ERAN LAS PEQUEÑAS COSAS LAS QUE MÁS LE ATRAÍAN
(Reseña de Pequeñas Teorías, de Miguel Ángel Hernández Saavedra)
PABLO PERERA VELAMAZÁN
Vivir: he aquí una buena contrateoría.
“Eran las cosas pequeñas las que más le atraían”, recordaba Scholem acerca de su íntimo amigo Walter Benjamin. Juguetes, sellos, fotografías, postales, paisajes invernales contenidos dentro de un globo de vidrio donde nieva cuando se mece delante de la mirada. Llegar a escribir tan pequeño, que toda la escritura del mundo entrara en una servilleta de papel. Su pasión, recordaba, por miniaturizar todas nuestras complejas relaciones con el sentido. No es fácil, afirmó en su momento Enrique Vila-Matas, identificar qué se pone en juego en esta mirada microscópica. Seguro, y, antes que nada, en Benjamin sobre todo, “un dominio infatigable de las perspectivas teóricas”. E intentó identificar, sin ninguna pretensión sistemática, como no puede ser de otra manera, qué podría darse en esta voluntad de miniaturización. Miniaturizar es, antes que nada, hacer portátil, afirma en su Historia abreviada de la literatura portátil, que es la mejor forma de llevar sus cosas para un vagabundo o exiliado, como Benjamin lo acabó siendo. Hacerse en una obra que no fuera pesada y cupiera finalmente en un maletín. Se diría para aquellos tiempos en que las obras eran transportables y había que cargar con ellas, y no se podían contener, como ahora, en una nube virtual o en un pequeño dispositivo de bolsillo. Pero miniaturizar no tiene nada que ver con las dimensiones del archivo, sea real o no. Hay procesos de miniaturización que no caben entre las paredes de una gran casa. Se trata, al contrario, de una forma de tratarse con el sentido, “del dominio infatigable de las perspectivas teóricas”. Así, continua Vila-Matas, miniaturizar es también ocultar. Hacerse en una obra tan extremadamente pequeña, que, aun teniéndola a la mano, dispuesta en una mesita de noche, toda ahí entera, a la vista, sin embargo, no se pudiera acertar nunca a verla bien, a interpretarla adecuadamente, y no porque guarde para sí un sentido oculto, paraíso perdido de los hermeneutas con gafas de aumento, sino simplemente porque se tiene la vista cansada. En fin, miniaturizar sería también hacer inservible. Escribe Benjamin: “Lo que está reducido se halla en cierto modo liberado de significado. Su pequeñez es, al mismo tiempo, un todo y un fragmento. El amor a lo pequeño es una emoción infantil”. Sí, es la misma emoción de ver caer la nieve sobre ese pueblo cualquiera mientras se mece el globo de vidrio, una vez más, antes de ponernos a trabajar, aunque nos acabe de caer una gran nevada encima. O como cuando de niños, reuníamos a todos en un círculo alrededor nuestro y les decíamos espera, espera, esperar, mientras dejábamos caer nuestras canicas, como si ellas mismas compusieran un mundo entero, nuestro mundo, sobre el jersey que habíamos extendido sobre el suelo.
