de la nada. Siempre hay algo que pide tomar forma, y que tiene ya un color, un clima. Todo esto lo he escrito en alguna parte: un poco como un nombre olvidado que buscamos inútilmente en la memoria durante mucho tiempo, y del que sabemos únicamente con certeza lo que no es. Lo que será, nos lo dirá la escritura”.
Así pues, nada de separación entre arte y vida, o de la voluntad escapista que algunos literatos del arte por el arte puedan haber mostrado, sino, por el contrario, potencial plenitud de la vida cuando ella desemboca y se conforma en el duro molde de la escritura: casi estaríamos ante la mallarmeana convicción de la necesidad para el universo de devenir libro, o, ya que estamos con las cuestiones del devenir, una nietzscheana justificación estética de la existencia. Así Gracq, a Jean Carrière: “En una ocasión escribí que una gran novela no era la vida, pero que se le parecía, en la medida a la vez muy importante y muy incompleta en que una campana se parece a un caldero. Es decir, las mismas formas exteriores, la misma apariencia, pero una se utiliza únicamente para satisfacer las exigencias prácticas de la vida, y la otra únicamente para producir sonidos. Esto quiere decir que en mi interior no hay, como pretende una idea demasiado complaciente y muy extendida, ninguna ruptura angustiosa entre la banalidad utilitaria de la vida cotidiana y el mundo del arte (…). No creo en los trasmundos poéticos, no creo en los «Huir, huir muy lejos...» de Mallarmé, ni en esa idea de la evasión por el arte que sustenta todo el romanticismo francés. Y que se expresa todavía abiertamente a través de Baudelaire. Estoy mucho más de acuerdo con la idea unitiva que a mi juicio es la que sostiene Novalis: el mundo es uno, todo está en él; desde la vida banal hasta las cumbres más altas del arte, no hay ruptura sino florecimiento mágico, que tiene su origen en una inversión íntima de la atención, en una manera distinta, orientada de otro modo, infinitamente más rica en armónicos, de escuchar y de contemplar. Razón por la que la literatura (quizá debería decir: la poesía) debería de tomarse muy en serio, en serio sin ninguna tristeza, por su inmensa, y cotidiana, capacidad de metamorfosis y de enriquecimiento”.
Por eso, la experiencia de la escritura es aquella capaz de trazar como un perfil inexorable, una marca indeleble: la figura al fin que ha de ser continua, precisa, rotunda, en medio de los límites borrosos de cualquier existencia. La literatura, pues, como emblema, blasón: destino: “Tengo la impresión –confiesa Gracq a Jean Carrière– de que la temporalidad que gobierna en la ficción es mucho más inexorable que la que tiene lugar en la vida real. En la vida real cada dos por tres hay distracción y diversión. La literatura aligera esos momentos despiadadamente”. Y, en consecuencia: “la temporalidad de la ficción está mucho más próxima al destino que en la vida”.
La actividad del escritor, al menos tal como la vamos descubriendo con Gracq, es de una exigencia absoluta; una pasión imperativa, invasora, dominante: ocupa por completo la vida de uno. Pasión febril, casi vampírica: “Escribir un libro es en cierto modo desembarazarse de él. Pero el cordón umbilical no se rompe de una forma brusca: por lo que a mí respecta, meses después de la publicación de un libro, sigo siendo sensible a él”. Es esta afección totalitaria, extremadamente poderosa –tan cercana, se nos antoja, a la idea del amor-pasión que destilara su querido Stendhal– lo que Gracq admira, por ejemplo, en la ópera, y lo que, en definitiva, va a encontrar en sus autores de referencia, ya sean Verne, Poe, Rimbaud o Breton: “Cuando descubrí a Wagner y Parsifal a los diez y ocho años, tuve la misma impresión que cuando pasé de Julio Verne a Edgar Allan Poe. No obstante, ahí hay una fijación de juventud que me marcó. La ópera, con su influencia absoluta sobre su público –el libreto, el texto, los decorados, el argumento, la música– ha seguido siendo para mí la imagen misma, en el arte, de lo insuperable, al mismo tiempo que la máxima conmoción afectiva”. (Conversación con Jean Roudaut).
La experiencia de la escritura convierte al escritor en alguien que, como diría Tarkovski, ha de mantenerse fiel a una obsesión. Deviene experiencia suprema de apertura, inversión de la atención, escucha profunda, búsqueda continua de orientación: intensísima contemplación (“De niño –le comenta a Jean-Louis Tissier– yo ya era muy sensible a los matices”). Pero también de preocupación, cuando eso que cerca al escritor (y a lo que se acerca) no se revela, o se petrifica en el umbral, en una inminencia sin recorrido. Surge entonces, en esa relación de casi dependencia, somática incluso, el fantasma del bloqueo: “Además, el trabajo, en mi caso, viene acompañado de una especie de ansiedad: el temor a que el relato se bloquee, a no conseguir terminarlo; en todos mis relatos, e incluso en mis novelas, este bloqueo se produce, en general, hacia las dos terceras partes del libro, entonces tengo que dejar de escribir durante cuatro o cinco meses, antes de volver a retomarlo y conseguir terminarlo”. (Entrevista con Jean-Louis de Rambures).