Miguel Angel Hernández Saavedra (a partir de ahora MAHS) en su reciente libro Pequeñas teorías (Shangrila, 2021) se ha empleado en una tarea análoga de miniaturización. Sus pequeñas teorías se presentan como un conjunto de miniaturas (a)filosóficas sobre alma, mundo y Dios. No podemos por menos interrogarnos acerca de la mirada microscópica, en parte estupefactos, que proyecta sobre esas ideas mayores de la razón donde la filosofía contemporánea no ha dejado de deshacerse. ¿En qué trabajo de miniaturización, que es siempre un trabajo de extrañamiento, se ha empleado MAHS? Vila-Matas acompaña a Benjamin de otro gran miniaturizador del siglo XX: Marcel Duchamp. Recuerda la fascinación de Duchamp por la maleta escritorio con la que Paul Morand recorría “en trenes de lujo la iluminada Europa nocturna” y su pretensión referirse a ella en su gran y principal obra: boîte-en-valise. Una caja-maleta que contenía reproducidas en miniatura todas sus obras, anagrama señalado de toda la literatura portátil. Las sumas rarezas de Duchamp siempre se expresaban en la forma de una banalidad extrema, como cuando atornilló una rueda de bicicleta a un taburete solo para sentarse frente a ella mientras giraba casi eternamente. Pero llegar con su maleta, con su boîte-en-valise, y sentarse delicadamente junto a la mesa, como si estuviera a punto de jugar una partida de ajedrez con una mujer explícitamente desnuda, y posar la maleta sobre la mesa y abrirla con cuidado, para dejar ver en su interior todas y cada una de sus obras, y luego sacarlas una a una y mostrarlas miniaturizadas como un vendedor ambulante, era su única y completa felicidad, su definitivamente incumplido trabajo como artista. Ciertamente, de Benjamin a Duchamp hay un paso que es un abismo, desde el exiliado al vendedor ambulante, abismo donde se precipita nuestro querido siglo XX, pero no podemos entrar en ello. Porque ahora queremos ver llegar a MAHS con su pequeña maleta, con su boîte-en-valise, y observar cómo se trata con sus miniaturas (a)filosóficas, donde está contenido el trabajo de toda una vida. Cómo se sentaría junto a la mesa, y somos nosotros los que en su lugar nos sentamos, como posaría el libro sobre ella, con esa pintura suprematista de Malevich en su portada, y somos nosotros quienes lo posamos, y cómo abriéndolo entre sus páginas, deja caer, o flotar entre nosotros, como la nieve en la esfera de vidrio que agitamos, todas esas innumerables teorías miniaturizadas donde su obra completa se desastra.
¿Por qué miniaturas sobre alma, mundo y Dios? ¿En qué sentido se quieren teorías portátiles? ¿por qué (a)filosóficas? ¿Qué tratan de ocultar, o, mejor, hacer invisible? ¿En qué sentido convocan el placer infantil de hacer uso de lo inservible? Hay algo de desvergüenza en todo ello, MAHS lo sabe bien, que es un buen kantiano de universidad. Como la hubo cuando Duchamp se negó a cambiar el vidrio que en forma de pantalla protegía y daba a ver su Mariée mise à nu par ses célibataires cuando se rompió en su traslado a Nueva York y fue recogiendo una a uno todos los fragmentos rotos para pegarlos juntos otra vez, minuciosamente, sin querer ocultar el accidente sucedido y que pasara a formar parte de la obra misma, a partir de esos momentos una obra-rota, que no deja de desobrarse. Las pequeñas teorías de MAHS, nada más dejarlas caer sobre la mesa, mientras nos imaginamos a su autor mostrándolas con una sonrisa infantil una a una, humildemente, como si no sirvieran para nada, como un vendedor a domicilio que sabe que nunca le van a comprar nada, se nos ofrecen llenas de accidentes parecidos, cada una un poco rota por el tránsito de la vida, la vida de MAHS, por supuesto, la vida también de cualquiera, como si él mismo, al modo de Duchamp, sobre el hilo de la ficción, que todo lo pega, hubiera acertado, a pesar de todo, a llevarlas a cabo. Si el artista al que jugaba ser Duchamp solo pudo entregarnos obras escacharradas, MAHS, jugando en la misma medida a ser “el hombre teórico”, “el hombre de pensamiento”, ese que intenta ponerse al margen para que una imagen del mundo tenga lugar, solo puede ofrecernos un espejo roto, con sus pedacitos recién pegados. Difícil y ardua tarea, además, porque toda empresa de miniaturización exige una minuciosidad extrema. Y no es fácil ser minucioso sin que te acaben temblando los dedos.
Pero, antes de nada, hay que desmentir un presupuesto. Miniaturizar no es hacer pequeño lo que es o podría haber sido grande. No es simplemente cambiar de escala respecto a un mundo que sigue siendo igual. La miniaturización es hacer patente de manera extrema, así, en la punta de los dedos, que no pueden dejar de temblar, la radical contingencia de nuestro encuentro con el mundo, que nos deja expuestos a la obligación de pensar en una realidad que puede darse al margen de nosotros. Cuando Duchamp miniaturizó todas sus obras para poder llevarlas de un lado a otro, como un vendedor ambulante, en su boîte-en-valise, no simplemente se ejercitó, con minuciosidad, en un cambio de escala con los dedos temblequeantes, sino que las dispuso a las manos de cualquiera como lo que evidentemente eran, una herramienta rota donde no deja de afirmarse esa intemperancia de las cosas que siempre antecede a la pretendida autonomía del arte, y que, en su caso, mientras las mostraba una a una, sacándolas de la maleta, en su magnífica inutilidad, se afirma como el bien de las cosas mismas. Así, igualmente, MAHS nos ofrece una obra que se deshoja en sus miniaturas (a)filosóficas. La obra de toda una vida, insistimos. Y cada una de sus pequeñas teorías, tan bien perfiladas, tan minuciosamente reconstruidas, no deja de presentarse como un cacharrito recién acabado de hacer que todavía huele a pegamento, y desde donde toda pretendida mirada teórica que quiera darse en una imagen del mundo que solo se muestra de un solo vistazo no es sino una componenda llena de cicatrices más o menos bien disimuladas. De ahí, tal vez, su condición (a)filosófica. De ahí, tal vez igualmente, el placer que traen consigo en cuanto desvirtúan, hasta la perversión, los usos de la teoría, un placer infantil, sin duda, que acaba insistiendo, o apuntando, a una realidad que persiste más allá de la necesaria correlación que nos vincula a un mundo dado por un principio de razón suficiente.
Es por esto que no podemos entrar ahora en el manejo de cada una de estas miniaturas (a)filosóficas. Pero sí, como si imitáramos de nuevo a MAHS en la figura de un vendedor ambulante, dejarlas caer un momento sobre este texto: teoría del pájaro, teoría del refugio, teoría del consenso, teoría del genio blanco, teoría del aburrimiento, teoría de las nubes, teoría de los órganos, teoría del sí mismo, teoría del timonel…, y así hasta varias decenas. Y hay que decir que, en su caída, una a una, no provocan un ruido estridente donde el mundo se agota como posibilidad en un estado dado de las cosas. Provocan, más bien, ese ruido tenue de la perplejidad, un leve tintineo, que provoca una realidad que solo es tal en cuanto se resiste o impone por su minuciosa complejidad. Teoría del refugio, teoría de la catástrofe, teoría del grito, teoría del sueño del sueño, teoría del desamor, teoría del despiste, teoría del mogollón, teoría de la seducción…, y así hasta varias decenas. Después de todo, en esta obra de MAHS se da una provocación de todo punto innecesaria, que son las únicas provocaciones que merecen la pena ser atendidas. Cuántas veces no habremos asistido a esa enumeración borgeana o perecquiana de títulos de obras que se podrían llevar a cabo, y que se extienden, innumerables, por varias páginas. Cuántas veces no habremos pensado lo que se podría esconder en cada una de ellas y que no se ha podido llevar a cabo. Y nos quedamos atrapados, seducidos, en modo alguno decepcionados, por ese extraño ruido que hace el lenguaje cuando se concreta en el acto del título de una obra, solo que desencadenado hasta un imposible infinito. Teoría de la fama de una escritura vacía, teoría del equilibrio inestable, teoría de las buenas yerbas, teoría de los camareros de Dios, teoría del horror al contagio, teoría de las butacas, teoría de la adopción…, y así hasta varias decenas. Porque nos deja perplejos, insistimos, entre todos estos títulos de las teorías contenidas en la boîte-en-valise de MAHS es que cada una de ellas no son solo entituladas, y volvemos a escuchar el leve crepitar que provocan en el lenguaje, sino que también son la extensión, a menudo alucinada, del pliegue contenido en él. Así, hasta decenas que no consiguen agotar el