Escribir comporta, para Gracq, graves consecuencias; no deja desde luego indemne a quien lo hace. Se van acumulando allí todo tipo de recuerdos y vivencias, de proyecciones, sueños y deseos, de condensaciones más o menos problemáticas, y uno entonces se deja la piel en el camino: “Cuando uno escribe novelas, se empobrece. Por tanto –al menos en mi caso– no hay que hacerlo a la ligera, hay que tener realmente ganas”.
Escritor es quien se adentra en el enigma, en la selva oscura donde el lenguaje lanza señales, bastante confusas. Quien se aventura en un territorio indefinido en buena medida por conocer: la literatura es el lugar de la aventura, de la revelación y lo inhóspito, de la transformación: “Tal vez –comenta Gracq a Boie– podríamos decir que lo que falta por escribir de un libro se nos presenta internamente como un paisaje que la bruma oculta todavía, pero que ya se adivina. Esa bruma va a disiparla la escritura. Pero si esta es su principal fuerza, en ocasiones tiene también –más de una vez– la fuerza de cambiar, más o menos, el paisaje que descubre. Yo trato de acercarme todo lo que puedo a la imagen vaga que tengo en mente para materializarla: aquí la lengua, que es un medio de comunicación, se presenta también como materia con su propia textura, sus afinidades verbales, sus ecos, la gran riqueza de combinaciones toleradas por su largo uso. La lengua me propone fórmulas: algunas muy alejadas de lo que estoy buscando, pero cuando las encuentro mejores, las adopto: soy ese raíl que no preveía y que me lleva en ocasiones más lejos de lo que tenía en mente de una manera abstracta”.
Literatura, pues, a la busca de un territorio, de su paisaje. A Gracq, él mismo lo reconoce cuando habla precisamente de su vocación de geógrafo, le apasionan los enigmas: “Siempre me gustaron los criptogramas, las claves que permiten descifrar un mensaje oscuro. El mapa geológico me daba la impresión de que era una especie de clave mágica que permitía descifrar las formas del terreno, una clave que los demás no tenían y que yo tenía la sensación de poseer”. Debe pensarse su concepción de la literatura en esta misma perspectiva. La geografía supone un esfuerzo admirable de concreción de las formas del mundo y, al tiempo, permite al individuo proyectar su imaginario hasta la conmoción y el puro goce, no solo estético sino, diríamos, de estar vivo. El pormenor del mapa geográfico, igual que la prosa de Gracq, funciona, de este modo, como un motor del discurso, un disparador de todo tipo de correlaciones y armónicos. Pone, como él mismo reconoce, a la mente en estado de efervescencia: “Estudié el comentario de mapa y se lo hice estudiar a mis alumnos en Caen donde fui profesor asociado durante un corto periodo de tiempo: aquello era de una riqueza casi inagotable. En ocasiones pedíamos al mapa más de lo que el mapa podía dar. Por ejemplo en todo lo concerniente a la toponimia. Aquellos ejercicios yo prefería hacerlos sobre un mapa de escala 80.000:1, el mapa de Estado Mayor, que es especialmente minucioso en lo que concierne a las formaciones del terreno, aunque algo menos preciso en la altimetría. Era muy emocionante trabajar con aquel mapa” (Conversación con Jean-Louis Tissier).
Es este aspecto de la influencia de la geografía física en la vida lo que Gracq también le pide a la literatura: “en mi caso, a menudo el placer que puede proporcionarme el paisaje aumenta con las expectativas que proceden de la lectura. Incluso diría que las explicaciones geográficas no tienen en absoluto un carácter prosaico. Esta revelación de una estructura bien ensamblada, añade más bien algo, es como un armazón que no disminuye en cualquier caso nada de la belleza de un paisaje. Muy al contrario, la geografía no me ha echado a perder nada de la Tierra y de los viajes que pueden hacerse en ella".
La fidelidad a la escritura determina, en cierto modo –el modo gracquiano–, la posibilidad, asimismo, de ser fiel a la tierra, a la experiencia del hombre en el suelo y el medio en el que vive, tal como asegura Gracq a Tissier: “Pero, metafísica o no, me gustaría al menos que uno pudiera hacerse una idea, gracias a estos libros, menos brutal, menos empobrecedora de la solución de continuidad que se supone existe entre el hombre y el medio en el que vive. Esta es una de las maneras que tengo de permanecer fiel a la atracción muy poderosa que mi disciplina de origen, la geografía, ha ejercido siempre obstinadamente sobre mí”.
Esto mismo, ni más menos, es lo que el escritor, en su infancia, descubrió maravillado en Julio Verne: alguien capaz de revelar en una obra ingente la faz del mundo. Tal revelación, y este asombro, es lo que Gracq, en definitiva, ha perseguido a lo largo de toda su escritura. ¿No es cierto, entonces, que el escritor al fin no nos ha ocultado, efectivamente, nada?
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