infinito. Teoría de la sinceridad literaria, teoría apocalíptica del escritor, teoría del arreglo, teoría de las clases de lucha, teoría del aprecio sincero, teoría de la infancia impensada, teoría del polvo…, y así hasta decenas. Pero esto solo es a costa de su miniaturización donde se pone de manifiesto la contingencia absuelta de cualquier determinación, que está en el origen de su decisión. Y ese vendedor ambulante que es MAHS, sentado en medio de nuestro salón, nos dice lo que no queremos saber, porque sus mini-teorías ni se compran ni se venden: es ese título el que lo desencadenó todo…, todos y cada uno de esos títulos, donde el lenguaje crepita como en un cementerio donde los nombres de los muertos pueden seguirse leyendo sobre las lápidas enmohecidas, mientras un gato hace equilibrios sobre la tapia. La perplejidad que sentimos cuando alcanzamos a tocar, en la forma de una intuición intelectual sacada de quicio, el medio de la contingencia absoluta donde el mundo se da. Teoría de la melancolía, teoría del remordimiento, teoría del como digo yo, miento, teoría de la distancia en el amor y en el odio, teoría de la orquesta de cámara, teoría del sonido, teoría del pozo elevado, teoría de los miedos vencidos, teoría del tiempo espacioso…, y así hasta decenas.
Cierto es que, después de releer varias veces el párrafo anterior, después de haber ordenado según el azar del encuentro, una cita no concertada, los títulos de las pequeñas teorías de MAHS en conjuntos sucesivos, sucede como si hubiéramos empezado a reescribir el libro de nuevo. Parecen querer decirse entre ellas, según este nuevo orden, de todo punto aleatorio, o tal vez no, en la forma de un nuevo libro. Sin embargo, como ya hemos indicado antes, MAHS ha observado cómo se agrupaban en tres conjuntos claramente indiferenciados, como si un imán humeano las atrajera formando conjuntos que se podrían identificar: alma, mundo y Dios. Y así se presenta su libro, Pequeñas teorías, como un conjunto formado a su vez por tres subconjuntos, alma, mundo y Dios, y cada uno de ellos integrado por una pequeña infinidad de teorías miniaturizadas, que, a su vez… Es bien sabido que no hay conjunto que pueda contener a otro conjunto sin deshacerse él mismo como conjunto que remitirá en siempre penúltima instancia a otro conjunto mayor. Y también que, siendo esto así, la contingencia se presenta como una característica implícita de toda perspectiva que se quiere global. Por ello, de ahí la poco menos que escandalosa posición del autor MAHS respecto a su libro es que se deshace en nuestras manos, como si no estuviera bien cosido, a pesar de que su intentio auctoris ha sido acotarlo como el buen kantiano que se pretende: ALMA, MUNDO, DIOS. Margarite Duras, ella misma tan pequeña, tan minuciosa, MAHS es tan grande como el oso en que se convertía Flaubert mientras escribía (según cuenta su sobrina), tan dada a crear miniaturas desde donde se desencadenaba un furor de sensualidad y placer, de amor y de dolor, se quejaba siempre de la falta de libertad de los libros. No son libres, decía. Están fabricados, organizados, reglamentados, conformes. Y el escritor se convierte en su propio policía en la búsqueda de la forma más correcta, más habitual, más clara, en definitiva, más inofensiva. Y las editoriales se encargan bien de ello, que son las que acaban cosiendo los libros. “Sigue habiendo generaciones muertas que hacen libros pudibundos. Incluso jóvenes: libros encantadores, sin poso alguno, sin noche. Sin silencio. Dicho de otro modo: sin auténtico autor”, afirma Marguerite mientras escucha el ruido a leña húmeda que arde donde muere una mosca negra y azul. Esa reina. MAHS no es nada joven y parece un oso, eso es cierto. Los osos pueden ser bellos, como los maridos. Su libro se descose por todos los lados, reconozcámoslo, aunque la editorial y él mismo lo intenten hilvanar de nuevo una y mil veces. Vale. Pero hay algo de noche, y de silencio, en la emergencia de su intentio donde su función de autor hace crisis. No es un libro de día, de entretenimiento, de viaje, Marguerite. Es de esos libros que se te incrustan en el pensamiento, y que, como tú dices, “hablan del duelo profundo de toda vida, el lugar común de todo pensamiento”.
Por supuesto, no nos vamos a quedar aquí. Y no vamos a evitar complejidades, sino a costa de simplificarlas. Necesitamos interrogarnos acerca de esa noche, de ese silencio, de ese lugar común de todo pensamiento, como diría Marguerite. Kant trataba de identificar a través del término trieb, sin conseguirlo nunca plenamente claro está, la tensión inherente de la razón hacia lo incondicionado, es decir, a lo que no dependiendo de nada se impone absolutamente, pero que no puede constituirse en objeto de conocimiento. Trieb, querámoslo o no, se puede traducir por pulsión, y toda una familia semántica, como un cortejo inútil, se empeña en acompañarle: empuje, pulsación, impulsión, expulsión, compulsión, pulsar, pulso, empuje, pujanza… Es bien sabido también que esta tensión es la que produce esos pseudo-objetos de la metafísica, que pueden seguir siendo denominados mundo, alma y Dios, a los cuales, al cabo, hay que renunciar para sustituirlos por la tensión misma, puro deseo que no cabe bajo ninguna determinación. Y hay solo que dejarse arrastrar por él, querido Kant, tal y como se presenta, sin dejarse objetivar. Como libertad de iniciativa (de creación de fines), como deber universal (de tratar a cada uno como un fin) y como finalidad sin fin (de creación de formas por sí mismas), y encima todo a la vez. Es, sin duda, esta noche, este silencio, la que sostiene en última instancia, la obra deshilvanada de MAHS, o, al menos, así queremos que sea. Ese lugar común de todo pensamiento, como diría Marguerite. Pero es una noche donde se anuncia el día por venir, un silencio desde donde se escucha la música que llega. Si bien cada una de sus pequeñas teorías comienza por ese crepitar del lenguaje en forma de título donde se anuncia un innominado, si nos acercamos bien, cuando las sacamos de su recipiente portátil y las posamos sobre la mesa, la tensión hacia ese innominado se manifiesta en forma de empuje, pulsación, impulsión, expulsión, compulsión, de un pulsar, o pulso, o empuje, o pujanza. Que es donde cada una de estas pequeñas teorías queda arrebatada, a pesar de su aparente claridad expositiva. Se puede escuchar ese latido, sí. Es bien sabido también que, escapándose entre los dedos de cualquier voluntad de objetivación, esta pulsión, este lugar común del pensamiento, solo puede presentarse en la forma de un postulado o ficción reguladora. Pero con esto hay que tener mucho cuidado. A la mínima de cambio en estos postulados o ficciones el arrebato que siempre porta la pulsión del pensamiento se deshace de esa realidad innominada a la que apunta, que no es sino la contingencia absoluta, y se queda a solas consigo misma. Ahí Marguerite tiene razón: hay generaciones muertas de filósofos pudibundos encerrados en sus departamentos. Pero es el trabajo de miniaturización donde las pequeñas teorías de MAHS tienen lugar el que impide esta inercia tan propiamente filosófica. ¿De qué manera conservarse en el arrebato de esa pulsión que nos arrastra a lo incondicionado, hacia una experiencia de la realidad que solo sea nuestro declive como sujetos? MAHS responde con estas extrañas ficciones, por pequeñas y minuciosas, que no se regulan más que a sí mismas, donde la creación de fines se articula en la forma de un medio sin fin. Cada una de ellas como un paquetito apretado cuyas leyes de desenvolvimiento solo se pueden reconocer desenvolviéndolo. Siempre y cuando acertemos a distinguir ese empuje, o pulsación, o impulsión, o expulsión, o compulsión que está en su origen, donde se mantiene en vilo ese lugar común del pensamiento, que decía Marguerite. Esa noche oscura que siempre es víspera del nuevo día que llegará. Y todo ello inmerso en esos grandes conjuntos, mundo, alma y Dios, que por inconsistentes apuntan a una realidad donde nos deshacemos como sujetos. Son postulados portátiles, que nada tienen que ver con una moral provisoria, sino con el deber de mantenerse apegado a una fidelidad absoluta a esa pulsión donde nuestro pensamiento se singulariza.
Y no podíamos acabar así porque MAHS no acaba así. No, claro. Y buscamos en nuestra propia maleta, nuestra boîte-en-valise, repleta de estrategias para lo mínimo (donde Benjamin y Duchamp, conviven con Adorno y Quignard, por buscar alguna coincidencia), por dónde podemos ahora seguir. ¿Qué hacer con esa adenda que se titula El cobrador del ocaso, que se presenta al final de las pequeñas teorías? No queremos entrar en detalles, no, la adenda como cada una de las pequeñas teorías hay que leerla, y cada uno de estos textos por sí solo requeriría una pequeña reseña. De nuevo queremos atender a la creación de la forma. En realidad, es lo que más nos interesa, y puede que este sea nuestro gran defecto. Augusto Monterroso, ese guatemalteco amante de lo mínimo, nos dejó un título, otro más, cuya crepitación burlona nos puede servir para acabar: Obras completas (y otros cuentos). No hemos dejado de insistir en que en las Pequeñas teorías de MAHS está contenido el trabajo de toda una vida. Sin duda, hay una obra completa que se perfila entre todas esas mínimas teorías, y es por ello que pueden guardarse en una maleta y enseñarse una a una como si tuvieran algo que decir de mundo, alma y Dios. Pero siempre queda esa última decepción que persigue a estos vendedores ambulantes, que ni siquiera pueden reencontrarse consigo mismos en la apostura más significativa y tranquilizante de un exiliado, aunque sea del mundo, aunque sea de la vida misma. ¿Y esto es todo? Se les dirá, mirándoles a los ojos. Toqueteando impacientemente sus pequeñas teorías. Y no nos bastaría con que se nos dijera: “sí, pero todavía no he acabado”. No. Hay obras completas de jóvenes pudibundos, aunque estén ya entraditos en años, que se dan ya hechas en su primera obra sin más. No. Hay una inutilidad esencial en todas estas prácticas portátiles, ya lo dijimos. Una liberación de la determinación del significado, nos decía Benjamin. Un placer infantil. Un juego nuevo entre el fragmento y el todo. Y solo desde la perspectiva contraria nos podemos sentir decepcionados. Nunca podrán ser traducidas a un pragmático modo ni a una metafísica incierta de las costumbres. Es lo que habría que pedirles al menos a estos tahúres que siempre vienen del Sur, se dice, mientras se sigue toqueteando con impaciencia estas pequeñas teorías. Pero no. Toda obra completa debe portar consigo un paréntesis detrás, no unos puntos suspensivos, un paréntesis: (y otros cuentos). Estas pequeñas teorías de MAHS no son fragmentos que apunten a un todo desde donde todas pueden ocupar su lugar, o a un todo (mundo-alma-Dios) que se vaya haciendo-deshaciendo entre ellas. En cada pequeña teoría ese todo se deshace y apunta a esa contrateoría que es el vivir, pero este vivir mismo solo cabe ser experimentado y comprendido, como un hecho mismo del pensamiento, desde cada de estos conjuntos que se deshace entre las pequeñas teorías. Y es en el Epílogo, que se presenta como una teoría acerca de los camareros de Dios, donde MAHS confiesa haber visto a Dios reflejado en un charco cuando era un niño de siete años camino del colegio, simplemente porque miraba hacia abajo en vez de hacia arriba, o en la Adenda ya comentada donde a través de la figura de Antonio Saavedra, su abuelo materno, “que nunca habló de sí mismo como siendo algo distinto de lo que callaba”, ni esbozó él mismo su pequeña teoría a la salida del cine, donde esa pulsión que es el pensamiento en busca de lo incondicionado encuentra su aliento, ese lugar común donde todos nos perdemos para reencontrarnos distintos. Esos otros cuentos que no caben en ninguna obra completa.
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